Esa viejita de pelo gris, tan pequeñita, a quien vemos en las imágenes rodeada de gente afectuosa, que la toma del brazo para ayudarla a caminar, era Yvonne Pierron, la tercera monja francesa, la que se salvó de ser capturada por las otras dos que señaló el marino engañoso, la que, disfrazada y con ayuda de valientes, pudo fugar del país, y luego de Uruguay, que también estaba bajo dictadura. Esa sola parte de su vida daría para una película, que alguna vez se hará, reivindicando de paso a tantos religiosos que se sacrificaron por la gente humilde y nunca figurarán en el santoral progre.
Marina Rubino la muestra en esa vida, que también tuvo sus alegrías. Monja misionera, sobreviviente de la Segunda Guerra, enfermera entre los indios y la gente de campo, aliento de la Pastoral Rural y las Ligas Agrarias que impulsó monseñor Alberto Devoto, enfrentando persecución desde 1974 en adelante, ella estaba en Buenos Aires tramitando por los suyos cuando ocurrió aquello. Se salvó, llegó a lugar seguro, pero allí siguió trabajando, fue luego voluntaria en la reconstrucción de Nicaragua, cuando el entusiasmo sandinista no imaginaba que aquello con el tiempo se volvería otra dictadura y volvió, fue testigo en el Juicio a las Juntas y se asentó finalmente en el litoral argentino, junto a los suyos. Su último logro fue levantar un albergue estudiantil en Pueblo Illia, Misiones, donde hoy conviven jóvenes indios e hijos de colonos.
Peones, pequeños productores tabacaleros, amigos, un abogado, un sobrino, beneficiados todos con su gracia y ejemplo, aquí dan testimonio. Película llena de afecto, de paz, de mucha búsqueda entre archivos y caminos, y una música suave que llega al alma.