Zama

Crítica de Diego Lerer - Micropsia

A nueve años de “La mujer sin cabeza” se estrena la nueva película de la realizadora salteña, una personal adaptación de la novela de Antonio Di Benedetto acerca de un hombre apostado en un remoto y desolado paraje que espera ser trasladado. Martel reimagina el texto de manera puramente cinematográfica creando una obra maestra inasible, misteriosa y sorprendente.

“El doctor Don Diego de Zama. Un Dios que ha nacido anciano y no puede morir. Su soledad es atroz”, murmura para sí mismo el hijo de El Oriental cuando ve a Zama (Daniel Giménez Cacho), ese hombre del que le habían hablado tanto mientras iba con su padre a su encuentro, que sucede a la orilla del río. Esa frase, que puede resumir en buena medida la historia de esta fascinante película, es una de las puertas de entrada para descubrir no solo al protagonista sino al modelo de relato del nuevo filme de Lucrecia Martel.

El pequeño dice parte de esa frase en susurro, mirando hacia el río, como hablando solo (“¿me hablas a mí?”, le dice Don Diego). Antes y después habrán muchas situaciones semejantes: Zama escuchará hablar a alguien a quien no vemos y sus palabras parecerán reemplazar a las voces en off de las adaptaciones literarias más clásicas. En otras ocasiones, las voces –como en una película de terror– se irán diluyendo, repitiendo o generando extraños ecos, poniendo al espectador en la cabeza de ese asesor letrado de la Corona española que espera, pacientemente, su traslado hacia un puesto mejor. Cada vez que ese asunto surge (“en cualquier momento lo trasladan, me han dicho”, le comenta la pizpireta Luciana Piñares de Luenga, a quien él desea con toda su transpiración), una ilusión auditiva conocida como el Glissando Shepard-Risset se adueña de la pantalla, metiendo al espectador dentro de la desesperación y angustia del hombre.

Esa escala sonora descendente bien podría describir el tempo y tono de la película, tanto desde lo psicológico como desde lo narrativo. Zama va perdiendo de a poco lo que le queda de cordura mientras ve cómo, una y otra vez, su deseado traslado a Lerma se demora. Y la película se desintegra con él: las personas que mira aparecen fuera de foco, no todos son quienes dicen ser y las situaciones se vuelven cada vez más extravagantes y peligrosas. A Zama parece perseguirlo, además, otra condena: separado físicamente de su esposa (e hijos) lo que más quiere es acostarse con Luciana o con algunas de las tres bellas hijas de Domingo pero siempre hay alguien que parece ganarle de mano. Y encima, los que lo logran, están por debajo suyo en la escala de poder en la desolada y calurosa población en el área del Gran Chaco en la que está apostado a fines del siglo XVIII.

Pero Zama, el gobernador y los habitantes del lugar se han inventado una suerte de fantasma para explicar casi todos los problemas que los acechan: el bandido Vicuña Porto. Al hombre se lo hace responsable de robos, violaciones y crímenes, pero varios dicen que está muerto (“lo han matado mil veces”) y hasta muestran sus orejas como conquistas. ¿Existe o es un mito, como los cocos llenos de piedras preciosas que todos buscan y pocos encuentran? ¿Será matar a ese hombre la misión que Zama deberá encarar para finalmente escapar de ese lugar físico y mental que se le ha vuelto una prisión abierta?

ZAMA está poblada de fantasmas de todo tipo. Como la novela de Antonio di Benedetto que Martel traduce al cine, es el monólogo interior de un hombre que va cayendo en un pozo que parece no tener fondo. Y, como en algunos pasajes del texto, está plagado de apariciones y desapariciones: ciegos que parecen ver, mudos que acaso hablen, cosas que se mueven solas, niños muertos que se esfuman (“ahí está el santito, el niño muerto”), mujeres que se duplican. Todo el cine de la directora salteña se apoya en estos elementos fantásticos que existen, o no, en una zona gris entre la verdad y la imaginación, entre la realidad y el miedo, manifestaciones físicas de una percepción alterada. La imagen de una virgencita en Salta que puede o no estar ahí en LA CIENAGA. Una música que suena aunque nadie toque nada en LA NIÑA SANTA. Un niño muerto que acecha cuál fantasma en LA MUJER SIN CABEZA. En general algunas de estas situaciones tienen explicación (el theremin en aquel filme y ya verán cómo se mueve un baúl solo en ZAMA), pero su potencia pesadillesca es igualmente feroz.

En ZAMA esa construcción es central a la historia. Es, en algún sentido, la historia. Si hay algo que Martel sabe hacer –y aquí lo hace mejor que nunca– es meter al espectador en el universo sensorial de lo que está narrando. Uno siente el deseo de Don Diego por la seductora Luciana (Lola Dueñas), su envidia ante los curiosos éxitos de su asistente Ventura Prieto (Juan Minujín), su desesperación cuando un nuevo gobernador (Daniel Veronese) le exige cosas absurdas, lo echa de su hogar y le sigue dilatando el traslado. Y lo ve, finalmente, entrar en una espiral casi enloquecida (montaje abrupto mediante, señal clara de una suerte de disolución mental) cuando en su expedición a la captura de Vicuña Porto se enfrenta con tribus indígenas de hábitos y modos muy peculiares para él, un criollo tan altivo y orgulloso que pretende no desear mujeres que no sean blancas y europeas (“un hombre que carga con el tormento blanco y santificador de la pureza”) aunque su cuerpo y sus ojos dicen lo contrario.

El cine de Martel es un cine de percepciones, de sensaciones. La realizadora entiende que su tarea es transmitir cómo suceden las cosas y que de ahí se deducirán los detalles narrativos específicos. Y esto, que para el espectador acostumbrado a tramas claras y personajes más fácilmente identificables puede sonar a un hueso duro de roer, es lo que separa a su cine de gran parte de lo que se hace actualmente y lo acerca, por momentos, a lo experimental. Pero Martel, acaso por su declarada pasión por el arte de la conversación, no le escapa al cuento, a la peripecia. Solo que su forma de abordarlos es mediante la combustión de imágenes y sonidos y no a partir de formas más rutinarias y/o psicologistas.

Finalmente, ZAMA es también una historia sobre otra Argentina posible, una más sincrética y latinoamericana, una que asuma sus mezclas étnicas y culturales (de religión no se habla en el filme) y no trate de negarlas ni de esconderlas. Ese deseo de Don Diego de salir de allí pero, finalmente, como los monos del libro o los peces de la película, quedarse cerca de la orilla para no ser llevados por la corriente, es la contradicción principal de la historia y del personaje. Sobre el final, cuando de la manera menos pensada el hombre se separe de la orilla, será otro el paisaje con el que se encontrará.