Corta la bocha
Renuncio a toda pretensión de originalidad: Zama es de las mejores películas de una directora que está muy por encima de sus contemporáneos.
Sin dudas Zama es una de las películas argentinas más esperadas de los últimos años. Lucrecia Martel probablemente sea la directora más consistente y singular de la camada surgida a fines de los ‘90 en el Nuevo Cine Argentino y hacía tiempo que no filmaba, después del fallido proyecto de adaptar El eternauta.
Pero además, Zama es la adaptación de una novela extraordinaria y de culto, difícil de llevar al cine (tanto por la historia que cuent como por cómo la cuenta), empresa en la que ya habían fracasado otros. Esta misma película tuvo problemas: el montaje se retrasó porque Lucrecia Martel terminó agotada luego del rodaje.
Con este panorama, y con el agregado de que la película terminó estrenándose fuera de competencia en el Festival de Venecia (es decir: el festival no la seleccionó para competir), ya sabemos que estamos ante una película distinta, difícil, de esos objetos que ya vienen complicados de entrada, demasiado prestigiosos desde el vamos.
Los críticos la vimos hace unas semanas, y en ese lapso hubo distintas opiniones. Pasó algo que siempre pasa: después de una primera oleada de entusiasmo y admiración, llegó la segunda de escepticismo y de “noesgrancosismo”. Ahora le toca al público, y eso es un enigma.
Yo quiero renunciar expresamente a toda pretensión de originalidad. Zama es de las mejores películas de una directora que está muy por encima de sus contemporáneos (hombres y mujeres, de todas las latitudes). Capta la esencia de la historia de la novela de Di Benedetto y la traduce al lenguaje cinematográfico en una trasposición que debería ser estudiada en todas las escuelas de cine. El barroquismo lingüístico de Di Benedetto (con sus frases vuelteras, y sus largos incisos) se transforma acá en barroquismo audiovisual: planos compuestos por varias capas a distintas profundidades (siempre pasan cosas en el fondo), y un sonido que ya es marca registrada de Martel desde La ciénaga, con diálogos que se oyen en un segundo plano y que contribuyen a construir un entramado sonoro muy trabajado.
Zama cuenta la historia de un funcionario criollo del Virreinato del Río de la Plata que espera, infructuosamente, una orden de la Corona para volver a su hogar con su mujer y sus hijos. La novela está dedicada “a las víctimas de la espera”, y Juan José Saer la ha catalogado como “anti novela histórica”, porque de alguna manera es la demostración de la imposibilidad de recuperar un tiempo pasado. Y el crítico de Variety Guy Lodge, a la pelícua, la catalogó como una “distopía colonial”. Como se ve, ambos “textos” (novela y película) consiguen lo mismo.
Don Diego de Zama (perfecto Daniel Giménez Cacho) es un pusilánime, un humillado, un tipo al que hoy llamaríamos “perdedor”. Pero sobre todo, es un pasivo que en sus pocos arranques de furia es torpe y violento. Y ese asentamiento a la vera del río está construído más para comunicar extrañeza que para simular realismo: colores fuertes, animales extraños, aborígenes maquillados. Podría decirse que esta reconstrucción que no es reconstrucción triunfa ahí donde Jauja fracasó. Claro que no era fácil.
En la segunda parte de la película, Zama se lanza en la búsqueda de un villano y la cosa se vuelve cada vez más pesadillesca. El relato toma envión y se estrella contra un final desgarrador. En cuanto a expectativas, es probable que al público le pase lo contrario que le pasó con la otra gran película argentina del año, La cordillera. La película de Santiago Mitre parecía (o simulaba) ser una cosa, y terminaba siendo otra. El giro era interesante, pero desorientó a muchos. Zama, en cambio, es fiel a sí misma hasta la desesperación, pero probablemente esté lejos de la sensibilidad del espectador medio. Sería una pena que no se animaran, porque la recompensa al final es grande.