LA CIÉNAGA DEL TIEMPO. La esperanza ¿es un sentimiento noble o encubre un conformismo humillante? ¿Somos prisioneros de lo que deseamos? ¿Podemos ser plenamente libres? ¿Dependemos siempre de decisiones de los demás? ¿A dónde puede llevarnos la falta de perspectivas? ¿Somos lo que creemos que somos o lo que los demás ven en nosotros? Preguntas como éstas dispara la visión de este esperado regreso de Lucrecia Martel al cine, tras dejar atrás una versión cinematográfica de El Eternauta y complicaciones varias.
La riqueza de Zama la convierte en una pieza perspicaz, surcada de entrelíneas que circulan como pócimas bullendo silenciosamente por vasos comunicantes. El espectador podrá detenerse en la soledad del protagonista Don Diego de Zama, funcionario americano de la Corona española a fines del Siglo XVIII esperando una carta que no llega, lo que lo impulsa finalmente a sumarse a una partida de soldados en busca de un peligroso bandido. O dejarse seducir por el clima misterioso, hecho de figuras elusivas y siluetas que se recortan detrás de puertas o ventanas o que asoman en el fondo del plano. O rendirse ante ese universo rebosante de sensaciones, tensión sexual, opacas rutinas, malestar apenas disimulado, orgullos varios, pelucas, decadencia y muerte, espacio que –partiendo de datos históricos pero sin sujetarse obsesivamente a ellos– crea el film. Y a propósito: recorriendo más de un siglo de cine argentino, cuesta encontrar otra película que transmita tan vívidamente la vida cotidiana en tiempos del Virreinato, sin que importe el desfile de trajes sino la húmeda impresión de formar parte de aquél tiempo en medio de privaciones, modales afectados y salvajismo a cada paso. Apenas puede encontrarse algo de eso en los dos primeros episodios de De la misteriosa Buenos Aires (1981, Fischerman/Wullicher/Finn).
Este retrato de América colonial envuelto en trastos y temores, diferenciado de tantos lustrosos films de época, es uno de los hallazgos de Zama. La incomodidad se advierte incluso cuando el protagonista habla de la nieve, las pieles y los perfumes de algún lejano país, evidenciando la necesidad de imaginar sitios más acogedores. Por otra parte, la directora salteña ha señalado su intención de alejarse del patrón del cine histórico con héroes viriles de a caballo, y de hecho su Diego de Zama es más un hombre meditabundo, que no sabe qué hacer con la progresiva sensación de fracaso que va cercándolo, que aquél “pacificador de indios con honores del monarca” que sostiene su fama. Mucho de eso está, claro, en la novela original de Antonio Di Benedetto, de cuyo ánimo general Martel supo apropiarse.
Es posible que al espectador habituado a las fórmulas del cine de entretenimiento (que también incluye biopics y films de época) le cueste internarse en el impar estilo del film, con sus planos fijos que a veces se suceden como esclusas con un elaborado movimiento interno, sus momentos de violencia fuera de campo, sus personajes de emociones contenidas, su etérea música incidental. La breve gresca de Zama con Ventura Prieto, por ejemplo, está excelentemente resuelta, pero no de la manera con que lo haría un film clásico de acción. A su vez, el desempeño de los intérpretes (el mexicano Daniel Giménez Cacho, la española Lola Dueñas, el brasileño Matheus Nachtergaele, los argentinos Juan Minujín, Rafael Spregelburd, Manuel Fernández y otros) es de gran precisión, pero sin el énfasis melodramático al que nos tiene acostumbrado cierto cine.
Quienes conocen la obra de Lucrecia Martel, en tanto, así como los cinéfilos o simplemente los espectadores más atentos, disfrutarán de las digresiones (ese acompañante que imprevistamente piensa en voz alta), los arrebatos sombríos (el gobernador manipulando las negruzcas orejas de un muerto), la sinuosa caracterización de personajes (hombres ligeramente afeminados, muchachas no tan frágiles como lo sugiere su apariencia), la atmósfera afiebrada (con los valiosos aportes del portugués Rui Poças en la fotografía y del equipo responsable de cargar el ambiente de sonidos lejanos, zumbidos de insectos y crujidos), las sutiles pinceladas de humor (“Ha comprado su libertad y ahora la pierde” dice una dama de su esclava negra que va a casarse).
Entre las muchas lecturas que permite la Zama de Martel, resultan saludables las que propician el análisis de la historia de nuestro país. “No tenemos quien trabaje ahora” es el motivo por el que una mujer lamenta la matanza de indios en la zona, recibiendo como consuelo una frase de Zama: “Indios nunca van a faltar”. Asimismo, la posible publicación de un libro despierta desconfianza en las autoridades y una sensación de redención en su joven autor. Hay allí coordenadas que parecen resonar hasta hoy, como sucede en las películas que recrean el pasado sin congelarlo. Finalmente, los niños que aparecen en la secuencia final –teniendo en cuenta su mirada, su actitud y sus palabras– bien pueden representar la generación, la raza o la clase en la que la esperanza puede cobrar, por fin, algún sentido.
Por Fernando G. Varea