El cuarto film de Lucrecia Martel, "Zama", basado en la novela homónima de Antonio di Benedetto, cambia el ambiente de sus anteriores obras por el aspecto histórico, pero mantiene mucho de su estética e inquietudes. Parece increíble que la última vez que supimos de Lucrecia Martel en la cartelera haya sido hace ya nueve años con su, a consideración de quien escribe, mejor obra, La mujer sin cabeza.
Quien fue pionera y niña mimada de la generación de Historias Breves I y el Nuevo Cine Argentino a través de La ciénaga, se tomó casi una década para hacernos desear ver cómo seguía su carrera.
En comparación con otros dos pilares de ese NCA, como Trapero y Caetano, hay que decir que Martel se mantiene bastante intacta en lo que fueron las “intenciones” de sus primeras obras. Más allá de contar con la producción de los hermanos Almodovar y Patagonik, Zama mantiene un espíritu libre de independencia, que le permite entregar una película tan atípica como esta.
Sí, se trata de una producción histórica, con una puesta grande que se nota en un apartado visual avasallante; pero los modos narrativos, probablemente lo fundamental, no ha variado.
¿Es "Zama", la novela de Antonio di Bendetto literatura inabarcable desde lo fílmico? La respuesta es ambigua, porque Martel se toma varias libertades respecto al original más que para llevarla a la pantalla, para adaptarla a su propio estilo. Zama le debe su nombre a Diego de Zama (Daniel Giménez Cacho), funcionario español de la Corona Española que se encuentra en Asunción del Paraguay, orillando sobre el Río Paraná, a fines del Siglo XVIII.
La suya es una historia terminada antes de iniciada. Espera una señal de la Corona que lo devuelva a Lerma, su ciudad oriunda de España, o que le traiga noticias nuevas de allá, o lo reasignen a alguna tarea más importante en otra ciudad americana más grande, como ser Buenos Aires; espera que suceda algo, pero nada sucede; y ya pasaron muchos años.
Cree que la asignación de una tarea que nadie quiere como dar con el paradero de Vicuña Porto (Matheus Nachtergaele), le puede abrir la puerta a ese deseo que tanto anhela de huir de ese lugar, pero nada será tan fácil. Martel utiliza esta historia de espera permanente para crear un marco necesario, que en definitiva, es lo que le interesa.
"Zama" apunta menos a una historia puntual que a un estado de ánimo y situación. La escena se plaga de detalles, alegorías, y lenguaje visual delicioso, para lo cual habrá que estar atento. De su lente, Martel despliega planos únicos, pictóricos, dignos de una refinada muestra fotográfica. Cada uno de ellos cuenta una historia en sí misma.
Será interesante observar cómo las palabras sobran para escenificar la decadencia de clase y de la Corona por esos tiempos. Un lujo vulgar y desprolijo, sucio, como si al estar perdido en ese territorio no importasen las delicadezas. Hay permanentes muestras del instinto animal aflorando entre los humanos, y cómo la línea que divide el comportamiento de unos y otros se hace cada vez más fina. "Zama" exige a un espectador ávido en saber apreciar los detalles de una puesta. La historia se hace difícil de llevar, y si no se adentra en el juego, pareciera que no está narrando nada en concreto.
Este aspecto de una narración que no abunda en diálogos y deja un fuerte espacio para lo visual, es una marca para la directora de La ciénaga. Daniel Giménez Cacho hace una labor excepcional como Diego de Zama y se carga la propuesta con un protagónico absoluto, paseando a su personaje por diferentes situaciones, pero sin variar ese ánimo desganado y casi anti heroico de su personaje.
Martel lo arropa bien con secundarios logrados desde la dirección actoral, en una marcación en la que cada uno está donde debe estar; propio de una composición visual amplia. Nueve años tuvimos que esperar para poder apreciar nuevamente el talento de una realizadora única como Lucrecia Martel. Los seguidores de su arte estarán encantados con esta nueva propuesta que lleva sus típicas historias de una burguesía derruida a otro siglo, pero con las mismas ideas.