La poética del caos ordenado
Los detractores de Lucrecia Martel suelen esgrimir su argumento de descontento desde la ausencia de argumento, al menos en los términos más canónicos. Tal idea no solo es falsa, sino que reduce una posible discusión a la existencia de un único componente para dejar de lado el resto de los aspectos del lenguaje cinematográfico. Una nueva demostración de que la imagen, el sonido y el montaje -por nombrar solo tres elementos- quedan obturados por la historia. Sin embargo, Zama (2017) es una transposición de una novela, de Antonio Di Benedetto, lo cual presupone que un texto fuente literario impondría condiciones en su pasaje al cine. No es el caso porque Martel se apropia del material literario para, una vez más, confeccionar su poética ontológica que se establece en el sonido. La imagen tiene un arsenal de palabras para su descripción mientras que el sonido es el margen de la referencia, limitado a la mención de los diálogos, los efectos y la música. En cierta manera la directora, desde La Ciénaga (2001), parece surfear esta precariedad para describir y hasta narrar desde una configuración sonora.
En Zama, el esfuerzo por una codificación sonora se presenta desde un barroquismo que invita al desglose de planos, que lejos está de ser parte de una estrategia basada exclusivamente en el virtuosismo porque la directora comprende que el uso de sonido no está circunscripto a la recolección y reproducción naturalista ni tampoco a un poderío mecánico. Martel invita a adentrarse a un mundo de percepciones musicales en la cadencia de los diálogos y en los ruidos penetrantes. El sonido -a diferencia de una puesta lumínica- se propaga, se amplifica, se difumina y se dispersa porque no está anquilosado o plantado en un espacio y es así que en la puesta sonora hay tramas y cruces que se bifurcan, en la búsqueda de una construcción poética que parta de la planificación de un aspecto (re) negado por el propio lenguaje. De la misma forma en que la luz es ilusión, la directora sabe perfectamente que la percepción sonora puede ser engañada y es ahí donde juega, en las fronteras de sonidos naturalistas, reales y tecnológicos, creados en posproducción.
Una llama que entra a un casa; se escuchan sus pasos, sus movimientos torpes de un lado a otro, esta descripción es la de un segundo plano en la escena, la cual tiene su centro en el protagonista: Don Diego de Zama (Daniel Giménez Cacho), un notario español de poca monta a fines del siglo XVIII que espera su traslado del Chaco a Buenos Aires. En la escena mencionada, el gobernador le informa que deberá esperar, aún más. El ensamble de los dos planos visuales conforma, lo que podría denominarse, el caos ordenado. Incluso en esa idea de desprolijidad la directora mantiene las formas de un cuidado estético en un contexto opuesto de apropiadores de la tierra y de falsos defensores de un status quo, preocupados, por ejemplo, por un bandido llamado Vicuña Porto que se cuela en forma de fantasma en los relatos sobre robos, saqueos y otros crímenes que desvelan a los representantes de la Corona. En la segunda mitad, la maldita espera o el deseo proyectado y desmesurado de Diego de Zama se quiebra, como así también la disrupción de Martel en términos narrativos porque conceptualmente el sonido “sucio” y la imagen se potencian para dar paso a la segunda mitad de la película presentada como una fase de ensueño para el protagonista, convertido en un deambulador.
La transposición (o traducción, como le gusta llamar a Martel) de Zama es en definitiva una apropiación de la esencia literaria para tender un puente poético de formalidades que se tejen sobre el manto narrativo que dispara la espera, en lo inconmensurable del tiempo. Un paralelismo posible que se podría trazar entre este gris subordinado y la década que se ha tomado Lucrecia Martel para presentar una nueva obra, claro que la diferencia está en la perdurabilidad que tendrá esta película con destino de clásico inoxidable en comparación con el patético protagonista.