La lucidez del cine en estado febril
Hundido en la espera, atado a la burocracia que ha ayudado a consolidar, Don Diego de Zama implora por la carta que le lleve de vuelta a España. Son los tiempos del Virreinato del Río de la Plata, época que el film articula con detalles, matices, contenidos en el vestuario, los decires, las pelucas, los indígenas. Es suficiente con lo que denotativamente se informa. Además, se trata de la novela de Antonio Di Benedetto, que el espectador podría haber leído, pero esto es, antes bien, cine. Y cine se dice, también, Lucrecia Martel.
A partir de la composición magistral de Daniel Giménez Cacho, el Corregidor Zama gradualmente cae. Se abisma, se extraña. La película está en él. El espectador tendrá que convivir con una sinergia de sonidos conocidos pero raros, delicadamente diseñados para abrumar como un ensueño, a la manera de una fiebre que te toca y mantiene en un letargo de almíbar. Dulce, pegajosa, tendiente a la pesadilla.
La película de Martel construye esta bruma a partir de momentos distinguibles, pero raramente pasibles de ser fácilmente ubicados en el tiempo. Es decir, hay elipsis, se entienden y son claras, pero no así respecto del tiempo cabalmente transcurrido. Cuando Zama arriba a esta instancia, por fin alcanza la frontera difusa, el estado febril perfecto. Lo hace desde una cadencia rítmica que resulta monocorde pero plena de pequeños explosivos. Cuando éstos detonan ‑como los alucinantes indígenas rojos, escondidos a plena vista, que saltan impiadosos‑, lo hacen hacia dentro, a la manera de un sonido apagado. Implosiones, en verdad.
Hay que tener maestría para nadar en este pantano de brillos verdes y dorados. Todo se ve límpido, siempre y cuando sea a cielo abierto. Si se trata de los interiores, los planos encierran y sofocan, los colores son apagados, y las pelucas blancas no encastran del todo. La comezón o la transpiración amenazan con desbalancear una armonía importada, instalada en suelo ajeno. Aun cuando los indígenas deban abanicar y atender los mandatos proferidos, sus miradas disparan dardos, sus cuerpos dicen de otras maneras. Siempre hay algo que no termina de cerrar, y es éste un aspecto sustancial, porque lo que en Zama se construye es una sensación de agobio, de decadencia decidida a prosperar.
Para ello, la instalación del temor es necesaria, inevitable. En la película adquiere el nombre de Vicuña Porto, el bandido que es azote de la corona, pero a quien nadie ha visto. Ya desde el inicio, el Corregidor dice ver bandidos donde tal vez no los hubiere. La voz de un niño ‑acompañante inicial, también final‑, de igual modo, será diegética o no diegética, aun cuando no haya corte de montaje en el plano de ese mismo niño, de boca que articula palabras pero también cerrada mientras éstas se escuchan. Zama atraviesa un camino de lucidez sinuosa, que le lleva por un derrotero de cine admirable, que puede y debe ser emparentado con el de otros grandes personajes y directores.
Entre ellos, vale pensar en el Aguirre de la dupla Klaus Kinski/Werner Herzog -alucinado, sumido en su búsqueda incandescente‑, y en el Ethan Edwards de John Wayne en Más corazón que odio, de John Ford, a partir de la asunción casi inconsciente de los rasgos ajenos/indígenas que Zama presumiblemente detesta. No en vano será tildado de "traidor" desde una y otra parte. Zama quedará perdido en ese limbo intermedio, cuya corriente de duermevela le acunará. El verde de la naturaleza le devorará de forma hermosa, con el dolor inscripto en el cuerpo, en tanto pequeño génesis o síntesis de un drama histórico que arroja sus reverberaciones. Mismas sensaciones pueden señalarse respecto del clásico de Ford.
En otras palabras, Zama es ejemplar. Por un lado, por cuestionar la misma convención que significa "recrear una época" (¿qué es, en verdad, "recrear una época"?); por otro, por sumergirse en un sentir afectado, y provocar un malestar cuya alienación excede marcas temporales. Al hacerlo, logra delinear un estado de ánimo,algo que sólo puede quien sabe cómo pulsar las teclas correspondientes. De manera acorde con sus anteriores films ‑La ciénaga, La niña santa, La mujer sin cabeza‑ Zama inscribe un capítulo aún más profundo dentro de una filmografía magistral.