¿Queda algo original por escribir sobre Zama? ¿Alguna reflexión sin relación con aquéllas que Lucrecia Martel compartió sobre su nueva película en incontables entrevistas concedidas a medios nacionales y extranjeros? ¿Alguna observación que no aparezca en las críticas difundidas por esa misma prensa?
Quizás, si tomamos distancia de aquello comentado hasta el hartazgo. Primero, que ésta es una versión libre de la novela corta que Antonio Di Benedetto publicó en 1956. Segundo, que esa crónica literaria de una espera estéril inspiró en la realizadora salteña una suerte de fábula sobre la fragilidad de la identidad. Tercero, que la autora de La ciénaga, La niña santa, La mujer sin cabeza volvió a conferirle al sonido o a la sonoridad un rol narrativo infrecuente en buena parte de los relatos cinematográficos contemporáneos. Cuarto, que no hay mejor actor para el rol protagónico que el mexicano Daniel Giménez Cacho.
Acaso resulte provechoso diferenciar a Zama del cine con pretensiones historiográficas, no tanto para coincidir con ciertas declaraciones de Martel sino para contradecirlas un poco. Es cierto que este largometraje retrata a un “hombre que está solo y espera”, al decir de Raúl Scalabrini Ortiz, en la frontera dieciochesca entre el Virreinato del Río de La Plata y el Virreinato de Brasil. La elección de ese contexto remoto parece responder –antes que al afán por reconstruir un pasado regional– a estrategias narrativas como articular la precariedad comunicacional de la época con la angustia ante la demora del anuncio de un traslado solicitado.
En otras palabras, la ambientación es funcional a los planteos existencialistas, de envergadura universal, de Di Benedetto y Martel. Esto explica las licencias poéticas que el escritor y la cineasta se tomaron a la hora de describir el aquí y ahora de Don Diego de Zama.
En este punto, el largometraje es fiel al libro original. Y tal vez porque también privilegia el criterio narrativo, consigue algo que la mayoría de las películas suscriptas al género histórico no: convencer al espectadores de que realmente viajó en el tiempo y aterrizó en otra centuria.
En Zama, la historia de América Latina aparece disfrazada de caballo y de llama. Con el primer atuendo, mira a cámara –es decir al público– en soledad. Con el segundo, lo hace desde la retaguardia del letrado protagonista. En ambos casos parece guiñar un ojo en alusión a la arista absurda de la existencia y de algunas empresas humanas, por ejemplo, la ocupación violenta de territorios lejanos y ya habitados, y el exterminio de los pobladores originarios.
Por si cupiera alguna duda sobre la (poca) importancia que le acuerda a la tantas veces santificada rigurosidad histórica, Martel musicaliza su versión periférica del Nuevo Mundo en el siglo XVIII con melodías de boleros del siglo XX (Amapola por ejemplo). Sin embargo, esta recreación tan disruptiva como atrevida revela mucho más sobre la compleja convivencia intercultural que los manuales escolares y las películas hechas con intención pedagógica.
Werner Herzog causó una sensación similar cuando estrenó Aguirre, la ira de Dios a fines de 1972. Con aquella ficción inspirada en la expedición que el conquistador español Lope de Aguirre comandó por la selva amazónica en busca de El Dorado, el cineasta alemán hizo historia en más de un sentido y también lo logró gracias a las libertades creativas que pudo tomarse, entre ellas, la banda de sonido encomendada a Popol Vuh.
Desde esta perspectiva, Zama es un sucesor legítimo de Aguirre. Por este linaje cinematográfico, es posible que la nueva obra de Martel se convierta en película de culto. El documental Años luz de Manuel Abromovich y el diario de rodaje El mono en el remolino de Selva Almada suenan a antesala de ese destino consagratorio.