Tras casi diez años de espera, Lucrecia Martel vuelve a deslumbrar con su hechizante, exquisito sentido para que la imagen y el sonido nos sumerjan en el mundo y en el tiempo de Diego de Zama. Es el funcionario que espera, en el Paraguay del siglo XVIII, permiso para poder largarse de ahí, una carta que nunca llega.
Que se estrene la película es un acontecimiento artístico por varios motivos. Obviamente, porque es la cuarta película de la notable directora argentina, nuestra gran autora. Pero también por todo lo que rodeó, antes durante y después, la aventura de hacer de Zama un film. Hubo un intento anterior, que no llegó a rodarse aún cuando tenía, su director Nicolás Sarquís, hasta los actores elegidos. Y hubo varias idas y vueltas en una producción tan esforzada que terminó con veinte productores, desde los hermanos Almodóvar a Guillermo Kuitca, Gael García Bernal y Danny Glover. Se filmó en Formosa, con miembros de los pueblos originarios y actores qom, Martel se enfermó y se curó, Zama quedó afuera de Cannes porque Almodóvar presidió el jurado, se vio por fin en Venecia donde la crítica cayó rendida a sus pies y ahora llega a las salas porteñas.
En tanto apuesta por un cine sensorial, alejado de la narrativa convencional o el seguimiento a una trama propiamente dicha, Zama apuesta por poner en escena, como dijo alguien, no ya la historia de un hombre que espera sino las consecuencias, los efectos que esa espera va produciendo en el pobre funcionario. El actor mexicano Daniel Giménez Cacho tiene uno de esos rostros que parecen haber nacido para el cine de Martel y su mirada transmite la desesperación de quien se vuelve invisible entre los suyos hasta terminar en una increíble deriva, hacia el magnífico tramo final.
Película existencialista, sí, apoyada en un universo sonoro compuesto por tonos decrecientes, ruidos animales -que parecen electrónicos- y la música de los Indios Tabajaras, que aporta humor y viene de la época en que se escribió la novela de Di Benedetto, los años cincuenta. Ver Zama, y volver a verla, como se mira más de una vez una pieza de artes plásticas, es asomarse a una cosa orgánica, que tiene vida propia. Que, como dijo alguien también, parece que pudiera olerse.
Y cada plano de Martel parece una obra de arte, con su uso del fuera de campo, y de la profundidad, con su maestría para componer imágenes de una riqueza extraordinaria, en las que pasa algo en primer plano, y al fondo algo más, y en el costado, un perrito es acariciado, como en un óleo de Velázquez. Un caballo mira a cámara y rompe la cuarta pared, unos peces se pelean violentamente debajo del agua, las chicharras atraviesan el aire pesado, húmedo, que vuelve pesadas las ropas sucias del desgastado Zama. Un cine que remite al de Terrence Malick, al Herzog de Aguirre, al John Ford del encuadre preciso en sobrecogedores planos generales, pariente de Jauja, de Lisandro Alonso, y sumará el espectador las conexiones que puedan acudir a su cabeza.
Basándose en la famosa -y extraordinaria, y supuestamente infilmable- novela de Antonio di Benedetto, Martel construye su universo propio, con su conocido gusto por lo decadente, sus marcas autorales. Zama es un viaje alucinado, de una belleza apabullante. Una de esas experiencias únicas que regala, cada tanto, el mejor cine.