Llegó Zama. Después de diez años de expectativas y una curiosidad desmesurada por ver qué había hecho Lucrecia Martel con la novela de Antonio Di Benedetto de 1956 que, ahora venimos a descubrir porque lo dijo J.M. Coetzee que tiene un Nobel, es la gran novela americana, resulta que Martel leyó otra cosa. Lejos de la lectura existencialista, del “tema de la espera” o de cualquier tema en general, lo de Martel es una especie de comedia deshilachada y magnética donde el mundo material es -y ese constituye uno de los ejes, sino el eje de esta versión de Zama- casi o más importante que el personaje. Diego de Zama ya no es el nombre de la voz narrativa, como en la novela de Di Benedetto, sino el de un deslucido funcionario de la corona española que espera, sí, su traslado a otra ciudad, más cerca de la civilización y de su familia, pero no con la suficiente intensidad como para que en la película esto constituya un drama. Es más, el Zama de Martel (interpretado por un siempre desconcertado Diego Giménez Cacho) se caracteriza por su torpeza y por ser, de todos los que lo rodean, el que menos parece haberse adaptado al ambiente no del todo real, inverosímil, de una modesta y terrosa Asunción del Paraguay como territorio híbrido, absurdo incluso.
¿Cuál es el estatuto de este lugar que habita -aunque a duras penas se puede decir que lo habite- Diego de Zama? Se trata de un mundo a medio hacer, o a medio deshacer, depende cómo se lo mire. La película comienza con el encuentro de Zama y unas mulatas que se embarran el cuerpo con cierta voluptuosidad en el borde del río. Zama tropieza con ellas, a una la golpea, casi como un gesto de defensa contra esos cuerpos demasiado contundentes que podrían inflamar el deseo. De ahí en más, la insistencia sutil de cada escena es en lo que se desmorona, lo desarmado: quizá las pelucas europeas que se sacan y ponen los funcionarios españoles y doña Luciana (la dama interpretada por Lola Dueñas, que mantiene cierta absurda etiqueta cortesana mientras se abanica el calor y su peinado se derrumba a más no poder) sean algunos de los objetos más llamativos y contundentes para expresar esta materialidad duramente sostenida, este remedo de un mundo lejano en tiempo y distancia física (y quizás olvidado, o inexistente) en el que los mejor adaptados son los que se dedican a las cosas básicas: coger, comer.
Por eso, por supuesto, los indígenas que viven de acuerdo a la tierra se mueven con la naturalidad de peces en el agua, y los pregones de los vendedores de pesca de río suenan acá y allá -la comida y sus nombres, cargados de localidad- mientras Diego de Zama, casi como en un videojuego (de hecho en la página oficial de la película existió por un día el juego de Zama en 16 bits, para entretener la espera del estreno), recorre las escenas sin orden ni concierto, ve cómo su casa es destripada para una mudanza y el mobiliario español queda a la intemperie, si es que no lo estaba ya, o es testigo de cómo todos cogen menos él (en una escena digna de comedia de enredos, de hecho, Zama llega a una casa de la que un hombre a medio vestir se está escapando y le pregunta a la mujer que estuvo con él, ¿te hizo daño?, porque no puede ver lo que tiene frente a los ojos, eso que Martel no deja de poner al fondo del plano en un juego de equívocos interminable). Este es el mundo de la mescolanza, del calor y la calentura, y en estas casas que no llegan a serlo, de puertas y ventanas abiertas, de inmediatez con el exterior, casi no hay paredes que abriguen de la presencia de la naturaleza en la que Zama, por fin, se recuesta cuando ya no le queda otra opción, en una horizontalidad que es tanto derrota como abrigo. Haber logrado que la contundencia de ese mundo material lunático, con música de boleros, se viva como una especie de alucinación en la sala oscura, y que el cine sea una experiencia ligera y física ante todo, no es poca cosa.