EL HOMBRE QUIETO
El regreso de Lucrecia Martel tras demasiados años desde la excelente La mujer sin cabeza se da con una película sobre la que se ha dicho tanto, y tanto tan grandilocuente, que empezar negando su cualidad de obra maestra es una suerte de necesidad. No, Zama no es una obra maestra; es incluso la peor película de la directora, un errático relato que sobrevive gracias a las habituales virtudes de Martel para la puesta en escena, aunque aquí se noten por momentos como repeticiones un poco perezosas, ecos de sus films anteriores incrustados en un relato que nunca vibra, nunca tensiona, nunca seduce ni fascina más allá de apreciarse el diseño y la técnica. Y eso precisamente es Zama, el artefacto de una directora que por primera vez (porque sus tres films previos son ejemplares e irreprochables) antepone su ingenio a los personajes y a lo que tiene para contar.
Zama, adaptación de la novela de Antonio Di Benedetto, es un film sobre la espera: un funcionario de la Corona española que en tiempos del virreinato espera y desespera el ansiado traslado que lo devuelva a su tierra. Martel se centra en esa espera y en una serie de episodios que va aumentando el grado decadente de un sistema y un poder en retirada: ese sistema y ese poder está representado por Diego de Zama, el Corregidor al que la corte de personajes que lo rodean va ridiculizando minuto a minuto. También lo hace la cámara, que lo recorta en ocasiones sacándolo del cuadro y hasta haciéndole perder fuerza dentro del plano, como aquel momento en el que la intrusión de una llama va ganando relevancia y demostrando la insignificancia que va ensombreciendo al protagonista. Es buena la síntesis que logra ahí la directora, ya que si el personaje es la síntesis de un sistema, ese espacio que se representa es una suerte de sinécdoque de todo el virreinato. Y si bien uno entiende el carácter episódico con el que Martel va construyendo la experiencia del protagonista (lo mejor son sus acercamientos infructuosos al personaje de Lola Dueña), lo cierto es que la fragmentación le quita interés y fluidez al relato.
Se sabe que Martel elude todo tipo de conservadurismo narrativo (aunque habría que pensar si su sistema ya no representa un lugar cómodo dentro de su propio cine y dentro de un esquema de cine de autor) y que esperar la causa y efecto que haga avanzar el relato es inútil. Pero no es eso lo que mina el interés en Zama (algo que de hecho funcionaba notablemente en La ciénaga), sino lo escasamente interesante que le va ocurriendo al protagonista. Es raro, porque Diego de Zama se mueve (exterior e interiormente) pero la película parece permanecer estanca en un espacio indefinido, algo alucinado (el trabajo con el sonido es clave), donde el telón burgués en bancarrota es registrado con tal linealidad (y obviedad) que todo es unívocamente igual. Si en La mujer sin cabeza Martel lograba la metáfora perfecta que partía de una historia mínima para recrear la pesadilla de un país fundado en el silencio atroz y la negación ante el otro y su desaparición, aquí lo que se ve es lo que hay, o está preso de simbolismos encriptados dispuestos para la sobre-interpretación. En Zama hay temas importantes, que afortunadamente Martel aligera con toques de humor satírico dignos del cine de Otar Iosseliani, pero nada de lo que se dice, quitado el velo de lo simbólico, es demasiado revelador.
Tal vez el mayor pifie de Martel sea el de pensar que sus herramientas discursivas puedan aplicarse a cualquier tipo de relato. Su cine previo gozaba de una coherencia estilística envidiable, ya que esas burguesías de provincia se permitían ser leídas a partir de silencios y tiempos muertos que funcionaban como bisturíes en sus conciencias. Incluso, el trabajo con el lenguaje era fundamental, demostrando que la directora recreaba un universo que conocía. En Zama, por otra parte, parece pesarle a Martel la necesidad de tener que apoderarse de un texto reputado de la literatura argentina, aunque lo que falla en verdad es la forma en que la realizadora se acerca. Porque en vez de pensar en profundidad el espíritu de un texto y cómo puede conectar con su propio mundo, lo que hace es rodearlo y vestirlo de sus signos más reconocibles, construyendo casi un grandes éxitos de su cine. Zama es una película de superficie, ingeniosa y creativa en su primera parte, pero totalmente redundante y tediosa hacia el desenlace.
A partir de una elipsis bastante abrupta, Martel desemboca en una última parte donde se hace presente la aventura. O algo parecido. Porque si en Zama puede haber rastros del cine de Werner Herzog, lo cierto es que la directora no logra hacer avanzar el relato a partir del movimiento como sí lo haría el realizador alemán. Lo que hay es estilización, encuadres sofisticados, y una confusión que, es cierto, podría ser la mente de Diego de Zama apoderándose del relato, pero estaríamos cayendo presos de la sobre-interpretación que la película necesita como combustible. Recién en el último plano, donde se convocan lo simbólico y lo literal, la película parece hallar una interpretación a la travesía del protagonista. Un hombre, sin manos, suelto por fin a su libertad. Una imagen poderosa que dice más que la travesía congelada que durante dos horas nos paseó por un mundo tan lustroso como irrelevante.