Sí, es cautivante
Lejos de una estructura lineal, el filme se sumerge en lo sensorial: hay que estar con toda la atención.
Como en La mujer sin cabeza, más que en sus películas anteriores, Lucrecia Martel en Zama se sumerge en lo sensorial y lo metafísico antes que en la narración convencional. No es Zama una película de estructura lineal ni ortodoxa. Es una invitación a los sentidos, una película que inunda, desborda en más de una acepción.
La directora de La ciénaga no traslada la novela homónima de Antonio Di Benedetto, ni la adapta, sino que la (re)interpreta a su gusto.
La, llamémosla de alguna manera, anécdota se centra en Don Diego de Zama, un asesor letrado, que cumple meras labores administrativas en el Gran Chaco, a fines del siglo XVIII. Está a la espera de que el Gobernador le envíe una carta al rey de España para que su traslado a una zona menos inhóspita, se concrete. Está lejos de su mujer y de sus hijos. Todo está lejos.
Pero sigue en espera. En eterna espera.
Zama empieza, no a desesperar, pero si a inquietarse.
Ese verbo, inquietar, es uno de los que mejor le cabe a la cuarta película de la salteña Lucrecia Martel.
Hay temas abordados en el original y en la pantalla: el aparente sinsentido de la esperanza; el colonialismo; el racismo; la prisión interna de cada ser humano.
Hay un anacronismo desde la banda sonora elegida por Martel, que se yuxtapone a todo. A referencias y tiempos históricos, y a animales que, más que parecer en un ensueño, son personajes que interactúan con los humanos.
Y hay sexo, idea de sexo, un Zama impotente porque no puede cumplir su pulsión, lo que desea, hay amoralidad, no sólo en el ámbito sexual, hay una degeneración de un orden que establece la Corona o los enviados de ella que se contrapone con los indígenas. Hay gente malvada y otra que hace lo que puede.
¿Es Martel nihilista en Zama? Sí, en el sentido de la ausencia de algo permanente. Zama le pregunta a varios personajes por quiénes son, cuando en verdad debería demandarse ese interrogante a sí mismo. Es un tipo del que muchos se ríen, por más que estén muy por debajo en la escala del poder, y que está, más que perdido, abrumado.
Algunos hablarán de ambigüedad, pero Martel no es una cineasta que confunda ni que dude. Si bien deja que el espectador deconstruya, analice el contenido y lo complete, ella es en todo momento quien conduce. Orienta, en última instancia, no manipula.
Cinematográficamente, Martel utiliza todos los elementos que obtiene del set. La profundidad de campo del lente, el espacio off, tanto sea sonoro o de la imagen, lo que se escucha y no se sabe de dónde proviene, como lo que no se ve, pero se siente que está presente. Martel obliga al espectador a estar con todos los sentidos atentos. Digamos que intima, ofrece, pero no impone.
Daniel Giménez Cacho, Lola Dueñas, los argentinos Juan Minujín, Daniel Veronese y Rafael Spregelburd y el brasileño Matheus Nachtergaele son piezas, personajes como el paisaje o el sonido. Hay elementos fantásticos, claro, y otros reales. En esa amalgama se encuentra a Zama, y de esa combinación y su dilación se nutre la película. No es de visión sencilla, pero si se deja llevar, es una experiencia cautivante.