Zenitram

Crítica de Ezequiel Boetti - Cinemarama

Para quienes nacimos a fines de los ‘80 y crecimos en la pantomima socio-político-económica que pergeñó el monarca Carlos I de Anillaco, Buenos Aires es una ciudad que no ha cambiado demasiado desde que la madurez nos dotó de memoria. Repasemos: cuesta imaginar a Puerto Madero como ese muladar donde se apelotonaban ratas y descansaban inertes grúas como mudos testigos de una prosperidad indescifrable, o las calles con adoquines, o los teléfonos públicos a cospel, o los colectivos sin máquinas expendedoras, o un servicio ferroviario acorde con la distribución demográfica de la megalópolis capitalina y su correspondiente cordón provincial. Esto acapara mi atención en demasía, sobre todo si habitamos uno de los países menos densamente poblados del mundo (en la International Data Base de Estados Unidos rankeamos en el 192º lugar sobre 226 poblaciones, entre países, colonias y principados). Pero los grandes se quejan de eso. Dicen que viene desde antes. Revisando libros de historia, me enteré que es verdad. El problema es tal desde hace cuarenta años. A riesgo de que el lector tilde este texto de menemista, es necesario decir que Menem no puso sino la cereza a un postre cuya cocción comenzó cuatro décadas antes, cuando Arturo Frondizi implementó el Plan Larkin. Años más tarde, el neoliberalismo de la última dictadura militar de Martínez de Hoz y el mencionado patilludo con la fiebre de las privatizaciones decorarían la receta. Para mas información, resulta ineludible La última estación, la más imprescindible, por lo que cuenta y la forma en que lo hace, de los cuatro documentales que conforman el fresco socio-económico-político de Pino Solanas.

Todo esta perorata viene a cuento de una de las escenas que abre Zenitram, donde Rubén Martínez, hombre poco perspicaz y de no demasiadas luces, recibe la misteriosa visita de alguien que le asegura que se convertirá en el primer superhéroe argentino. No voy a ahondar demasiado en la imposibilidad del anclaje temporal que presenta el diseño de arte de Daniel Santoro y Martín Oesterheld, que mixtura la liturgia peronista del primero, férreo militante e ideólogo de la recreación del avión Pulqui que retrató Alejandro Fernández Mouján en la película homónima, con la distópica visión del segundo, quien lleva en los genes la imaginación de su abuelo Héctor, creador de El Eternauta. Tampoco en el tono oscilante entre el homenaje comiquista con la sátira socio-económico-política del ser argentino. Menos en su condición de OVNI, un auténtico objeto visual no identificado, quizá la película más exótica que dio el cine argentino en los últimos años, quizá motivo principal de su ya nimia carrera comercial. A una semana de su estreno, vendió apenas cinco mil setecientos tickets en más de treinta salas.

Sí prefiero centrarme en la cosmovisión que propone Luis Barone y equipo.
La escena en cuestión trascurre en el baño de Constitución, punto neurálgico del transporte urbano donde cada día cientos de miles de personas arriban desde el sur del conurbano para enlazar con alguna de las varias decenas de colectivos que se apelotonan en las dársenas de enfrente. Barone abre aplicando un plano general con el fin primordial de ubicar espacialmente al espectador, que decrementará su graduación hasta terminar en el baño: como en la ciencia, el cine va de lo general a lo particular. Lo que se ve es un tremedal de inmundicia: un techo ajado por el tiempo y herido por infinitos agujeros sostenido por un decimonónica estructura metálica oxidada que oculta cualquier vestigio de mantenimiento o pintura; una iluminación insuficiente provista por los escasos portalámparas que aún conservan la lumbre que les da sentido; el piso sucio ya no por desidia actual sino por negligencia de origen incierto. Se ven rieles casi tan viejos como la patria, quizás el único elemento que conserve un brillo que hoy, a la luz de la penuria cotidiana, peca de anacrónico. Sobre ellos reposan mastodontes de hierro, caballos de Troya con que millones supieron ingresar en la fortaleza capitalina durante los más de sesenta años que llevan prestando servicio. A lo lejos hay una locomotora descascarada que llega tosca y tambaleante, como si le diera vergüenza arribar a tan tétrico destino. Se oye un sonido irregular que retumba con descaro. Esa bocina que supo imponer respeto de automovilistas y atención de transeúntes desprevenidos es el bramido doloroso de una mole férrica cansada, harta del esfuerzo vano y el descuido crónico. Como amante de los trenes y ex trabajador ferroviario, sentí la triste certeza de que esa escena se mantendrá cotidiana durante tres lustros. Cambiará todo para que nadie cambie. Los trenes serán privados, públicos, mixtos, pero seguirán igual. La diversión con Zenitram me resultó imposible por el extraño mérito de Barone, el ilustrador del pavoroso retrato de lo que, a esta altura, es irredimible.