Más argentino que el dulce de leche
¿Cómo sería un superhéroe argentino?; ¿Qué poderes tendría?; ¿Contra quienes pelearía?; ¿Cuál sería su debilidad? Quizás el escritor argentino Juan Sasturain se hizo las mismas preguntas a la hora de imaginar el destino de un hombre común, Rubén Martinez (palíndromo de Zenitram), de profesión basurero en una Buenos Aires del 2025 devenido superhéroe; o copia sudaca de Superman con calzas azules y capa azul y oro, fiel a la iconografía boquense.
Esa Z que corona su traje podría representar su estatus o posición ante el panteón de los superhéroes en serio, incluso por debajo del Chapulín Colorado, con mucho menos astucia que el mexicano y mucha más carnadura humana y porteña que exacerba el típico prototipo de chanta argentino.
Por eso si hay algo que no puede refutársele a Zenitram, hay un argentino que vuela, del director Luis Barone, es ese rasgo indeleble de argentinidad y por consiguiente de cine argentino con sus pros y sus contras en partes equitativas. Precisamente para una mejor lectura, el film debe desglosarse separando por un lado las intenciones y por otro los resultados conseguidos en la pantalla.
Como no podía ser de otra manera, el llamado a la aventura para Rubén Martinez (Juan Minujin) ocurre en un baño público en el momento en que se acaba de enterar que perdió su empleo de recolector de basura. Allí, un misterioso hombre le anuncia que es el elegido, el salvador, y a partir de ese momento el personaje transitará por todas las peripecias propias de cualquier persona extraordinaria: un ayudante que en este caso será un periodista (Luis Luque) que se convierte en su asesor de imagen (cualquier similitud con Hancock es mera coincidencia) y narrador en off de la historia tragicómica, punto donde se advierte la impronta literaria de la fuente original.
Tampoco hay héroes si no hay antagonistas y debido a ello el villano de turno es un empresario español (Jordi Mollá), quien bajo la falsa figura de benefactor que invierte en un país tercermundista -con la complicidad del poder político- pretende apoderarse de las reservas de agua tras una prolongadísima sequía que azota a una desolada ciudad, urbe que refleja la mueca de un sueño de gigantes pensado por hombres mediocres.
Esa mediocridad, mezclada con algo de grotesco, costumbrismo, sátira política y tono grandilocuente -que a veces exagera el discurso y otras logra contagiarse del léxico sencillo y lúcido-, motoriza la trama del irregular film de Luis Barone sin resolver qué dirección tomar: la ironía al estilo Todo por dos pesos o una crítica de mayor profundidad reflexiva acerca de la idiosincrasia argentina o el ser nacional.
No obstante, la puesta en escena de una ciudad que reúne grandes edificios, monumentos, miseria en las calles y reminiscencias de varias metrópolis cinematográficas, es un aspecto que debe destacarse. No ocurre lo mismo con las desiguales actuaciones, en donde Juan Minujin procura escapar del estereotipo pero no consigue despojarse del fantasma de Maradona que lo sigue cada vez que se pone en pose de héroe.