"Zew, los mundos que se encuentran": los cuentos del inmigrante
A través de su protagonista, la película narra no sólo la historia de Zew sino también la de otros migrantes, una parte fundamental de la historia argentina en el siglo XX.
después. Junto a sus hermanos asisten además, encantados, a la sesión de magia final de José, que hace salir previsiblemente de su galera una bandada de mariposas animadas.
En la cita inicial, José Saramago habla del peso que el emigrante lleva sobre sus espaldas. Zew sin embargo parece no cargar con ningún peso, y tal vez tampoco suceda eso con los otros inmigrantes que aparecen en la película (al menos el japonés, el ruso y el uruguayo, ya que de los egipcios no sabemos nada). A pesar de las dificultades (el campo de prisioneros, con una dirección asombrosamente “liberal”, en el que pasó dos años de pequeño; la sucesión de viajes con sus padres; la integración al nuevo país sin saber una palabra del idioma), Zew dice haber tenido “una serie de gratificaciones”. Y se le cree, basta verlo y oírlo. Hay un plano metafórico que, como toda buena metáfora cinematográfica, no se percibe como tal. Zew llega a su casa, descorre las cortinas, se acerca a mirar por la ventana y la luz entra a chorros. José, el luminoso.
Con un guion estructurado con claridad (sea previo o posterior al rodaje, ambas cosas seguramente) y un montaje fluido, la realizadora Irene Kuten incluye, además de las maquetas que va armando su hija a partir de la historia de los abuelos, fragmentos de animación muy “animados”, con perdón por la redundancia. Acompañados de una banda de sonido de Federico Mizrahi que también fusiona tradiciones musicales diversas (violín, clarinete y bandoneón), esos fragmentos son lúdicos y livianos, por más que cuenten una historia que podría haber dado para rasgarse las vestiduras. Imponen sobre la película un tono de cuento infantil, acorde no solo con el momento vital que narran sino, tal vez también, con los cuentos que a Zew le gusta contar a sus nietos. Y con el propio carácter de José, que al borde de los 80 parece conservar la misma curiosidad, la misma sed de aventura, con las que puso un pie en Buenos Aires, cuando tenía solo siete años.