Zonda, folclore argentino es, antes que buena o mala, una película honesta, directa, consecuente con la idea de su máximo responsable, Carlos Saura, de llevar los ritmos autóctonos de la Argentina a “lugares donde todavía no fueron descubiertos”, tal como afirmó en una entrevista a Escribiendo Cine realizada durante el rodaje. Así se entiende que la concatenación de vidalas, chacareras, coplas y chamamés interpretados por figuras de renombre (de Jairo a Lito Vitale, pasando por Juan Falú, Soledad Pastorutti, Peteco Carabajal, el Chaqueño Palavecino y el Chango Spasiuk, entre otros) que componen la totalidad del metraje responda a una suerte de paseo para turistas y/o principiantes por las distintas postas que conforman la historia y el presente del folclore, casi un episodio extendido de Encuentro en el estudio pero sin Lalo Mir manejando los tiempos. Sin embargo, esto no implica necesariamente un reproche. Al contrario: es loable visibilizar una corriente artística que, salvo excepciones, no responde al mandato de las bateas. El problema, entonces, es la forma elegida para encarar ese viaje.
Filmado en un galpón del barrio de La Boca y con la coordinación musical de Lito Vitale, el último film del director de Tango, Fados y Flamenco, flamenco se muestra demasiado cómodo en el mero retrato de músicos y cantantes desfilando con su arte frente a cámaras que, salvo contadísimas excepciones, jamás se desplazan del proscenio del virtual escenario, lo que las convierte en lo más parecido a un grupo de espectadores electrónicos de un Festival de Cosquín reducido, veloz, claustrofóbico y sin tiempos muertos ni cortes comerciales. Televisivas y dominadas por planos medios y cerrados, las elecciones formales no sólo son perezosas, sino en muchos casos también obvias, como aquella en la que para homenajear a Mercedes Sosa se recrea un aula con chicos vestidos con guardapolvo que observan y tararean un video de la tucumana entonando “Todo cambia”, marcando groseramente la consideración totémica que tiene Saura de la tucumana. Sobre el final llegará el número de malambo, uno de los pocos momentos que rompen con la norma preestablecida. Allí la cámara se eleva para tomar desde las alturas una coreografía sincronizada a la perfección, mostrando que, sin las ataduras autoimpuestas, Zonda tenía buena materia prima para ser más que lo que finalmente es.