Lo sublime ridículo
Cómo es la secuela de la comedia de culto creada por Ben Stiller sobre el mundo del modelaje masculino.
Ya se sabe que una de las características más interesantes de la cultura pop es la capacidad de reírse de sí misma hasta ese punto en que la burla se convierte en escarnio. En el mundo de la moda y el espectáculo no hay seriedad posible, no hay verdad, todo es ficción, artificio, vanidad de vanidades.
Zoolander 2 hace de esa tendencia a la autoparodia un principio universal. No importa la dimensión del ídolo en cuestión, todos están dispuestos a bajarse del pedestal y exhibir el lado vulnerable de su propio mito, desde Justin Bieber hasta Sting. Si no contara con esas estrellas ansiosas por ridiculizarse, no sería mucho más que una Scary Movie con el presupuesto inflado.
Por supuesto, el aluvión de referencias musicales, cinematográficas, televisivas y tecnológicas supone a un espectador capaz de descifrar múltiples códigos simultáneos a la velocidad de un parpadeo. No deja de ser tremendamente histérica la ambición de Ben Stiller de crear una especie de museo vivo de los últimos 40 años de cultura pop y hacerlo estallar como una bomba de papelitos de colores.
Sería imposible contener esa ambición en un guion prolijo. La idea misma está condenada al exceso. Pero como no se trata de un exceso furioso, indignado, condenatorio, sino de una celebración de la sublime ridiculez de la sociedad del espectáculo, no hay moraleja final, sólo baile, al ritmo de "Relax", aquel hit inolvidable de Frankie Goes to Hollywood.
En el fondo y en la superficie, es el mismo mensaje que David Bowie le enviaba a John Lennon en 1972 con la canción "John, I'm only dancing" (sólo estoy bailando) para sugerirle que no se tomara tan en serio las cosas. Stiller admiraba hasta la devoción al recien fallecido autor de "Fashion" (quien tuvo un cameo en la primera Zoolander) y sin dudas también esta segunda está impregnada del espíritu transformista de Bowie, aunque no de su poder de fascinación.
El argumento no es más que una excusa para rellenar la trama con la mayor cantidad posible de situaciones cómicas, algunas magníficas, otras sólo desopilantes y muchas que merecen figurar en la lista de los peores chistes de la historia del cine. La fórmula se reduce a avanzar de ocurrencia en ocurrencia hasta la saturación, una saturación justificada por el propio concepto ultra kitsch de la película.
La risa a la que invita Zoolander 2 es festiva. Se burla de todo, pero deja todo intacto. Mejor dicho, deja todo más liviano, más leve. Gracias a esa levedad, el paso del tiempo (que es la angustia de fondo de esta nueva entrega, lo que la diferencia de la anterior) queda entre paréntesis, suspendido entre lo actual y lo anacrónico, entre la moda y el revival.