El desierto se traga todo. Hasta las palabras. En algún momento de lo que parece ser la segunda mitad del siglo XIX, en algún lugar de la Patagonia argentina, está el capitán Gunnar Dinesen (Viggo Mortensen). Oriundo de Dinamarca, busca en estos pagos lo que le da nombre a esta película: Jauja, “una tierra mitológica de abundancia y felicidad”. A Gunnar se lo nota importante. Tiene autoridad pero no se anima a agarrar un revolver. No está solo. Lo acompaña Ingeborg (Viilbjørk Malling Agger), su hija de dieciséis años. Se tienen el uno al otro en el desierto pero ella se enamora de un joven peón y escapan a caballo. Gunnar los sigue y ahí comienza la verdadera búsqueda de este personaje. Una búsqueda que lo pone a prueba cada vez que puede, en donde la soledad, el hambre, la sed y el cansancio hacen que la capa de la realidad sea cada vez más fina. Lisandro Alonso (La Libertad, 2001; Los Muertos, 2004; Fantasma, 2006; Liverpool, 2008) es el director de Jauja (2014). No es como los demás directores. Pone al paisaje a dialogar con el personaje. El entorno, el contexto que el personaje habita, es otro personaje. La mirada de Alonso tampoco es como la de los demás directores. Cada plano cuenta una historia en sí. Cada plano es una obra de arte. La composición del cuadro, sumada al uso obsesivo de la colorimetría y las distintas paletas, combinadas con una iluminación perfecta, hacen de Jauja la obra de alguien que sabe lo que hace. Por momentos, esos planos (esas obras) recuerdan a algunas composiciones de Martin Scorsese en Pandillas de Nueva York (Gangs of New York, 2002), no sólo por las formas (en un intento de imitar a la pintura) sino por el vestuario, que es real. Los personajes no visten ropas exageradas. Es sutil. Con planos secuencia pero con la cámara casi fija, Alonso cuenta esta historia simple. Muestra al hombre y a su entorno, y lo hace de forma hermosa. Una historia sin tiempo ni lugar, que puede ocurrir en el siglo XIX o en el XXI. Lo mismo da.
Es de noche en los Alpes franceses. Unos tubos cilíndricos y metálicos salen del medio de la montaña nevada y descargan sus explosiones en la oscuridad. Una familia sueca a punto de quebrarse descansa en la habitación del hotel y centro de esquí. Las explosiones los inquietan. En su segundo día allí, van a almorzar a un restaurant con vista a los Alpes nevados. Se sientan en una mesa en la terraza, los cuatro: papá, mamá, hija e hijo. Arremete una de esas explosiones y eso desencadena una avalancha, en apariencia y según el padre, controlada. La masa de nieve se acerca rápida y certera a la terraza del restaurant. El padre saca su iPhone y filma el momento. La gente alrededor se da cuenta de que algo no está bien con esa avalancha. Se acerca. Se desesperan. Los chicos gritan. Todos gritan. La nieve llega pero frena justo antes del restaurant cubriendo todo con una bruma un poco blanca, un poco gris. El peligro pasó. Los comensales, como pueden, retoman sus lugares. La familia sueca también. Intentan comer pero algo los frena. Esa avalancha rompió algo entre ellos. Esa avalancha puso a prueba a esa familia y desestabilizó, con su fuerza y su nieve, todo lo establecido. Así arranca Force Majeure (2014), del director Ruben Östlund (Play, 2011; Involuntario, 2008), la nominación de Suecia para los Premios Oscars 2015 y la ganadora del Premio del Jurado (Un Certain Regard) en Cannes. Una película que pone en jaque a cada una de las fibras de nuestro cuerpo. Una crónica sobre la vida en pareja, la paternidad y las responsabilidades que esto conlleva. Östlund pone a prueba a los personajes. Juega con ellos y observa cómo reaccionan en este contexto. Pone en tela de juicio los roles preestablecidos en una familia por la sociedad occidental y hace de eso un manifiesto. ¿Cuál es el lugar del padre/ esposo aquí? ¿Qué lugar espera la madre/ esposa que ese hombre ocupe? La situación límite por la que pasa la familia es un obstáculo que ellos deben sortear y del cual, hay que decirlo, ninguno de los dos sale bien parado. Ella espera que él los salve. Que sea el héroe en ese caos. Pero las cosas no salen como ella quiere. O, por lo pronto, como ella creía que tenían que salir en caso de pasar por algo así. A partir de ahí, los personajes inician un viaje lleno de frustraciones compartidas, de reproches y de llantos desconsolados e imparables. Todo ello acompañado por una banda de sonido compuesta de sólo un tema: el Tercer Movimiento (Verano) de Las Cuatro Estaciones de Vivaldi. Funciona como leitmotiv durante toda la película y añade, gracias a un montaje preciso, un dramatismo y una tensión, por momentos, insoportables (en el buen sentido). Force Majeure nos interpela. Durante los 118 minutos que dura la película, nos ponemos primero del lado del padre, luego del lado de la madre, después del lado de los hijos y más tarde del de la pareja de amigos que llega al mismo hotel y a la que los protagonistas le confiesan su malestar por la situación que les tocó vivir. Y son ellos los que también se plantean, luego de escuchar el relato de la avalancha, qué haría uno en una situación límite.
Una casa con fondo y pileta. Una familia sin padre. Un pibe que, después de ir a bailar, encuentra un arma y se pega dos tiros. Uno en la cabeza, que erra y se incrusta en la pared. El otro en el estómago, que entra y se queda ahí, alojado. Así y todo, se salva. Ese es el punto de partida de la nueva película de Martín Rejtman (Rapado, Silvia Prieto, Los Guantes Mágicos), que nace a partir de los dos disparos pero después se abre en abanico, mostrando lo que hacen los demás a partir de esos dos disparos: la historia de la madre, la profesora de flauta, el hermano, el novio y la amiga de la chica que el hermano seduce. Aparecen personajes y el director decide seguirlos y dejar atrás a los otros. La historia se abre pero siempre describiendo una curva que, al final, se cierra. Con un montaje prolijo, correcto, que no da lugar a los saltos de edición, con una fotografía impecable y una iluminación al mismo nivel, la película transcurre su camino firme, de la mano de un puñado de buenos -y en su mayoría, desconocidos- actores. ¿Por qué los personajes que aparecen primero en la película tienen que ser los protagonistas? Rejtman sabe cómo escribir un guión. Las reglas sólo se pueden romper siempre y cuando uno las sepa de memoria. En el caso de Dos Disparos, no hay protagonistas. Los personajes entran en escena y el punto de vista cambia. Primero (como se decía más arriba), el chico y el arma. Luego, su hermano y su madre. Después, los integrantes del grupo de flauta barroca. Luego, el hermano conoce a una chica en un local de comidas rápidas. Después, la amiga de la chica que trabaja en el local de comidas rápidas. Luego, un viaje a la costa. Y así… Las situaciones se van encadenando unas con otras creando un universo repleto de matices y pequeños detalles que hacen que la parte se convierta en el todo. Detalles hermosos (mañas) que interpretados con maestría, como el caso de Fabián Arenillas, Claudia Cantero o Walter Jakob, hacen de estos personajes seres detestables pero a la vez -y en cierta forma rebuscada- queribles. El espectador desprevenido puede llegar a pensar que Rejtman se olvida de los personajes que van quedando atrás en la historia pero no es así: todos están presentes todo el tiempo. Las historias se desvían. Cada vez que entra un personaje nuevo a escena sabemos que la cámara dejará de seguir la historia que nos estaba contando para entrar en este otro nuevo mundo. Ahora, cada nuevo mundo al que accedemos tiene un denominador común: la comunicación entre los personajes es la mínima necesaria. Los silencios, lo “no dicho”, incomoda. ¿Por qué? Porque cuando un personaje dice lo que piensa, nosotros lo aceptamos por explícito. En este caso, el silencio nos obliga a poner nuestro punto de vista sobre el mundo y nos lleva a llenar esos silencios con nuestras opiniones, con nuestros propios conflictos.