Para un artista no es fácil lograr que se lo reconozca sólo con ver su obra. B.B. King estuvo muchísimos años hasta que pulió y logró ese sonido dulce, dorado, en Lucille. Uno escucha sonar esa guitarra y dice “Ese es B.B. King”. En el cine eso es menos frecuente. Son pocos los directores que a lo largo de su carrera pudieron imprimir un sello en su estilo por el cual uno los reconozca con sólo ver un plano, un movimiento de cámara. Podríamos nombrar a Scorsese o a Wes Anderson entre los miles y miles de realizadores existentes. Ahora bien, marcar un estilo no sólo en la forma de encuadrar o componer un plano sino a la hora de crear un monstruo ya es otra cosa. Ver a ese monstruo en pantalla y decir “Eso es de Muschietti” requiere de un talento a la altura, quizá, de los directores antes nombrados. Porque eso es lo que hace Andy Muschietti –Mamá (Mama, 2013)- en It: Eso (It, 2017), la nueva versión del clásico de Stephen King. Él dirige y su hermana, Bárbara, produce. En este caso, llevan a otro nivel lo hecho en 1990 y lo aggiornan a la dinámica cinematográfica de hoy. La historia, obviamente, es la misma: en el pueblo de Derry un payaso (Penniwise, interpretado de manera increíble por Bill Skarsgård) secuestra y mata niños alimentándose de sus peores miedos. Un grupo de chicos descubre los planes del payaso y trataran de detenerlo a toda costa. Bien. Hasta ahí, la sinopsis. Eso no cambia. En el libro es así. En la película de 1990 es así y en esta también. Pero volvamos a lo que hablábamos más arriba: el estilo. Los monstruos de Muschietti son reconocibles a simple vista. Caminan de una forma imposible. Ya en Mamá se veía esto: contorsiones totalmente inhumanas; formas de caminar imposibles que recuerdan al stop-motion; ángulos que ningún humano podría lograr y que perturban hasta al más escéptico y, una vez que el monstruo casi acorraló al personaje, una corrida loca y final hacia cámara desde un plano subjetivo. Este recurso aparece varias veces en It, pero no por eso deja de ser efectivo. Además, ya en la secuencia con la que Muschietti decide abrir la película (Georgie corre su barquito de papel que baja por el agua hasta desembocar en la alcantarilla) sienta las bases y nos dice “Miren que esto no va a ser como en la versión anterior. Esta película va a dar miedo en serio”. Esta nueva versión de It está dividida en dos partes. En esta vemos la historia de los chicos y en la segunda parte veremos a estos mismos chicos pero de adultos, que vuelven a Derry para terminar lo que empezaron casi treinta años antes. En el libro, la historia de los chicos transcurre a finales de los años ‘50 y la de los adultos a finales de los ‘80. En esta versión son los chicos los que están en la década del ‘80 y los adultos estarán en la actualidad. En el libro las dos historias (la de los chicos y la de los adultos) están entrelazadas. Por cuestiones narrativas y de producción, explicaron los hermanos Muschietti, es que decidieron separar las épocas y reordenarlas de forma correlativa. Aunque dijeron que en la segunda parte habrá flashbacks que recuerden más la narrativa original y el espíritu del libro. It 2017 es una película de terror clásica, como las de antes. Con una estructura dramática y un pulso, un tempo, un latir en el montaje que recuerda otras épocas del cine. Con efectos visuales increíbles y una mezcla de sonido excelente, terminan creando una obra de poco más de dos horas de pleno disfrute.
“El hombre de negro huye a través del desierto y el pistolero va en pos de él”. Con esa oración Stephen King inicia, en 1982, el primer libro de La Torre Oscura. Una historia épica dividida en siete tomos. El camino recorrido de esta serie termina en 2004, aunque en 2012 se agrega un libro más, que se ubica entre el cuatro y el cinco. Desde hace ya más de diez años que se habla de hacer una película con esta saga. Cuenta la leyenda que J.J. Abrams, declarado fanático enfermo de King, compró los derechos de la saga, pero luego no pudo concretarla. Después le dieron los derechos a Ron Howard, y no, tampoco la hizo. Nadie quería animarse a tanto. Eran siete libros de una complejidad muy grande: universos paralelos, monstruos, viajes en el tiempo, muchas y diversas locaciones, etc. Tuvieron que pasar más de diez años hasta que Sony dijera “basta”. Y comenzó el viaje. Le dieron el proyecto a Nikolaj Arcel -responsable de La Reina Infiel (En kongelig affære, 2012) y Sandheden om mænd (2010), entre otras- para que la dirija y escriba el guión, y también para llevar adelante la mezcla de formatos que desde el principio mismo de esta historia quieren hacer: combinar el cine con la pantalla chica. Porque, claro, como no podía ser de otra manera, está anunciada una serie de televisión de La Torre Oscura para el 2018. Y esto no es necesariamente algo bueno. Podrían limitarse a hacer una película por libro, como en el caso de Harry Potter, pero parece que no es el caso. De hecho, ya de entrada no se respeta (en el caso que haya que respetarse) el orden de los libros. La historia de La Torre Oscura (The Dark Tower, 2017) que elige contar Arcel no empieza con el primer tomo sino que elige contar los primeros episodios del segundo libro. Hay algunas cosas que pertenecen a la primera entrega pero la mayor parte es tomada del segundo. Es ahí en donde vemos a Jake (Tom Taylor), un chico de unos trece años que por las noches en vez de sueños tiene visiones. Visiones de otro mundo. Visiones que le revelan desiertos, batallas y a un Hombre de Negro (Matthew McConaughey) que secuestra chicos poseedores de “el toque” (the shine, en inglés). El mismo poder que tiene Danny Torrance en El Resplandor (The Shining, 1980). En esos sueños también lo ve al pistolero Roland Deschain (Idris Elba). La película se centra en este trío. El pistolero juró proteger La Torre Oscura, el Hombre de Negro la quiere destruir y Jake es el medio para lograrlo. Teniendo en cuenta la complejidad de los personajes y lo larga que es la historia original, es posible que el lector se vea un poco desilusionado con esta primera entrega. El director elige mezclar el libro uno, dos y siete, y con eso armar el principio de esta saga. La película, desde lo técnico, está muy bien. Recrea con particular fidelidad el mundo de Roland, los efectos especiales están a la altura de lo que pasa en el libro, pero la acción y el desenlace parecen haber sido expuestos demasiado rápido y a los ponchazos. En definitiva, y para el espectador que no leyó los libros, se va a encontrar con una película de aventuras clásica, un western de ciencia ficción en donde el bueno persigue al malo y no abundan las sorpresas.
La Fiesta de las Salchichas (Sausage Party, 2016) es Toy Story con drogas, sexo y muchas, muchas malas palabras. La película es, según el INCAA, apta para mayores de 13. Tanto en los carteles publicitarios como la misma distribuidora en un comunicado se encargan de aclarar que la película es para mayores de 18. Ahora bien, ¿por qué decimos que es la versión retorcida y para adultos de Toy Story? Porque la comida tiene vida. A diferencia de su par infantil, los productos comestibles no tienen que preocuparse por charlar, gritar e insultarse de forma descarada frente a los humanos porque éstos no los ven ni oyen. Todo pasa en otro plano. Claro que ese plano se puede romper con una simple dosis de heroína. Y en esa otra realidad es que transcurre la vida de la comida. Todos viven en un supermercado, felices de estar vivos y de compartir esa felicidad con los otros. El supermercado es su casa y los humanos que compran son dioses. O al menos ellos los ven así, ya que eligen un producto, pongamos por caso una mostaza, y todos los demás festejan porque “fue elegido por los dioses para ir ‘a El Más Allá’”. El Más Allá es lo que llaman a eso que ellos desconocen por estar fuera del supermercado y que es, básicamente, el mundo. En este supermercado es que están Frank (Seth Rogen) -una salchicha metida en su paquete junto al resto- y en la misma góndola pero enfrentados están las pan de pancho -que son todas mujeres- con Brenda (Kristen Wiig). Frank y Brenda están enamorados. Cada uno dentro de su respectivo paquete se desean. Esperan con ansias ser elegidos juntos por los dioses para irse de ese supermercado, cruzar la puerta que lleva hacia El Más Allá, salir del paquete y poder estar juntos de una vez y para siempre. De hecho, eso pasa y allí van, los dos. Claro que cuando llegan a la casa se dan cuenta de que no todo es lo que parece: los humanos acribillan sin piedad a la comida. La cortan en pedacitos con grandes y afilados cuchillos. Ellos ven cómo sus amigos y hermanos mueren hervidos, asados, masticados y cortados por estos supuestos dioses. Hay aquí una especie de analogía un poco burda (tampoco le podemos pedir mucho más a esta película…) con la religión -no importa cuál- y con la relación que se tiene con lo que se cree y se desconoce. O sea, hay algo que se impone: la creencia de que al pasar la puerta del supermercado todo es felicidad. La fe ciega en este hecho es el motor de la película. Los personajes deciden a partir de esto. Tanto los que ya saben la verdad y deciden escaparse y volver al supermercado para advertir a los demás de que vivieron toda la vida bajo el manto de una mentira y los que se resignan. Todo es una gran analogía. Burda, pero analogía al fin. Pasado este punto la película es previsible, pero eso no quita su validez. Con escenas de sexo que rozan por momentos lo pornográfico, la historia se sostiene hasta el final y uno termina con una sonrisa dibujada en su rostro. Desde Freaks & Geeks y Virgen a los 40 (The 40-Year-Old Virgin, 2005), la llamada “Nueva Comedia Americana” pasó por muchas etapas y altibajos. La Fiesta de las Salchichas recupera ese espíritu salvaje de Pinaple Express (2008) o Este es el Fin (This is the End, 2013), y le pega una vuelta, ya que las posibilidades que da la animación son infinitas comparadas con el cine tradicional.
El color amarillo. El amanecer. El atardecer. La “hora dorada”. Ese momento en el que el director decide grabar. No en plena noche. Tampoco en pleno día. Es un momento específico y por eso es que en el mundo del cine este concepto tiene una definición. Y Café Society, la nueva obra de Woody Allen, podría ser (de la mano, en este caso, del director de fotografía italiano Vittorio Storaro) un claro ejemplo de esto. La película se divide en dos partes, la primera, que transcurre en Hollywood, y la segunda, que transcurre en New York. Allen decide contar su historia en la década del 30 y lo hace con la maestría que sólo alguien con su experiencia puede atesorar. Woody aquí no actúa pero su voz en off aparece de forma arbitraria para contarnos los entretelones de la familia que decide retratar. Jesse Eisenberg es Bobby. Vive con su familia en New York y decide ir a probar suerte al otro lado del país: Holywood. Va a ver a su tío Phil Stern (Steve Carell), un representante de estrellas de cine. Le da trabajo y así es como conoce a Vonnie (Kristen Stewart). Hasta aquí lo habitual en las películas de Woody: chico conoce chica, se enamoran, etc. Pero la trama se complica y otro de los temas recurrentes en las historias de Allen aparece con fuerza: el amor de dos personajes con una diferencia de edad muy marcada. ¿Pero qué diferencia a Café Society del resto de sus películas? Emana el amor que el director siente por el séptimo arte. No es casualidad la época elegida para el desarrollo de la historia. La década del 30 fue la era dorada del cine de Hollywood y cada plano, cada locación y cada actriz o actor nombrado hacen que la película respire cine. Pero no todo es amor en Café Society. Las subtramas se vuelven por momentos hasta más interesantes que la historia principal y están basadas en el resto de la familia de Bobby. Los padres, que viven en un departamento oscuro en New York y que recuerdan por momentos a la familia del protagonista de Días de Radio. La hermana, que se pelea con un vecino y le pide ayuda al hermano mayor (Corey Stoll), un incipiente gangster de New York que no tiene pruritos a la hora de resolver problemas. Todo esto contado de una manera magistral, y enlazado con la historia de Eisenberg y Stewart, hace de Café Society una gran película de Woody Allen y una de las mejores de los últimos 10 años.
En 1996 todo era nuevo. A diferencia de Encuentros Cercanos del Tercer Tipo (1977), los extraterrestres de Día de la Independencia (1996) eran hostiles. Venían a invadir y no sólo eso: nos venían a exterminar. En Encuentros Cercanos del Tercer Tipo les tocamos una melodía con un teclado y ellos nos respondían con otra que la complementaba. Todo era alegría y felicidad. Ninguna ciudad era destruida ni nadie moría en vano. Pero llegó Roland Emmerich y eso cambió: naves gigantes destrozaron el planeta, aniquilaron pueblos, ciudades y culturas, pero dos patriotas (?) apuntaron su pequeña nave a la nodriza y la derribaron con un virus de computadora. Veinte años después las cosas son diferentes. El director de Godzilla, El Día Después de Mañana, 2012, Stargate, Soldado Universal, etc. vuelve a la carga con Día de la Independencia: Contraataque (2016). Claro que el “contraataque” no es de parte nuestra sino de ellos. Luego de ganar la batalla en 1996, Estados Unidos toma la tecnología (porque los otros países no la poseen) adquirida tras la victoria ante los alienígenas para usarla como propia. De esta manera los norteamericanos pudieron construir una base militar en la Luna, ante posibles nuevas amenazas. Obviamente, la nueva amenaza llega y no es como la primera: vienen dispuestos a no perder de nuevo. Atacan con violencia y con una nave mucho más grande que la anterior. Llegan dispuestos a quedarse definitivamente con el planeta. Para enfrentarlos, el hijo del personaje que encarnó Will Smith se une a una elite militar y, junto al -ahora ex- presidente Whitmore (Bill Pullman) y al científico David Levinson (Jeff Goldblum), vuelven a enfrentar a esta raza de aliens exterminadores. Las escenas de destrucción son tan reales que impresionan. Pero son en Asia y en Europa, no en Estados Unidos. Algo cambió en el paradigma de las películas que contienen catástrofes. En Batman vs. Superman: El Origen de la Justicia (2016) las peleas, a diferencia de su antecesora El Hombre de Acero (2013), transcurren en lugares donde no hay ciudadanos inocentes que matar ni edificios que romper; y en Capitán América: Civil War (2016) este cambio de escenario está blanqueado en el mismo guión (demasiados civiles muertos y ciudades devastadas a causa de las batallas libradas en pos de salvar al mundo). Hoy Día de la Independencia: Contraataque hace lo mismo. Así como en 1996 vimos partirse la Estatua de la Libertad y vimos cómo la nave destrozaba la Casa Blanca, en 2016 la batalla se lleva a cabo en el desierto. Ni un militar muerto. Ni una gota de sangre humana en pantalla. Ni un edificio derribado. Lo dicho: algo cambió. Y sí, en 1996 todo era nuevo, pero en 2016 ya no. La película no sorprende. Por momentos los discursos de los personajes, sobre todo los del ex presidente Whitmore, parecen sacados de manuales baratos de autoayuda. Al igual que en 1996, los invasores deciden atacar el planeta Tierra un cuatro de julio, día de la independencia de Estados Unidos. Veinte años después hacen lo mismo el mismo día y ya cansa. La idea de que la independencia del mundo entero coincida con la norteamericana molesta. Otras invasiones alienígenas han tenido los mismos altibajos en el cine. Podemos pensar en la versión de Steven Spielberg de La Guerra de los Mundos (2005): aunque allí no se contaba nada nuevo, al menos el film tenía algunas escenas de suspenso memorables. Pero claro, era Spielberg. Incluso en Día de la Independencia, la escena de la autopsia al extraterrestre es recordada por quien escribe como uno de los sustos más grandes dentro de un cine; la versión de 2016 no tiene ni siquiera eso. Todo lo que se supone que tiene que ocurrir, ocurre. Todo lo que se supone que los personajes deben decir, lo dicen. Todo lo que “el chico” (Liam Hemsworth) debe hacer, lo hace. Nada sorprende. Nada es nuevo. Por suerte, el género “extraterrestres” ofrece otras cosas. El sólo pensar en la excelente, oscura y por sobre todas las cosas perturbadora Los Elegidos (Dark Skies, 2013), hace que se pongan de punta los pelitos de la nuca y un frío desagradable recorra la espalda. Nada de eso sucede en Día de la Independencia: Contraataque, más bien todo lo contrario.
Todos los vidrios del frente de la Fundación Pele Ioetz están tapados y no se puede ver hacia adentro. Todos los días las rejas del local están bajas, como si estuviera cerrada en un eterno sabbath. Pero no está cerrada. Hay, justo en la fachada que da a la esquina, una puertita. Cerrada, sí, pero sin reja. Desde ahí atienden a toda la gente de la comunidad judía que no tiene los medios para comprarse remedios, ropa, comida o para hacer un bat mitzvah. Y es esta fundación (que existe en la vida real) la que elige Daniel Burman (El Misterio de la Felicidad, 2013; La Suerte en tus Manos, 2011; Dos Hermanos, 2010; El Nido Vacío, 2008; entre otras) como base de operaciones para su nueva película: El Rey del Once. Ariel (Alan Sabbagh) es un economista que vive en Nueva York y que, ante el pedido de su padre, Usher (el director de la fundación), debe volver para darle una mano. Es en esta vuelta a la patria, a la ciudad, al barrio de Once, en donde Ariel intenta reencontrarse con su padre pero éste lo evita. No se sabe si es a propósito o no. Es sólo una voz en el teléfono que le dice al personaje de Sabbagh qué es lo que tiene que hacer o a dónde tiene que ir para hacerle una gauchada. En el medio de ese traqueteo conoce a Eva (Julieta Zylberberg), que no habla. No es muda. Por religión, no habla. Ella lo ayuda (mandada por Usher) a realizar diferentes tareas en la fundación y así es cómo se crea un vínculo, al principio, extraño. Ariel es un personaje sin personalidad. Le piden que haga cosas y (aunque quiera) no puede decir que no. Recién llegado, no se halla en el mundo judío de Once. Es un personaje fuera de lugar y Alan Sabbagh capta a la perfección ese temprano desconcierto. Actor sutil, económico, se mueve como pez en el Mar Mediterráneo. El Rey del Once retoma el tono de Esperando al Mesías (2000), El Abrazo Partido (2003) y Derecho de Familia (2005). En las primeras dos, el barrio de Once es protagonista. En Derecho de Familia, no. En ella se sale del barrio pero hay algo en el tono que las hermana y, a su vez, separa de los títulos más actuales de Burman mencionados al principio. El judaísmo siempre está presente en todas sus películas. En algunas más, en otras menos. En el caso de El Rey del Once el porcentaje es muy, muy alto. Pero está bien que así sea. El mundo en el que se mueven los personajes así lo requiere porque sus vidas se van en eso: rituales en las piletas y vestuarios del templo. Comidas judías, palabras puestas por aquí y por allá en idish o hebreo. Caminatas por Lavalle y Pasteur en mitad de la noche. Y la frase de Usher ante la recriminación de Ariel al meterse con un matarife: “es sangre kosher, no pasa nada”. Todo ello es parte del universo Burman. Y se lo nota cómodo en su vuelta al barrio. También se lo siente a gusto al regresar a la relación padre- hijo que tanto ha profundizado en sus películas anteriores, y que en esta -por medio de la culpa, la ausencia, el resentimiento por cosas no resueltas de la infancia y por la presión de tener que ocupar en la sociedad el lugar que el padre deja- traen de vuelta, de la mano de El Rey del Once, a la mejor versión de Burman.
Victoria se toma el tren. La vemos viajar parada. De no ser porque está en foco, pasaría por completo inadvertida en la multitud. Luego se sube a un colectivo y la observamos viajar ahí también. Vemos que toca el timbre y se baja. Todo lo común y normal que una persona puede ser. Llega a una casa y se anuncia. Espera. Entra y no es una casa: es una sala de ensayos. Saluda a un par de personas y se sienta en una silla. Fuera de campo se escuchan instrumentos afinándose. Y por fin canta. Por fin Victoria hace eso que la diferencia del resto. Porque viajar en colectivo o en tren lo hacemos todos. Ahora, cantar así no. Sólo ella. Así comienza Victoria, lo nuevo de Juan Villegas (Ocio, 2010; Los Suicidas, 2005; Sábado, 2001). Un documental que se propone mostrarnos la vida de esta maravillosa cantante de tango, Victoria Morán. Y la muestra en todas las facetas posibles: vocalista, profesora, madre, ama de casa. Todo lo que Victoria interpreta se vuelve hermoso. Todo lo común que puede tener una cena con amigos se transforma en el más precioso recital a capela jamás dado. Una reunión con su padre (eximio guitarrista de tango) se transforma en un compendio de clásicos de la música popular argentina. Victoria canta como cantaban el tango antes. Una voz prístina pero con un matiz de ronquera mínimo que le da un toque de roña y hace todo más lindo. Más verdadero. El arte más puro puede estar en un patio de verano, con vino y “pelopincho”. El dúo conformado por Victoria y su padre es único, mucho mejor que las sesiones de estudio. Constantemente el documental insiste en contraponer lo mundano (una conversación telefónica con alguien acerca de problemas con los plomeros o las compras en el supermercado) con el inmenso caudal artístico que Victoria tiene en su interior. Es ahí (y sólo ahí) donde la película, la historia, se diluye un poco. Victoria es un documental netamente contemplativo, en donde el director sólo quiso mostrar al personaje en diferentes situaciones, sin voz en off (lo cual se agradece) ni ningún otro recurso al que el género suele recurrir. Esas salidas a buscar a su hija al colegio o el recorrido hasta el supermercado hacen que se pierda un poco el eje pero, aun así, no deja de reforzar la idea -constante durante todo el metraje- de la dualidad. De cómo una persona común, que a simple vista no se destaca del resto, puede tener el enorme talento de hacer emocionar al otro con su voz.
Una comedia preocupante. La oscuridad de la noche -y su silencio- se rompen. Liz estira la mano a ciegas. Tantea. Toca una manito. Con la otra mano prende una luz pero Nicanor llora igual. Se levanta y lo alza. Le prepara una mamadera. Es de madrugada y el acto es automático. Le da de tomar y se calma. Se calman. Tanto que se quedan los dos dormidos de nuevo, así, en esa posición. Liz (Julieta Zylberberg) está sola pero no soltera. Su pareja (Daniel Hendler) está en Chile haciendo un documental sobre volcanes. O sea: Liz sí está sola. Nadie le dijo cómo es esto de la maternidad. En ningún lado enseñan a ser madre pero todos siempre tienen algo que decir. “Ah no, lo que yo siempre hago es…”. “¿Por qué no probás con esto?”. “¿Sabés qué te vendría bien a vos…?”. Y así. Entonces Liz va al parque con Nicanor. Lo quiere sentar en una hamaca pero es muy chico todavía: tiene tres meses. En la hamaca de al lado está Rosa (Ana Katz) con una nena un poquito más grande. Charlan. Rosa indaga: “¿tenés auto”. Luego se van a comer juntas una pizza a las once de la mañana. El vértigo de lo extraño seduce a Liz pero con cautela. Rosa es rara. Nombra mucho a su hermana, Renata (Maricel Álvarez). Y son ellas tres: Liz, Rosa y Renata el eje central de esta hermosa película que escribió (junto a Inés Bortagaray), actuó y dirigió Ana Katz: Mi Amiga del Parque. El personaje de Rosa es complejo. Nunca se sabe si dice la verdad. Nunca se sabe para dónde puede salir o qué será lo próximo que hará. Renata es igual. La película es una mezcla de géneros. Drama, comedia, pero sobre todo suspenso. “Un suspenso cotidiano”, define su directora y acierta. No es necesario crear suspenso con un asesino en busca de una chica escondida en un placard. En Mi Amiga del Parque el suspenso está puesto en lo poco claros que son los pedidos de Rosa. O en la relación entre Renata y Liz. En lo no dicho. En los silencios. En las pausas. Katz decide bajar línea con la película y eso está bien. Desmitifica el supuesto idilio de la maternidad. Obvio que la madre ama al hijo. Pero también sufre (con y por él), y mucho. Explora los miedos y las inseguridades de las mujeres desde el punto de vista que sólo da la experiencia de haber pasado por eso mismo. La presión social de tener que dar la teta (el personaje de Julieta Zylberberg no puede y es un tema). La culpa que genera salir y dejar al hijo al cuidado de otro. Y por último, la mirada de los otros que juzgan las acciones y las decisiones de Liz y los consejos no pedidos. Ya en sus películas anteriores (El Juego de la Silla, 2002; Una Novia Errante, 2006; Los Marziano, 2011), Ana Katz demostró que es una gran directora. Pero en esta queda claro que el sentido de la estética a la hora de componer los planos -sobre todo los de las plazas- es perfecto. Mi Amiga del Parque es una crítica a la maternidad radiante de Verónica Varano o Maru Botana. La muestra cruda y descarnada pero no por eso sin un enorme amor.
Y de golpe uno se encuentra de nuevo en ese 1984 que James Cameron creó (aunque no es el mismo) para Terminator: sucio, con humo, reventado. Pero humano. Original, por sobre todas las cosas. Aparece Kyle Reese pero no es el Kyle Reese que conocíamos de aquella época: flaquito y con cara de loco. Este es otro: cara de bonachón, mirada cálida y en extremo musculoso. Lo vemos llegar a ese 1984, lo vemos toparse con el linyera, lo vemos preguntar la fecha, el día y el año en que se encuentra. Lo vemos hacer todas esas cosas pero no estamos viendo Terminator. Estamos viendo algo que, primero, no sorprende en absoluto porque ya se hizo hace 31 años. Estamos viendo Terminator Génesis. En ella, John Connor (Jason Clarke) decide enviar al pasado a Kyle Reese (Jai Courtney) para proteger a su madre, Sarah Connor (Emilia Clarke), de todo lo que ya sabemos que pasa en la primera película. Lo envía, también, para destruir Skynet antes de que se forme como tal. Algo falla en la máquina del tiempo al momento del viaje y Reese es enviado, de hecho, a 1984 pero no al que todos recordaban sino a un universo paralelo de ese mismo año, en el que la joven Sarah ya se conocía con el Terminator de Schwarzenegger desde que ella tenía nueve años. Y no sólo eso: él es casi un padre para Sarah. Todo muy raro. ¿Y quién es el malo? Porque cada Terminator tiene un antagonista emblemático y, en principio, imposible de vencer. Bueno, el mismísimo John Connor, el cual es modificado por las máquinas en el futuro y enviado al pasado a detener los planes de Reese y compañía. Nada nuevo bajo el sol. Cada paso que da la película puede ser previsto cinco pasos antes. El esquema de guión de acero (dícese de aquel guión o estructura de guión que no puede ser modificado por nada del mundo) se lleva adelante y cumple con todos los requisitos que el género exige: cada veinticinco minutos -clavados- hay un giro en la trama, peleas, persecuciones, dramas de novela de la tarde, más peleas, más persecuciones, la pelea final y la resolución. Algo a favor: la película es dinámica. Las escenas de acción son buenas. El montaje es prolijo y ayuda a que la acción sea fluida. Hay una versión, al principio de la película y recreada por CGI, del Terminator de Schwarzenegger de 1984 que lucha con una versión mucho más avejentada de sí mismo, lo que sorprende para bien. Más allá de eso, a Arnold mucho no le cuesta hacer de T-800. Hasta le hacen repetir, en esta película, las escenas de Terminator 2 en las que el joven John Connor le enseña a reír. Hablar de que Hollywood ya no tiene ideas es una discusión vieja. Y no solo es vieja. Está comprobado y la prueba empírica es (junto con muchas otras) esta película. El criterio de “universo paralelo” podría ser utilizado para hacer de nuevo cualquier película que se les ocurra. Lo único que tienen que hacer es escudarse bajo esa premisa, con lo cual, tranquilamente, James Cameron podría rehacer Titanic pero en un universo paralelo, en el que el barco le pasa cerca al iceberg y llega a destino sin mayores complicaciones.
Al principio de todo, cuando no había casi nada, un organismo unicelular se come a otro y se hace más grande. Otros organismos, más chicos y amarillos, lo siguen. Evolucionan. Pasan de un primitivo anfibio a un tiranosaurio rex. Cuando, gracias a su irresponsabilidad en las tareas asignadas, eliminan a este dinosaurio, pasan a otro amo, el hombre de las cavernas. Y así avanzan en la historia: los egipcios y la construcción de las pirámides, Drácula y el festejo de su cumpleaños, un cañonazo certero al mismísimo Napoleón… Los minions, en realidad, no son malos. Quieren servir. Quieren estar a disposición. La falta de un amo (bueno o no) hace que no sepan qué hacer de sus vidas. Ya nada tiene sentido y es ahí donde la película adquiere su rumbo. Tres de ellos (Stuart, Kevin y Bob) se unen en un viaje de destino incierto: encontrar un nuevo amo. En Mi Villano Favorito (Despicable Me, 2010) los minions estaban ahí pero la historia iba por otro lado: Gru. En Mi Villano Favorito 2 (Despicable Me 2, 2013) ya la cosa cambia. Los minions ganan mucho tiempo en pantalla pero Gru sigue siendo el centro. En 2015 ellos son los protagonistas. Sin tantos guiños cinematográficos (en la primera entrega de Mi Villano Favorito hay homenajes a El Padrino, así como en la segunda parte hay citas a Batman de Tim Burton, Alien y World War Z, entre otras), podemos ver en este último eslabón a unos minions un poco menos irresponsables, menos impunes a los actos y más tiernos. Desde lo técnico, la película es impecable. El estudio Illumination se supera película tras película. Por momentos cuesta pensar que los paisajes que se ven de New York o Londres son animaciones y no filmaciones hechas con una cámara. De no ser por esa clásica deformidad que los directores Kyle Balda y Pierre Coffin imprimen a los seres humanos, tranquilamente la animación podría ser confundida con el cine clásico. Interesante asunto es el del idioma de los minions. Los directores tienen creado un diccionario con casi todas las palabras que dicen y su significado. La mayor parte del lenguaje que hablan son palabras mezcladas entre el inglés, francés, español e italiano. Eso genera que, en el medio de una charla entre dos minions en la que no se entiende nada de lo que dicen, aparezcan estas palabras mezcladas en el medio y carguen de sentido a lo que están diciendo. Es una pena que no haya copias dobladas al inglés para poder disfrutar de las voces de Sandra Bullock, Jon Hamm, Michael Keaton, Geoffrey Rush y Steve Carell, entre otros. De hecho, la película (para la mirada de un adulto interesado en apreciar la interpretación de los actores antes mencionados) pierde fuerza en los diálogos de los minions ya que, como se explica más arriba, la mezcla de idiomas le da un toque único a ese delirio. Llama la atención que en el doblaje al español hayan optado por traducir (en el idioma minion) al castellano sólo las palabras en inglés, dejando de lado las dichas en francés y en italiano. Una pregunta prevalece por sobre todo: ¿Minions es una película necesaria? O sea, en las primeras dos partes de la saga no sabemos de dónde salieron los minions o qué son. De hecho, hay un corto llamado Orientation Day, en el cual en un momento se dice que los minions están “todos diseñados con la misma cadena de ADN mutante”. La película muestra un supuesto origen, sí, pero se contradice con el corto antes mencionado. Entonces ¿aporta algo esta película a la historia de la saga o es sólo una sucesión de escenas graciosas y guiños para adultos? Lo seguro es que Pierre Coffin (quien además de ser uno de los directores, es también la voz de todos los minions) ya está trabajando en una tercera parte de Mi Villano Favorito, prevista para 2017. Habrá que esperar.