Un maldito policía en Nueva Orleans:
Duro
En 1992 se estrenó Un maldito policía, de Abel Ferrara. Esta película tomaba algunos elementos del universo scorsesiano (New York, la simbología del catolicismo, el actor Harvey Keitel) para relatar la balada de un oficial que, empantanado en la cocaína y el juego, se degradaba progresivamente hasta encontrar en las apuestas su tumba. Ahora, Werner Herzog (el director de las películas enormes, el alemán de la voz paternal y romántica) entrega su propia versión de aquel largometraje y el aura de su obra anterior se hace presente desde el inicio.
Mientras una serpiente viaja por el agua, la pantalla nos indica que Un maldito policía en Nueva Orleans se ubica temporalmente en esa ciudad luego del huracán Katrina. Es bien sabido que la naturaleza y el vigor de lo salvaje, aquello que está en estado de pureza máxima, son vitales en el cine de Herzog. La imponencia y hostilidad de estos factores son un fantasma poderoso que envuelve a los hombres hasta quitarles la razón, causando demencia, detonando obsesiones épicas e incluso también la muerte. Ahí están, por ejemplo, el amante de los osos en Grizzly Man y la figura estoica e inmortal de Klaus Kinski en Aguirre y Fitzcarraldo. La resaca del desastre temporal se manifiesta en forma animal para Terence McDonagh, el policía interpretado por Nicolas Cage. Herzog prefiere no dar vueltas en la degradación de este personaje, al contrario, de arranque nomás y con la misma precisión con la que finaliza la película de Ferrara, lo sumerge de lleno en la mierda.
Terence McDonagh es un oficial medicado y grotesco, un jorobado de hombros torcidos. Es un tipo duro, aspira todo el tiempo y se maneja solo (el personaje de Val Kilmer es apenas un adorno). Su mambo es exasperante; se acomoda insistentemente el pelo (¿la peluca?) y su risa es una caricatura sórdida que se regodea en sí misma cada vez que Nicolas Cage sobreactúa la sobreactuación. A pesar de estar hecho pelota no le va mal con las mujeres: cuenta con el irresistible refugio del personaje de Eva Mendes, logra la atención de una antigua compañera y también liga en la escena del chantaje a la parejita, todo lo contrario al teniente corrupto de Ferrara que en ese mismo momento no pasaba del onanismo. La magia blanca invade a McDonagh durante toda la película pero también aparecen el porro, el crack y la heroína, develando a su ronda policial como un auténtico festival de los viajes.
El trip y la alteración sensorial toman forma en la irrupción de lo salvaje, en esos reptiles que, tal como sucede con los animales en las películas de Fellini, aparecen con la claridad de un espejismo, como arrojados a escena por un antojo onírico. Hablo de cocodrilos absurdos y de iguanas que miran de costado provocando una música extraña, esa misma que se manifiesta en el epiléptico sonido de armónicas de Stroszek que de tan endiablado puede hacer bailar breackdance a un alma agonizante. Hay también peces que refulgen cautivos desde sus peceras recreando la misma atmósfera de ensueño que respira La ley de la calle, aquel hermoso poema filmado por el Padrino Francis.
En la última escena de Mi enemigo preferido, Herzog decide que el demonio Kinski aparezca, después de todo, sonriente y luminoso al tiempo que lo confunde con el resplandor de una mariposa. En la más reciente Rescate al amanecer detiene a Christian Bale, luego de la odisea, en un plano congelado que tiene mucho que ver con la conquista y la épica habituales en los largometrajes deportivos. Estos dos momentos son significativos por su funcionamiento al interior del universo de la película a la que pertenecen, pero además son antecedentes de la presencia de la redención en la obra del director. En Un maldito policía en Nueva Orleans, Werner Herzog vuelve sobre esa idea sumándole dos grandes valores del cine de Estados Unidos: la familia y el honor. Pero si Herzog se sirve de estos elementos es para, filmando desde la misma industria, criticarlos con dureza, burlándose con el fulgor de un patotero de colegio. Y es ahí donde esta película se termina de asumir como un manifiesto sobre una manera de pensar al cine, porque demuestra que hay que estar drogado o muy dormido para tragarse toda la chantada tranquilizadora de un final feliz.
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