Amores (y vidas)... superficiales La última película de Woody Allen, A Roma con amor, es una comedia “coral”, con gran elenco: Ellen Page, Jesse Eisenberg, Penélope Cruz, Alec Baldwin, Greta Gerwig, Roberto Benigni, Judy Davis y el mismo Allen, donde hay cuatro historias que transcurren en la gran ciudad –“la ciudad eterna”– donde trabajaron algunos de los directores que más admira Allen: Federico Fellini y Michelangelo Antonioni. En una historia tenemos a Roberto Benigni interpretando a un “burgués pequeño” que de repente saltará a la fama, siendo acosado por los papparazzi. La otra historia gira en torno a un joven matrimonio que llega del interior a la ciudad para que el esposo consiga trabajo en una empresa importante por medio de unos parientes ligados al Vaticano. Habrá dos enredos: él terminará simulando que una prostituta es su esposa, en un encuentro social; y la verdadera esposa, perdida en la ciudad, se encontrará con una filmación donde está el actor que más admira, un galán, en una suerte de parafraseo a El jeque blanco, de Fellini. Acá encontramos un “clásico” (recurrente) tema de Allen: los matrimonios y las infidelidades. Similar temática tiene la tercera historia, donde una joven pareja asiste a la amiga de la mujer, una actriz neurótica (y seductora) que acaba de terminar su relación y está deprimida, y donde Baldwin representa la “voz de la experiencia” que aconseja al muchacho que no entre en ese juego… Finalmente, está la historia que protagoniza Allen: su hija, de vacaciones, conoce a un muchacho, se enamora y se compromete con él, lo que obliga a que el norteamericano y su mujer (una psicóloga) viajen para conocer a su futura “familia política”. Allí el personaje de Allen descubre que el padre de su yerno canta en la ducha ópera como los dioses. Y, aunque está a punto de jubilarse en la industria musical, pretenderá sacarlo de allí, del baño, para llevarlo a cantar ante “el gran público”. Con todo, tenemos lo que se podría llamar una “película menor”, teniendo en cuenta la filmografía de Allen, de casi 50 películas, donde hay algunas imperdibles como Robó, huyó y lo pescaron, La última noche de Boris Grushenko, Manhattan o Zelig. Acá tenemos una comedia liviana, donde si bien hay algunos logros –por ejemplo cómo logra Allen que el hombre que trabaja en una funeraria salga a escena, a cantar– no logra la agudeza, el ingenio y la profundidad que ha tenido (muchas) otras veces. Incluso la crítica, divida, ha optado (el sector “más benévolo”) por conformarse y decir que el stand up de Allen “alcanza”. Las críticas que lo defienden dicen algunas cosas ciertas: Allen ya es un grande, y (por supuesto) está entre los mejores directores de cine del siglo XX; además de que no se puede producir una “gran película” por año, ya que es muy difícil, y más si hay grandes elencos, ya que requiere mucho trabajo que haya un buen protagonismo y “desarrollo” para cada uno de los personajes. Pero también es cierto que la crítica y el público, generalmente “unánime” en las décadas de 1960, ‘70 y ‘80, comenzó a dividirse en los ‘90, y ya, comenzado el siglo XXI un sector se adaptó acríticamente a esta nueva faceta, de “cine globalizado” podríamos decir –ya que Allen rodó sus últimas películas en París, Barcelona y Londres, apoyado financieramente por los gobiernos, interesados en que estas películas promuevan el turismo: todo un dato de hasta dónde llega la injerencia capitalista en el arte, deseoso de aprovechar lo que sea, para ganar dinero–. Es en estas películas de nuevo siglo cuando Allen pierde profundidad y entonces, el genial comediante admirador de Bergman y Kurosawa deja de explorar, como un aguijón crítico –gracioso, irónico, paródico… pero crítico– a la clase media norteamericana, con sus manías, sus contradicciones personales y sus frustraciones (infinitas). Desde ya que no se puede pretender de Allen que se repita eternamente con los mismos temas. Pero la exploración de subjetividades “específicas” se perdió, y hoy hay chistes y observaciones más “estándar”, más simples, que podrían ocurrir en cualquier país debido a su “inespecificidad”. Y por ello, aunque se puede ver esta película, y muchos/as salgan conformes (sobre todo, las generaciones más jóvenes que no conozcan sus anteriores obras), no hay que dejar de recomendar sus “viejos” éxitos: las ya mencionadas, y otras como Todo lo que usted siempre quiso saber sobre el sexo y jamás se animó a preguntar, Interiores, Comedia sexual de una noche de verano, Crímenes y pecados, Alice y Poderosa afrodita, entre otras. Un gran cine donde el drama y la comedia –o ambas juntas en una misma película– reseñan las debilidades y fortalezas de diversos sectores sociales, con humor, sensibilidad y genial creatividad.
Documentando las fuentes de la violencia (contrarrevolucionaria) El documental Parapolicial negro. Apuntes para una prehistoria de la Triple A, del director Valentín Javier Diment, recorre, durante una hora y media, los más conocidos episodios del accionar de la Alianza Anticomunista Argentina: los asesinatos de Rodolfo Ortega Peña, el cura Mujica, Julio Troxler y Silvio Frondizi; las “listas negras”, que incluyeron no sólo a sindicalistas y militantes, sino a artistas (habla, por ejemplo, Isabel “Coca” Sarli, recordando las amenazas de la Triple A a ella y al actor y director Armando Bó), etcétera. En suma, hablamos de una estructura paraestatal, policial-militar, que cometió más de 1.500 crímenes en el período previo al golpe genocida del 24 de marzo de 1976. En Parapolicial… abundan los testimonios: militantes políticos y sindicales, periodistas e historiadores dedicados al tema de la (llamada demasiado genéricamente) “violencia política” y a la (eterna) corrupción de los cuerpos policiales y, “la perla”, el “riel” (o “viga maestra”) sobre el que se desarrolla el film: el testimonio de María Gil Calvo, viuda de Eduardo Almirón. Ella, una azafata española que conoció en aquellos años a Almirón, accedió a hablar, y mucho; proveyendo además fotos y papeles que demuestran –aunque ella lo niegue o se contradiga, en una (no tan, como se verá al final, en los títulos) asombrosa mezcla de surrealismo y cinismo– el rol de López Rega (a la sazón, padrino de la boda de Gil Calvo y Almirón) y del mismo Perón, en el desarrollo y funcionamiento de la Triple A. Los “periodistas policiales” e historiadores (Ricardo Ragendorfer, Marcelo Larraquy, Javier Diment) reconstruyen la trayectoria de Almirón y Juan Ramón Morales, de la Policía Federal, dedicados en la década de 1960 a realizar “mejicaneadas” (robar con una banda a otras bandas de ladrones o traficantes) y luego “pasados a disponibilidad”, a “vegetar” en la fuerza algunos años, hasta que a comienzos de los ‘70 serán convocados a servir a López Rega y a sus bandas, con cuartel general en el Ministerio de Bienestar Social. Otro protagonista que (re)aparece es el poeta nacionalista Gabriel Luis de los Llanos, (re)leyendo ante las cámaras sus versos, exaltando “la brutalidad” y “la grandeza” –junto a su odio a “los zurdos”–, que aparecieron en la revista de la derecha peronista El caudillo. Junto a esto, el documental, haciendo honor a su epígrafe, “cada uno elige cómo contarse la historia”, recrea, con actores (Luis Ziembrowski, Sergio Boris, Pablo Krinski, Javier Diment, Lorena Vega), con acontecimientos fechados en el presente, ese accionar paralelo de crímenes, robos e impunidad (política) que comenzaron en los ‘60, se desarrollaron la década siguiente y, tras el golpe militar de Videla y cía., se generalizaron en todo el país. En síntesis, Parapolicial… es un muy interesante documental, por momentos en apariencia complejo, pero que de conjunto, deja a las claras la formación, surgimiento y accionar de la Triple A. (Como dice en un momento Larraquy, se copió “el modelo” de “emplear bandas” que tenían –y tienen: recordar la desaparición de Jorge Julio López, o el crimen de Mariano Ferreyra– la burocracia sindical, las policías, y los grupos nacionalistas y/o peronistas.) Aunque hay que señalar que esta reconstrucción (con variados puntos de vista) peca de dar por sabido algo que tal vez no sea tan así para “el gran público”: el hecho de que, desde 1969 Argentina había entrado, desde el Cordobazo, en una etapa revolucionaria, de insurgencia obrera, juvenil y popular, y que esa etapa no la pudo cerrar ni Perón con las elecciones, ni el accionar de las AAA con sus “crímenes selectos”. Seguramente para el kirchnerismo y su (trucho) “setentismo” no es un documental cómodo, reivindicable: un militar retirado asegura que era imposible que Perón no sólo tuviera conocimiento de las AAA, sino que las dirigiera; y, por otra parte, se señala que el juez afín al actual gobierno nacional, Oyarbide, “cajoneó”, deja “dormir” la “causa Triple A” (donde están implicados burócratas sindicales, amigos o ex, del gobierno), mientras los mismos jefes de esa banda, Almirón y Morales, ya fallecieron. Y entonces, ¿quién queda –además de Isabel Perón– por interrogar para que se sepa la verdad, y para castigar por esos crímenes de luchadores obreros y populares? Y también, Parapolicial… deja a las claras cómo, en el presente, existen los canales, las vías y mecanismos para que esos comandos vuelvan a existir y se desplieguen, cuando el nivel de la lucha de clases requiera, a favor de la clase dominante, acciones contrarrevolucionarias.
Cine slum La nueva película de Pablo Trapero (Mundo grúa, El bonaerense, Leonera, Familia rodante, Carancho, entre otras) se emparenta, a cierto nivel de estética y fenómeno descrito, con Ciudad de dios, Slumdog millonaire, y hasta la serie “El puntero” o el programa de TV por cable “Esta es mi villa”. Parafreaseando a Mike Davis, el teórico urbano, sociólogo e historiador autor de Planet of slums (Planeta de ciudades miseria), podemos decir que hay una suerte de “cine slum”, retratando esta cruda realidad: la “favelización de gran parte del mundo”, y desde ya teniendo cada obra mencionada sus propias particularidades. Así, con un público “ya preparado”, Elefante blanco sin embargo impacta y se fija en la retina del espectador. Película producida por la española Morena Films y las argentinas Matanza Cine y Patagonik, retrata la “misión social” de algunos integrantes de la iglesia católica: el que realizan día a día los curas Julián (Ricardo Darín) y Nicolás (Jérémie Renier), acompañados por Luciana (Martina Gusmán), una asistente social; los dos actores cumplen bien sus papeles, mientras que el de Gusmán, secundario respecto al de los “curas villeros”, es menos lucido (su mejor actuación, como “actriz fetiche” de Trapero, sigue siendo la que hizo como protagonista de Leonera). Varios planos secuencia demuestran la calidad del director en este film, donde los ambientes, resaltados y nítidos, con una excelente iluminación, permiten ese efecto de hiperrealidad que ya Trapero mostró en otras producciones. Entre el documental y el thriller, la película recrea con bastante minuciosidad diversos aspectos de la (dura) vida cotidiana en los barrios humildes. “Acá viven unas 30.000 personas más o menos; están sin censar”, le explica Julián a Nicolás cuando llega éste al barrio. El edificio al que alude el título de la película –el proyecto inicial del socialista Alfredo Palacios de construir un hospital que sería el más grande de Latinoamérica– y al que se lo intenta reconstruir tras décadas de desidia de “los políticos” (apenas mencionados), las misas y bautismos (homenaje al cura Mugica –asesinado por la Triple A en 1974– incluido), el paco y los jóvenes, las bandas de narcos (y sus tiroteos), la policía (y sus tiroteos) y el rol de subordinación a los poderes de la jerarquía eclesiástica (su no-opción por lo pobres cuando éstos luchan y se movilizan) son algunas de las tramas –junto a los dramas “personales” de los protagonistas– que se desarrollan, algunas más, otras menos, en Elefante blanco. También se destaca un momento donde hay una breve pero clara “observación cultural”: por la noche, cuando hay ciertos momentos de calma en el barrio, todos los televisores están sintonizando a una misma hora el mismo canal y “popular” programa… Si hubiera que balancear entre el guión (escrito por el mismo Trapero junto a Alejandro Fadel, Martín Mauregui y Santiago Mitre –autor de El estudiante–) y las imágenes, claramente ganan estas últimas (acompañadas, además, por la excelente música de Michael Nyman), mientras que algunas historias –e incluso, algunos personajes secundarios– están prácticamente de más. De conjunto, la película deja “resonando” en la cabeza una amplia cantidad de posibilidades de “futuro” para sus personajes, hipótesis y conclusiones para sacar; y eso, junto a la excelente filmación de esta(s) historia(s), es lo que permite decir que estamos ante una importante película. Pablo Trapero (nos) vuelve a impactar con otra obra de su “cine social” (neo-neo-realista o hiperrealista –como se prefiera–), retratando “un mundo dentro del mundo”. Él mismo ha dicho que trata de brindar “una ventana para mostrar una realidad para mucha gente desconocida”; “una cierta mirada” con una reflexión sobre “qué es lo que pasa para que algo que es tan cercano parezca tan lejano”. Actualmente unas 80 salas del todo el país pasan esta película, ya vista por 400.000 personas. Elefante blanco no decepciona, e invita no sólo a recrearse (y para algunos/as a conocer) sino a pensar nuestra realidad.
De combates, sueños y revoluciones ¿Qué nos faltó para que la utopía venciera a la realidad? ¿Qué derrotó a la utopía? ¿Por qué, con la suficiencia pedante de los conversos, muchos de los que estuvieron de nuestro lado, en los días de mayo, traicionan la utopía? ¿Escribo de causas o escribo de efectos? ¿Escribo de efectos y no describo las causas? ¿Escribo de causas y no describo los efectos? Escribo la historia de una carencia, no la carencia de una historia. Andrés Rivera, La revolución es un sueño eterno Entre las actividades que se hicieron en la Feria del Libro, se realizó la avant premiere de “La revolución es un sueño eterno”, dirigida por el conocido Nemesio Juárez1, y basada en la novela del mismo nombre, de Andrés Rivera –y que le valió el Premio Nacional de Literatura-. Más de 120 personas –incluyendo al director, al propio Rivera y varias actrices y actores- colmaron la pequeña carpa blanca (la Sala de la Revolución de Mayo), y la gente tuvo que ver la película de pie o sentada en el piso. Cuando la proyección terminó se aplaudió mucho y luego Rivera se mostró muy conforme y dijo que seguramente la película “hará historia”. La misma se estrenará –por falta de financiamiento- a fines de julio/principios de agosto. La difícil tarea de traducir una obra literaria al lenguaje fílmico salió muy bien, y con conocidos actores (Juan José Castelli interpretado por Lito Cruz; Belgrano por Luis Machín; Mariano Moreno por Adrián Navarro y Monteagudo por Juan Palomino, entre otros). La música es de José Luis Castiñeira de Dios. Desde la figura de Castelli, “el orador de la revolución”, como personaje principal, la película sigue el hilo de la novela, que transcurre entre los acontecimientos pre y pos 25 de mayo de 1810. Y muestra a las claras las contradicciones de un proceso de revolución en la periferia del capitalismo: muchos “patriotas de mayo” querían cambiar al amo español en decadencia –en esos momentos atacados por una Francia bonapartista- por otro en pleno desarrollo: Inglaterra. Castelli –representante de la Primera Junta en el Alto Perú- será uno de los integrantes del “ala jacobina” que, sin base social ni plan económico alguno, tendrá que vivir las contradicciones del complejo proceso del siglo XIX. Castelli se peleará con la iglesia en las jornadas de 1810; intentará llevar adelante las ideas del “iluminismo” francés, por medio de la igualdad entre negros esclavos, criollos e “indios” (dirá que todos “somos hermanos”); y denunciará la avaricia económica de la naciente burguesía –de base rural- en Buenos Aires y pueblos del interior. El “voluntarismo” de este protagonista de un proceso de revolución política, de independencia de la corona española, dirá entonces: “Somos oradores sin fieles, ideólogos sin discípulos, predicadores en el desierto. No hay nada detrás de nosotros; nada, debajo de nosotros, que nos sostenga. Revolucionarios sin revolución: eso somos. Para decirlo todo: muertos con permiso. Aun así, elijamos las palabras que el desierto recibirá: no hay revolución sin revolucionarios”. Lo único que no logra la película es reflejar la apertura original que hay en la novela. Mientras que la película se cierne a un guión en función de “película histórica”, Andrés Rivera abre las puertas para pensar, tras las contradicciones y fracasos del “proceso independentista”, la revolución moderna, la del siglo XX y hoy, la del XXI. Por medio del pasado histórico –como ha hecho con varias novelas más, como La sierva2, El farmer o Ese manco Paz- Rivera nos habla siempre de un “presente reciente”. Cuando le hace decir a Castelli “Hombres como yo han sido derrotados, más de una vez, por irrumpir en el escenario de la historia antes de que suene su turno. Esos hombres, que fueron más lejos que nadie, en menos tiempo que nadie, ingresaron al mundo del silencio y la clandestinidad: esperan que el apuntador les anuncie, por fin, que sus relojes están en hora”, está hablando no sólo de 1810, sino también de la Revolución rusa de 1917, que fue un gran “adelanto” para la lucha de los trabajadores y pueblos del mundo a poco de iniciarse el siglo XX, en medio de los horrores de la Primera Guerra Mundial. Rivera habla también de los procesos revolucionarios del siglo XX, y de la degeneración burocrática stalinista del primer Estado obrero, al que se opuso León Trotsky y la IV Internacional, cuando dice “En esas desveladas noches de las que te hablo, pienso, también, en el intransferible y perpetuo aprendizaje de los revolucionarios: perder, resistir. Perder, resistir. Y resistir. Y no confundir lo real con la verdad”. En definitiva, tenemos una suerte de summa de sueños e historia, basada en el gran objetivo, en la verdad, de una nueva revolución (proletaria). 1 - Nemesio Juárez tiene una larga trayectoria como documentalista. Participó en el Noticiero de la CGT de los Argentinos (1968) y fue parte del “cine militante” trabajando con el Grupo Cine Liberación y el Grupo Realizadores de Mayo. De allí surgió Argentina, Mayo 1969: los caminos de la liberación. Puede verse en Tv PTS un reportaje del programa “Dimensión documental” (http://www.tvpts.tv/spip.php?video=348). Su hermano, Ernesto Juárez, también cineasta y documentalista está desaparecido; en abril de este año el director de Cazadores de utopías, David Blaustein, ha estrenado Fragmentos rebelados, sobre la obra y actividad de Ernesto. 2 - Ver nuestra reseña a la reedición de La sierva en http://www.pts.org.ar/spip.php?arti...
¿Trapitos al sol? La nueva película del director Roman Polanski (“El cuchillo bajo el agua”, “El pianista”, “El escritor oculto”), “Un dios salvaje” (Carnage, 2011, basada en la obra teatral de Yasmina Reza –obra que recorrió los teatros de Nueva York y Londres, de Madrid y Buenos Aires–), cuenta la historia de dos matrimonios que se reúnen para hablar y aclarar un episodio: la pelea de sus hijos en el parque, donde uno le arrancó dos dientes al otro al golpearlo con una rama. Así, Kate Winslet y Christoph Waltz (los padres del “violento”), y Jodie Foster y John Reilly (los padres de “la víctima”) comenzarán con un civilizado encuentro en la casa de estos últimos para redactar una nota aclaratoria de lo sucedido –donde aparece una primera “diferencia descriptiva”: si el niño “iba armado” con una rama, o simplemente “llevaba” una–. Pero luego, alguna palabra, algún gesto, comienza a provocar “la permanencia” de la situación, desarrollándose una escalada de discusiones y terminando todo en un enfrentamiento que, imparable, significará por momentos una “guerra de todos/as contra todos/as”. Polanski, especialista en “lo claustrofóbico”, en el misterio, el horror y la alienación, se jugó a retratar cómo las miserias humanas emergen tras la “educación” de la “civilización occidental y cristiana”. Incluso, que haya cambiado de registro –el “misterio” por el ácido humor–, significaba toda una apuesta para su reconocida trayectoria: podría surgir algo más que interesante. Pero no: “Un dios salvaje” es apenas “teatro filmado”. Y, fundamentalmente, un no entrar al fondo de los problemas y conflictos planteados. Aun con buenas actuaciones (aunque Winslet no tiene el mejor papel para lucirse, Foster por momentos exagera –y exaspera–, y Reilly sale “demasiado chambón”), y con buenos planos, con un libro que desnuda la hipocresía de la clase media norteamericana –y por qué no, la de cualquier país–, Polanski no se juega, y se queda, sencillamente, en la mera superficie de las cosas, desperdiciando una excelente posibilidad de desgarrar los velos de la vida cotidiana. Porque si el personaje de Waltz, un abogado que defiende a un gran laboratorio implicado en una denuncia por un medicamento, no provoca la ira completa de Reilly –quien se entera por teléfono de que su madre, ¡justo!, lo está tomando–, algo no está funcionando. Porque si apenas está la queja del personaje de Winslet a su abogado-marido porque nunca deja su celular, e interrumpe cualquier situación en pos de atenderlo, algo falta. Porque si los personajes de Foster y Waltz discuten acerca del África, acerca de –para decirlo en términos sarmientinos– “la civilización & la barbarie”, sin embargo no se desarrolla ninguna crítica fundamental a la hipocresía “de occidente”, ni ninguna otra crisis considerable. En definitiva, hablamos acá una vez más de una buena idea desperdiciada –como ya ocurrió, por ejemplo, con la última película de Moretti, donde se prometía un duelo entre psicoanálisis y religión, pero que nunca ocurrió–. “Un dios salvaje” derrocha gran cantidad de clichés, chistes e ironías completamente previsibles. Es, apenas, una película para pasar el rato –y que por suerte no llega ni a dos ni a una hora y media: apenas 75 minutos–. Compararla con “La soga” de Hitchcock no tiene mucho sentido –si es por la “escena continua”–, y menos con “El ángel exterminador” de Buñuel... sólo por la similitud con el “mecanismo” de que los personajes no pueden abandonar la habitación: acá hablamos, simplemente, de una comedia light, repleta de expresiones y situaciones (harto) gastadas. Parafraseando al escritor y periodista ya fallecido Tomás Eloy Martínez, podemos decir que todo “lugar común” significa “la muerte”... del arte. Y en este caso, del buen cine que uno espera (siempre) en Polanski.
Represiones La última película de Eastwood –que no obtuvo ninguna nominación para los premios Oscar– es una biopic sobre J. Edgar Hoover (1895-1972, interpretado por Leonardo DiCaprio), director del FBI durante 40 años. Mediante los flashbacks, que surgen de un maduro Hoover, que dicta a distintos secretarios las memorias de su trayectoria en la institución represiva que comandó, el film se adentra en los comienzos de su carrera, cuando diversos atentados, a comienzos de la década de 1920, le permitieron emerger como el más acérrimo enemigo de anarquistas, comunistas y “bolcheviques”. Así, Hoover ascenderá desde un inicial puesto de secretario al de director del Buró Federal de Investigaciones. El progresivo endurecimiento de las políticas hacia los trabajadores y la izquierda –incluyendo la deportación de Emma Goldman (Jessica Hecht)– significará la puesta en pie y consolidación de una poderosa institución represiva, a escala nacional, que se mantiene incólume mientras los presidentes, sean republicanos o demócratas, pasan (Coolidge, Hoover, Roosevelt, Truman, Eisenhower, Kennedy, Johnson y Nixon). Concentrando con la ayuda de su secretaria Helen Gandy (Naomi Watts) una cantidad enorme de información; modernizando el sistema y métodos de espionaje e investigación, Hoover puede combatir a “rojos”, a gánsteres y a personalidades de los derechos cívicos como Martin Luther King, mientras negocia con cada nueva administración que llega a la Casa Blanca. El film nos muestra que Hoover –como ocurre con otros personajes en otras películas de Eastwood– está predestinado –como le dice su madre, Annie (Judi Dench)– a ser un “gran hombre”, un “poderoso”… que sin embargo se oculta. Y se oculta… o, para decirlo con más precisión: lo que oculta, es su condición homosexual. Aunque nunca estuviera confirmada, gran cantidad de rumores y versiones (y en la película, gran cantidad de “señales” –escritas por el guionista de Milk, Dustin Lance Black–) lo plantearon. Y aquí empieza la discusión, sobre la forma y el contenido de película. Si bien Eastwood podría haber contado la historia en hora y media, en vez de en los 120 minutos que dura J. Edgar, lo cierto es que, principalmente, lo que hacía falta era una mayor contextualización del accionar. Porque, lo que enfrentó Hoover desde sus comienzos, fue fundamentalmente la onda expansiva internacional de la Revolución Rusa de 1917, y la organización de la clase trabajadora. Todo esto, un movimiento muy poderoso (como se recuerda un libro de reciente aparición, de Tariq Ali y el cineasta Oliver Stone 1) que acá queda solo como un trasfondo opaco (tan opaco como es la fotografía de la película). Sin mostrar esto ¿cómo explicar el temor y la firme decisión del protagonista por acumular todo el dinero posible y los medios (legales e ilegales) para llevar adelante su lucha? Desde el punto de vista de su vida privada, pareciera que Eastwood quisiera conectar las auto-represiones de Hoover –como queda a las claras en las escenas en que está con su madre, luego también, cuando ella muere, y en el fin de semana que pasa con su mano derecha en el FBI, Tolson Clyde (Armie Hammer) 2– a las represiones que comandó contra opositores sociales y políticos… y contra personajes del mismo establishment del régimen –como se ve cuando se entrevista con Robert F. Kennedy–. De conjunto, ambos “mundos”, el personal y el político, no terminan de cuajar, de desarrollarse y articularse, y se deja de lado décadas y décadas de políticas de persecución y represión decididas y meditadas (brillantemente narradas en, por ejemplo, la novela de Philip Roth Me casé con un comunista), así como en “lo personal” se utilizan muchos clisés y lugares comunes (como señalaron algunas críticas) para aludir a la homosexualidad de Hoover. Es así como entonces no hay ni reconstrucción histórica ni arte dramático en las pasiones de Hoover. Y sobre lo que significa que no la hayan nominado –así sea para una categoría técnica– al Oscar, y las críticas de la prensa norteamericana, esto ocurrió no porque haya sido una película “de izquierda” o “crítica” del funcionario en cuestión; mucho menos por el “liberalismo” del director, quien se declaró a favor del matrimonio entre personas del mismo sexo (una política perfectamente compatible con la derecha demócrata y la “izquierda liberal” republicana). Hay –acá también, aunque con mejores resultados cinematográficos que en La Dama…– un no jugarse a fondo con la historia y el personaje… que no quiso aprovechar “la academia” de Hollywood para intentar posar desde lo “políticamente correcto” con un personaje tan controvertido. Esta misma tibieza y superficialidad es la que asimiló, entiende y expresa DiCaprio, al proponer ver en la película “La idea del sacrificio, lo que supone servir a tu país”. Dijo: “Es un retrato fascinante sobre cómo el poder absoluto lo corrompe todo”. Desde esta generalidad “universalizante”, el actor dice que Hoover “hizo cosas detestables hacia el final de su vida” (¡pero si comenzó como un rapaz joven cazador de “rojos”!), y que “se convirtió [en] un dinosaurio político que se aferró a sus creencias durante demasiado tiempo”3 (como si lo importante fuera “el tiempo” y no el contenido concreto de sus reaccionarias creencias). Y Eastwood –ningún “progre”: recientemente aclaró que no era “obamista”–, aunque insiste en que “no se sabe mucho de él”, llama a Hoover “una persona muy interesante”, que “presionó para conseguir armas y poder trabajar como cualquier policía”. Y que se lo alababa tanto como se lo detestaba, eso sí: dependiendo “del lado de la ley [en que] te encuentres”.4 Así y todo, J. Edgar es una película que “se deja ver”, aunque no esté a la altura de las pasiones y la historia pública de su personaje. 1 Dice allí Ali: “La gente casi no habla de esto, pero hubo mucha represión llevada a cabo por las corporaciones de los Estados Unidos contra la clase trabajadora en los años veinte y los treinta. […] el impacto de la Revolución Rusa fue muy, muy profundo, y uno no puede ignorarlo”. “A partir de 1917, Estados Unidos –y desde luego las corporaciones norteamericanas– consideró una amenaza la mera existencia de la Unión Soviética. No era que temiera tanto el impacto en su propio país. Aunque sí lo hubo. Recuerda que fue el director del FBI y fiscal general de la administración de Wilson quien expulsó a tantos italianos de los Estados Unidos, invocando supuestas amenazas anarquistas o amenazas bolcheviques. En las ciudades estadounidenses solían golpear las puertas de aquellos hogares de inmigrantes europeos de la clase obrera que militaban en sindicatos, los arrancaban de sus hogares por las noches, los arrastraban y los expulsaban del país. Se vieron invadidos por el pánico porque no había una amenaza real de que surgiera un gran partido bolchevique en los Estados Unidos. Pero no querían correr el riesgo” (La historia oculta. Una conversación entre Oliver Stone y Tariq Ali, Bs. As., Capital Intelectual, 2011, pp. 22, 32 y 33). 2 Dijo Dustin Lance Black: “Como no encontramos pruebas de su homosexualidad, no me parecía correcto dar por sentado que él y Tolson hayan mantenido una relación abiertamente gay, mostrándolos a los besos o algo así. Igual, se puede ser gay sin concretarlo sexualmente: lo gay tiene que ver con la elección del objeto de deseo. Y ahí tengo menos dudas en cuanto a qué era Hoover” (http://www.pagina12.com.ar/diario/s...). 3 http://trailers-de-peliculas.labuta... 4 http://trailers-de-peliculas.labuta...
Una película más liviana que el aire Recientemente estrenada en nuestro país, La Dama de Hierro (The Iron Lady, 2011), de la directora Phyllida Lloyd y la guionista Abi Morgan, es, desde su estreno, una obra controvertida, que ha suscitado una gran cantidad de debates, dentro de Gran Bretaña y en el resto de los países en los que se ha ido exhibiendo. Y esto es así porque, si bien no se le puede exigir a una biopic –como al arte en general– que haga, como condición sine qua non, un pormenorizado retrato histórico y político de su protagonista y época; en el caso de una película que tiene como personaje principal a –nadie menos que– Margaret Thatcher, esto entonces es, por lo menos, una superficialidad de muy malos resultados. E incluso, si se hiciera simplemente el ejercicio de tomar al pie de la letra las intenciones declaradas de la directora del film, de hacer algo “apolítico”, el resultado también es malo: para ver la decadencia de una vida en la llamada “tercera edad”, tenemos obras excelentes, como Fresas salvajes (1957), de Ingmar Bergman, o Las invasiones bárbaras (2003), del canadiense Denys Arcand, por mencionar sólo dos. La Thatcher que hoy padece demencia senil (en la realidad), y que trata de recrear Lloyd, es de una superficialidad y convencionalismo totales. No hay claroscuros, desgarros, contradicciones, luchas, anhelos ni resignaciones en el personaje. Apenas una suerte de pobre anciana, “víctima de las circunstancias”. Y si pasamos a asociar al (malogrado) arte de dirección y guión –solamente rescatado por una firme y versátil (y maquillada para cada momento de la vida de Thatcher por un equipo de 19 personas) Meryl Streep [1]– al tema de la propia vida del personaje, tenemos más de lo mismo: convencionalismo y superficialidades. Porque, además del amague de una joven Thatcher que comienza su carrera política luchando contra el machismo del Partido Conservador –en una suerte de guiño al feminismo–, todo su accionar de gobierno es apenas trabajado. Apoyándose en imágenes de archivo, quien vea La Dama de Hierro sabrá (si es muy joven; o muy probablemente recordará) los enfrentamientos, desde fines de la década de 1970, contra los sindicatos, el IRA, la Guerra de Malvinas y el rechazo al proyecto del Euro y la Unión Europea. Pero todas las vicisitudes, contradicciones, presiones y alternativas ante cada momento histórico es despachado sin más, brindándonos entonces una Margaret Thatcher descafeinada, light, donde una “hija de almacenero”, con “ideales firmes” (¿cuáles?) y “convicciones” (de nuevo: ¿cuáles?) llega a la cima del poder... para luego ir descendiendo. Lamentablemente o se idealiza-empobrece al personaje humano, o se lo disfraza ideológicamente: como una anciana que sufre, no es creíble; como dirigente de la ofensiva de la restauración neoliberal (en un puesto dirigente de vanguardia, que compartió con el presidente norteamericano Ronald Reagan –quien aparece sólo una vez–), tampoco. (Incluso se obvia que el marido de Thatcher, ya fallecido, fue un millonario derechoso, un rabioso anticomunista; en el film aparece como el fantasma de un viejito divertido que hace chanzas.) Así y todo, esta película no ha dejado a nadie conforme. El experimento “centrista” de Lloyd y Morgan (que además, escribe libretos para los laboristas) provocó el rechazo de los thatcheristas (la llamaron “fantasía izquierdosa”), y de los dos hijos de la ex primer ministra, que rechazaron la invitación al estreno. Y el Primer Ministro inglés, Cameron, dijo: “Es más una película sobre el envejecimiento y los elementos de demencia que sobre una Primera Ministra estupenda”. Tanto la actriz como la directora le respondieron, en un extraño debate, donde nuevamente el arte se hace a un lado, para pasar a discutir las ideologías e intenciones políticas. “El retrato que hacemos de ella no es irrespetuoso. Es doloroso, pero es verdadero. Es la vida. Queríamos mostrarla en el final, ver la totalidad de una vida intensa y turbulenta”, dijo Streep –quien además fue opositora en su país al presidente Reagan–. Y la directora dijo: “En Gran Bretaña, Thatcher es considerada como una santa, un ícono o un monstruo, y creemos que ese debate está atrofiado. Queríamos contar otra historia, la de su ascensión al poder en un mundo de hombres, sus recuerdos, su soledad”. Como ya se dijo aquí, ni “historia de vida” ni “biografía política”. Lloyd y Morgan disfrazan a Thatcher de humanista (por ello escribe cartas de puño y letra a las madres de los soldados ingleses muertos en Malvinas) e incluso se les desliza algún perfil político (equivocado), como cuando decide enviar tropas a las islas, indignada por el atrevimiento de “un grupo de fascistas” (la Junta militar argentina). Pero nada dice de su alianza en esa guerra con Pinochet, a quien llamó “arquitecto de la democracia chilena”, ni de las brutales consecuencias del cierre de las minas, que acabaron con 20.000 puestos de trabajo. Si bien aparece alguna “denuncia” –como cuando un personaje de la oposición le endilga la responsabilidad por los muertos del IRA en una huelga de hambre–, globalmente, esta Thatcher está planteada (presentada) como una “mujer luchadora”... pero ocultando para quién (y cómo) luchó. [1] Streep por este papel ya ganó un Globo de Oro, una nominación a los Screen Actors Guild Awards (el premio que los actores se entregan a ellos mismos) y otra para el Oscar. Jim Broadbent (quien hace de marido), Olivia Colman (la hija) y Alexandra Roach (Margaret cuando joven) hacen también buenas interpretaciones de sus papeles.
Sensaciones, conceptos, movimientos, sentimientos ¿Cuál es el límite del cuerpo, su máxima expresión y proyección posibles? Una respuesta puede hallarse en Pina, la nueva película de Win Wenders (Paris, Texas, Wings of Desire, Buena Vista Social Club, entre otras). Filmada con la nueva tecnología 3D que inauguró la película de James Cameron, Avatar [1], Wenders nos lleva a un impresionante recorrido por algunas de las obras de Pina Bausch, bailarina y coreógrafa; una figura central del teatro-danza [2]. La utilización del 3D le da a Pina un plus que prácticamente transforma al cine, en determinadas escenas, en un vertiginoso teatro donde el espectador termina inmerso en las coreografías. Explicó Wenders en una entrevista: “Era el espacio lo que me había sentido incapaz de dominar. Eso cambió con el 3D” [3]. Como ha relatado muchas veces el director, el proyecto de filmar las obras de Bausch surgió como un plan a realizarse en común con ella misma, en la década del ‘80, y recién con la aparición de 3D se avanzó en concretar el proyecto. Lamentablemente la muerte de Bausch el 30 de junio de 2009 truncó todo, aunque luego Wenders, al ver que la misma compañía de Pina (el Tanztheater que dirigió desde 1973, cuando el ballet de Wuppertal la contrató), fiel a la máxima de ella: “Bailemos, bailemos, sino estamos perdidos”, siguió actuando cada función, terminó por filmar y entregar esta obra. Hay cuatro obras centrales que se recrean en esta película: Le sacré du printemps (1975), con música de Igor Stravinsky, una obra trágica donde se baila sobre un piso de tierra y se enfrentan y luchan dos bandos: fieros hombres y exigidas mujeres; Café Müller (1978), donde los bailarines y bailarinas danzan “espontáneamente” con los ojos cerrados y sólo hay uno que ver y corre frenéticamente montones de sillas que hay en un cuarto cerrado (esta obra incluso la trajo a Buenos Aires en 1980); Kontakthof (1978), donde utilizó para las diversas presentaciones bailarines/as –incluso amateurs– que van de los 14 a los 65 años; y finalmente Vollmond (2006), donde una lluvia constante y una gran roca son parte de un frenético enfrentamiento (¿búsqueda?) entre los/as bailarines/as. También, en el teatro o al aire libre, en los impresionantes territorios de Westfalen, el Tanztheater rinde su creativo homenaje a su maestra, no sólo interpretando algunas de sus obras sino danzando ellos mismos como solistas o en pareja. Escenarios sorprendentes; bosques, ríos, montañas, una escalera mecánica, una enorme piscina de club o el famoso monorriel de la ciudad, son aptos para que la cosmopolita compañía (hay de los 5 continentes –e incluso una joven bailarina nacida de dos integrantes del Tanztheater–) dé rienda suelta a su inventiva… muchas veces inspirada en las mismas breves preguntas, observaciones o lacónicas sugerencias de Bausch en el pasado. De esto último nos enteramos por los breves monólogos que dan los/as bailarines/as (voz en off sobre la imagen de ellos “de civil”), al igual que otras anécdotas, que se combinan e intercalan con algunas breves imágenes de Pina en ensayos y en alguna obra. De conjunto tenemos entonces una película “apta para todo público”; tanto para los amantes (y practicantes, por supuesto) de la danza contemporánea como para los neófitos. Accesible y amena, es también una película fuerte, donde los cuerpos se exigen (en esfuerzo físico y dinámico) y los espíritus desean o padecen. Donde la mujer en particular sufre y resiste. Y donde todos se expresan: con amor, odio, soledad, locura, alegría y divertimento. Tal como canta la performer Laurie Anderson en un tema de su disco Homeland, “Bodies in motion”: “Somos cuerpos en movimiento / encarnamos el espíritu del movimiento”. Muchas críticas dijeron lo obvio: esta no es una biopic; quien la mire, no sabrá el contexto socio-político de las décadas donde Pina desarrolló su arte; quien la vea, no sabrá cuáles eran los objetivos de sus obras; quien la vea, no sabrá cómo eran los ensayos. ¿Importa en realidad alguna de estas “carencias”? Una crítica dijo una gran verdad: Wenders realizó “una especie de monumento visual” [4] a Pina Bausch. Y lo logró. Con ella, con la compañía y con su cine (enriquecido ahora por el 3D). La importancia de esta nueva obra del autor de En el curso del tiempo radica en que fue fiel a una máxima de la coreógrafa y bailarina: no interesa saber cómo se mueve la gente, sino qué los mueve. Pina muestra exactamente eso.
El amague de un (gran) duelo El nuevo film del autor y director italiano Nanni Moretti –Caro diario, Abril, El caimán, y reconocida cabeza en las marchas anti-Berlusconi–, Habemus Papam, promete, desde el vamos, una situación por demás interesante y sugerente: el encuentro del Papa recién nombrado –tras el fallecimiento de Juan Pablo II–, en crisis, con “pánico escénico”, con un psicólogo (“el mejor de Italia”), quien se verá obligado a preguntar qué puede y qué no charlar con el sumo pontífice... Y, obviamente, no puede preguntar nada: sueños, recuerdos de la infancia y de su madre, deseos: nada de esto le es permitido –así como tampoco charlar en privado–, tras lo cual el psicólogo (interpretado por el mismo Moretti) quedará “preso” en el Vaticano, hasta que se resuelva la crisis (que se quiere ocultar), participando de la acción de la película, aunque ya con un papel secundario. Sin embargo la acción central pasa por la crisis “del hombre” con su servicio o misión en el mundo. Finalmente el Papa (un excelente Michel Piccoli), de incógnito, “entenderá todo” o se reencontrará, tras una incursión urbana (teatro de Chéjov incluido), con su “verdadera personalidad”, yendo finalmente a hablarle a sus expectantes y desorientados fieles… Moretti ha recibido críticas por izquierda y derecha tras el estreno de Habemus Papam. Respecto a estas últimas, señaló que el diario que expresa la opinión del Episcopado, L’Avvenire, “tuvo una opinión mucho más benévola (que las cartas de lectores) de la película, y varios referentes católicos y hasta sacerdotes y prelados mostraron simpatía hacia ella”. Respecto a las primeras, dijo: “es mi película y hago la película que quiero. Con respecto a esas críticas, lo que puedo decirle es lo que le dije antes: no pretendo denunciar nada, no estoy hablando de un Vaticano real, sino de unos cardenales que son personajes de mi película. Y a mí me gusta que los personajes de mis películas no respondan a ningún cliché. Pueden ser waterpolistas comunistas, reposteros trotskistas o, como en este caso, cardenales que juegan a las cartas, arman rompecabezas u organizan un mundial de voley cardenalicio” (Página/12, 8/9). Está claro que el director está en todo su derecho de crear la historia que quiera, con “independencia” –como él ha dicho– de la realidad; un “mundo propio”, con “una lógica propia”... pero entonces, el público no va a encontrar el “duelo” prometido entre psicoanálisis y religión; así como tampoco encontrará lo que dice la reseña que hizo el Ojo Obrero, donde se habla en general –y con cierto “mecanicismo”– del “fabuloso retroceso que viven las religiones, a la luz de la creciente maduración subjetiva que acarrea la crisis capitalista”, donde tendríamos una “película (que) confronta a la burocracia espiritual del dogma religioso con la interpretación de la conciencia del psicoanálisis, el rol liberador del espíritu que tienen el arte y el deporte, entre otros” (Prensa Obrera 1196). Ni las crisis económicas permiten que automáticamente millones rompan con la religión –que, “casualmente”, nos promete una vida mejor después de muertos–, ni el retroceso es “de las religiones”, salvo que se las reduzca a... la católica: basta pensar en el crecimiento del Islam las últimas décadas, o la Iglesia Universal del Reino de Dios, que se vende por TV en nuestro país, como muchas otras. En palabras del papable cardenal Scola en un reportaje, existe el “fenómeno histórico de que ahora tenemos 15 millones de musulmanes en Europa, esto es sólo un hecho histórico que hace más urgente el diálogo interreligioso en Europa” (La Nación, 28/6). Hay una crisis de la Iglesia católica, apostólica y romana, pero no de las religiones en general… Y mucho menos se expresa algo de esta crisis en la película de Moretti. Entonces, vez más, como tantas veces suele pasar (no sólo en el cine), hay acá una buena idea desperdiciada. Además, el film se pone denso, largo y casi sinsentido (por momentos parece la simple historia de un viejito homeless –sin la menor conexión con toda la burocracia previa que se muestra al comienzo Habemus…–), sin llegar a cuajar de conjunto como una crítica mordaz al cristianismo y a su institución (el Vaticano), estando todos los elementos a mano para ello. Sin embargo Moretti renunció conscientemente a ello, y la acción se dispersa de tal modo que parece una comedia light más, y por lo tanto el rol del psicólogo, las viejas ansias de ser actor del flamante (y “resistente”) Papa y la misma crisis de los cardenales y sus fieles no se articulan dignamente. Moretti tampoco desarrolla –como seguramente lo podría haber hecho Woody Allen excelentemente– un humor irreverente, incesante y vertiginoso (ése que tras un rato de mucha risa delirante también deja pensando). Y mucho menos hay un tratamiento profundo como el que podrían haber hecho Ingmar Bergman o Roman Polanski. En suma, tenemos una película tibia, poco jugada y sin fuerza. Es decir, un “amague fílmico” con un tema que da para mucho, siempre y cuando se lo trate con alguna agudeza o inteligencia (bien o mal) “intencionada”.
La ópera prima de Santiago Mitre –coguionista de Pablo Trapero en Carancho y Leonera– El estudiante, muestra las vicisitudes (o mejor: la trayectoria) de un joven del interior (Ameghino), de apariencia impasible, quien cursa por tercera vez en la Universidad de Buenos Aires, en este caso en la Facultad de Ciencias Sociales. Y allí, “enamorado” de una docente, terminará ingresando a la militancia política. Pero no a cualquier militancia: Roque se sumará, desde la Brecha (agrupación –de ficción– de perfil centroizquierdista), a lo que se conoce como “rosca”. Desde allí comenzará, junto a la organización de estudiantes –muy pocos: unos 30 que terminan yendo a un campamento un fin de semana–, las negociaciones con otras agrupaciones y autoridades, tanto universitarias como de los partidos “tradicionales”, para las elecciones a Centro de Estudiantes y de Rectorado. Una voz en off explicará que Roque dejará de cursar materias para priorizar “la militancia”: una donde se negocia, hay dinero (los servicios de bar y fotocopiadoras), se organiza gente, se reciben y dan órdenes. Esto, acompañado de una vida social “normal”, donde Roque va a fiestas, tiene relaciones con varias chicas, etcétera. Se puede afirmar que el registro de la película es el de un “relato realista” (de ahí las imágenes reales filmadas), contemporáneo, al mismo tiempo enfocado en el micromundo de “la rosca” universitaria. Christian Castillo, docente de la misma Facultad de Ciencias Sociales, en un diálogo con el director (publicado en Tiempo Argentino) ha dicho, refiriéndose a la relación entre la realidad y el film: “el sistema sigue siendo completamente anti democrático y oligárquico, donde muy pocas personas tienen una capacidad de decisión política enorme y los más acomodados, los más conservadores, tienen la mayor capacidad de representación. La película muestra muy bien cómo se hace esa negociación y eso me parece un hallazgo” [1]. Toda la acción de El estudiante está instalada en el presente: se ven, como “telón de fondo”, mientras los protagonistas recorren los pasillos de la facultad, los carteles donde se reclama por la muerte de Mariano Ferreyra, así como otros que denuncian la judicialización a Juan Oribe, Jesica Calcagno y Patricio del Corro, encausados por luchar contra los despidos en la fábrica Kraft-Terrabusi. Es decir, todo otro sector del estudiantado que no hace política clientelar y, por el contrario, impulsa asambleas, luchas y acciones solidarias con los trabajadores. Y también se ve una pintada con un “fuerza Cristina”. Asambleas y tomas, sin mucho contexto, son otros momentos-situaciones que vive Roque, ya transformado en puntero profesional... finalmente traicionado por su dirigente –quien a su vez es traicionado por Roque–. La historia es compacta, sin fisuras, aunque hacia el final tiende a hacerse un tanto densa y decae un poco: Roque es un joven sin mayor ambición que hacer lo suyo “bien”, por fuera de cualquier objetivo político; así lo que quiere mostrar Mitre –como dijo en varios reportajes–, “cómo la política se apodera de las personas”, queda bien claro: es un aparato (que vive de la universidad y de la política burguesa) lo que atrapa a Roque. Al mismo tiempo, el director ha dicho que la suya es una película “abstracta políticamente” [2], aunque algunas, muy pocas críticas [3] han señalado la imposibilidad de esta inocencia y más bien el trazo grueso en que cae varias veces Mitre, desde el punto de vista del contenido general. Yo en particular resalto el estereotipo que se hace del militante de izquierda, como una especie de necio o fanático que se desvive por ligar cualquier tema (materia) a la explotación capitalista [4] –incluso, este militante termina siendo funcional a las maniobras de Roque contra un ex militante-candidato de Brecha–. En general, en El estudiante el mundo de las ideas políticas es sumamente difuso; y así, la política clientelar-burguesa es la que prima, por fuera de toda ideología (cuestión que, explicó el realizador, va en función del personaje “pragmático”, “de acción” que es Roque, y de hacer “universal” la película, para que funcione en el exterior). Pese a todo, con buenos planos y sólidas actuaciones, con un buen guión (es una historia bien contada: intensa desde el inicio, con un suspense que atrapa al espectador) y recursos técnicos, El estudiante relata uno (pero sólo uno) de los caminos que transita hoy un sector de la juventud en la universidad pública.