CANTAR EN VOZ BAJA La primera característica de un narrador épico es su humildad. El contraste poético se produce entre un hecho inmenso y una voz que se reconoce muy por debajo de las capacidades necesarias para retratarlo. Leemos a Homero en el Catálogo de las naves de la Iliada: “La multitud contar yo no podría ni tampoco nombrarla aunque tuviera diez lenguas y diez bocas y voz infatigable y en el pecho tuviera yo de bronce los pulmones…” Esta humildad de la voz es necesaria para que el canto no sea un pastiche entre los sucesos épicos y un narrador orgulloso de sí, de sus palabras, de su honor, de la atención que se le presta. La épica está en sus héroes, no en quienes los cantan. El problema del film Dune es que el narrador se toma muy en serio a sí mismo, queriendo impregnar cada uno de sus planos de un aura épica que no se consigue por las acciones sino por una mística anterior, que al ser forzada, resulta falsa y molesta. No hay conversación, paisaje, objeto o acción cotidiana que no pida ser leída como paso de Aquiles o grito de Héctor. Más que relato épico, parece una gran publicidad de autos y perfumes: bella y fría, forzada y lejana. Pero además, Dune tiene el problema de venerar la misma historia que está contando, como si realmente esta se tratara de la Iliada de Homero. Y la novela de Herbert es muy, muy fallida. “Dune” es hija de su época. Solamente un norteamericano alejado de la religión de sus padres, católico en este caso, y deslumbrado por la moda de su época, podía haber creado semejante menjunje. Orientalismo, ecología, drogas y alucinaciones, arabismo, mesianismo, espiritualismo. Dune es una novela de la new age, y por eso mismo su interés para personas como Jodorowsky, Lynch o George Lucas. “Dune” es una novela que quedó vieja, siendo uno de los mejores retratos de una generación confusa que veía el mal en el petróleo, el bien en las religiones exóticas a occidente, o la salvación en la aparición de un mesías revolucionario que es enviado por las fuerzas cósmicas de la era de Acuario pero no por Dios. Esta misma generación, algunos años después, seguiría apostando por una espiritualidad de libros de autoayuda y piedras minerales compradas con tarjeta de crédito. Sin ser una novela perfecta, “Las brujas de Eastwick” de John Updike, es un buen retrato de esta generación hippie que termina practicando magia negra por aburrimiento consumista. “Dune” está escrita con una seriedad risible, una confusión puesta adrede para hacerla sentir importante, una prosa que fuerza la épica y unos personajes tan venerados como chatos. Tolkien, que tenía las ideas más ordenadas, hace también un relato épico donde lo grande se combina con canciones, donde hay humor, un leve erotismo elfo y páginas de puro terror. La película de Denis Villeneuve parece sentir un temor reverencial por su material de origen y en vez de atacar sus puntos débiles, los sigue como si fueran dogma. Una historia que tarda mucho en arrancar, un desarrollo de personajes que resulta frío, un tono orgulloso y forzado que resulta agotador. Para contar la épica de necesita de una voz humilde y un hecho grande. Cuando la voz grita su importancia y la épica está inflada, solo obtenemos una derrota olvidable.
Peronista, católica y criminal Esta la historia de Rosa, una joven costurera casada con un marido que no le presta demasiada atención, vecina de un barrio en apariencia tranquilo y aburrido. Decimos en apariencia porque en realidad el barrio metaforiza a nuestro país: estamos en 1955, a meses del golpe contra el presidente Perón. En las calles hay asesinatos, robos y traiciones. Hay violencia. Y el barrio de Rosa, su casa, su mismo cuarto, serán sus representantes. Algo con una mujer es un film de género. Pero no solo por el género cinematográfico, un melodrama policial, sino también porque es un film sobre la mujer. Y sobre las telas y sus distintos géneros. Recordemos que Rosa es costurera. Aquí la primera nota brillante de este relato: saber engazar en una misma cadena de sentido todos sus eslabones. Porque Rosa está aburrida de su vida personal, empieza a mirar hacia afuera; porque le gusta el cine empieza a proyectar una investigación detectivesca (o criminal); porque es costurera, serán los hilos, las agujas y las tijeras sus armas. Loioco y Turek parecen comprender que una buena puesta en escena no se basa necesariamente en el exceso, el movimiento o la amplitud. Con pocos elementos bien elegidos, con su reiteración, con sus sentidos trabajados en los empleos que se hacen de ellos dentro de la trama, es como se consigue hacer cine. Como enseña el melodrama y el noir, la vida burguesa está dividida por la marca de lo doble: la vida de la apariencia social y la vida de lo privado. División necesaria para que los negocios, sean limpios o turbios, puedan ser llevados a cabo. Los directores de este film saben aprovechar los espejos para mostrar a nuestro trío protagónico en imágenes espejadas que dan cuenta de su doble vida. Amas de casa tentadas por lo criminal, maridos que desaparecen por misteriosas causas, amantes que seducen y amenazan a la vez. Esta duplicidad es rica porque estamos en las puertas de otra división que pronto arrasará en con sangre al país. Pero es también una duplicidad que pone en crisis y genera preguntas incómodas. ¿Qué fue el peronismo? ¿El estado convertido en Robin Hood? ¿Una organización criminal que se terminó fagocitando a si misma por sus propia traiciones internas y por los que se metieron de afuera? ¿O quizás la historia de una ilusión perfecta que como toda ilusión debe terminar con el golpe de la tragedia? El film no responde ninguna de estas cuestiones, pero pone en escena y hace pensar. Porque a la vez que vemos a Perón expropiar la cervecería Quilmes, vemos también a una banda peronista que asalta a un usurero. Pero es esta misma banda la que a su vez se termina traicionando a sí misma, sea por dinero, por una mujer, o por sus ideales rotos. Algo con una mujer incomoda por su trágico gesto final. En el colchón donde se ejecuta uno de los planos más eróticos y efectivos de los últimos años, también se concluye un crimen. En el gesto final de Rosa está la invitación a la última pregunta, la más importante de todas. ¿Es nuestra protagonista finalmente libre para cumplir su sueño? ¿O es ella misma un país que deja a su descendencia una herencia manchada de sangre, una herencia de compañeros separados, una herencia de crimen, violencia y falsas ilusiones? Argentina es mujer. Y aunque se merezca el cielo y sea católica, no es ninguna santa.
Un fantástico nacional posible. Punto Ciego plantea el problema de cómo representar lo marginal en la actualidad, sin considerar necesariamente a lo que está en el margen como lo pobre o lo miserable, sino como lo alterno que puede volverse centro. Lo marginal en este caso es lo fantástico, género que aún es más marginal en un país cuyo cine fantástico tuvo sus más apreciados recorridos dentro del período clásico, en una particular combinación con el melodrama. Entonces, ¿cómo pensar en Carpenter desde Argentina? ¿Cómo hacerlo en Hitchcock, en De Palma, desde un nosotros que nosotros mismos nos creamos posible? Los argentinos, que aceptamos cualquiera verosímil fantástico extranjero, para los locales nos volvemos extremistas de la disconformidad. Martín Basterretche plantea con su película estos arriesgados interrogantes y encuentra una interesante respuesta. Punto Ciego sitúa su acción en un puerto de una pequeña ciudad balnearia, que es a Buenos Aires un margen, como lo es también al llamado “interior del país”. La misma locación entonces se vuelve situación de conflicto: una tensión entre la ciudad y lo rural que encuentra su simetría en otros pares binarios: la realidad y la ficción, lo masculino y lo femenino, lo fantástico y lo demencial, el bien y el mal. Esta ciudad puerto, espacio de una puesta en escena puesta al margen, es entonces un verdadero puerto simbólico desde el cual se trafican sentidos: un héroe del interior del país caído en una trama citadina que lo excede, un cantante del llamado género folklórico enfrentado a otro cantante representante del tango actual, un Ulises no preparado para evitar la seducción de una sirena ya no auditiva sino visual, un Norman Bates viviendo su propio Vértigo y un Gavin Elster que en esta época ya no necesita construir mujeres materiales porque vivimos en un mundo de virtualidades más reales que los fantasmas. Donde la película triunfa es en el planteamiento que hace de su fuera de campo. Es a partir de los fragmentos, los sobreentendidos, los silencios y las acciones, que se crea una constante sensación de amenaza tan onírica como real. Para esto es esencial la destacada manera en que se plantea el enfrentamiento de dos logias secretas que se debaten por un mismo mar, siendo este el representante de otra cuestión, de otras aguas: desde el corazón del protagonista a la humanidad toda. Punto Ciego y su guión parecen demostrarnos que lo fantástico nacional es posible a partir de comprender cuáles son nuestros márgenes en todos sus sentidos, cuál es nuestra herencia fantástica (que siempre sobrevolará a Bioy y por ende al amor), cuál es nuestra relación con el cine fantástico de la autoconsciencia de Hollywood y cuál es el aporte que desde nuestro arrabal podemos brindar. Seremos sutiles, seremos amigueros, seremos del bar y también del mar. Nuestras mujeres nunca serán tan malas y Buenos Aires será siempre fantasmal. Nuestros héroes serán derrotados desde el momento de pisar acá, lo católico dirá su nombre y el buen gusto luchará contra la rascada hasta que este, nuestro país, ya no sea más. Punto Ciego. Un importante primer paso hacia un gran ideal.
El Club de los Desahuciados (Dallas Buyers Club, 2013) está basada en la vida de Ron Woodroof, un electricista texano enfermo de SIDA que en los ochenta arma un gran aparato de distribución de medicina alternativa e ilegal para el tratamiento de la enfermedad. Arthur Miller fue quién sostuvo que una historia dramática es fascinante cuando encierra una paradoja. En Dallas... lo interesante está en ver que el crecimiento económico, y luego ético, del personaje se da a partir de saberse poseedor de una enfermedad mortal, causante de vergüenza y desprecio. Dallas... está lejos de ser una película perfecta, pero tiene algunos puntos para destacar. Primero que nada la actuación de Matthew McConaughey que, junto a la de Killer Joe (2011), es la mejor de su carrera. Luego tenemos la visualización directa del problema: la película no teme ser cruda con un tema incómodo que aúna nociones como las de enfermedad, adicción, discriminación, dinero y muerte. Los dos grandes problemas de Dallas… se encuentran en su armado y en su guión. En su armado porque peca en la utilización de todo ese arsenal de recursos que ya están cristalizados y harán envejecer a la película de manera prematura. Hablamos de esa extraña fórmula que dice: “A más realismo, más cámara en mano”. Pero también de los desmayos marcados con los cortes directo a negro, las notas agudas en la música cada vez que se acerca una nueva crisis del protagonista, al vaivén entre el esteticismo de algunas secuencias contra al naturalismo crudo o la puesta melodramática de otras.
La Esencia del Amor cuenta la historia de Arthur (Terence Stamp) y Marion (Vanessa Redgrave), un matrimonio inglés de la tercera edad. Arthur es quejoso, serio y poco demostrativo. Pero ama a su esposa, una mujer alegre y cariñosa. Pese a lo opuestos que son, o quizás por eso mismo, Marion y Arthur se aman. Ella encuentra en él la seguridad, “mi roca”, lo llama. Él encuentra en ella el calor que tanto necesita. Marion sufre de un cáncer que la tiene en sillas de ruedas. Arthur la baña, la asiste, la cuida. Incluso la lleva hasta la puerta del club de canto para ancianos del que Marion tanto disfruta, a pesar de que para él es tan solo un conjunto de viejos a los que les gusta hacer el ridículo. Cuando llega la noticia de que a Marion le quedan pocos meses de vida, Arthur decide acompañar en sus últimos sueños a su esposa aunque eso signifique tragarse su orgullo y formar parte de un ridículo y encantador coro de ancianos amantes del rock and roll. La Esencia del Amor está dentro de ese conjunto de comedias dramáticas que tratan de manera tierna y humorística los últimos años de sus personajes principales. Estas películas suelen funcionar por combinación extrema: un amor adolescente entre dos viejos en nuestra Elsa y Fred, ancianos con una vitalidad sobrenatural en Cocoon, una familia ensamblada en la francesa ¿Y si vivimos todos juntos? Es lo mismo que sostenía la Up de Pixar: a cualquier edad es posible iniciar un camino hacia la aventura, es decir, a la transformación, al abandono de la adolescencia espiritual. Películas como estas suelen ser despreciadas por los cultores del cine “serio” y amadas por el público mayor -y no tanto- que puede identificarse con la historia de sus personajes. Es en la sinceridad de sus pretensiones donde estas películas se destacan. Tenemos un cuento clásico, bien armado, mejor actuado, con momentos de risas y otros de lágrimas. ¿Compran? ¿O acaso prefieren algo similar pero más “culturoso”? Pinchemos un poco. ¿Por qué será que el retrato en extremo realista de un matrimonio anciano donde ella tiene cáncer y él la cuida con profundo amor es bueno por su tono crudo, ascético y sombrío? ¿Desde cuándo el cine es el arte de la realidad? ¿Desde cuándo el tono grave eleva una historia? ¿Será acaso que las lágrimas de culebrón valen menos que las del drama burgués? Es cierto, el cine es más que su historia, es también su puesta en escena. Recomendamos entonces prestar atención al uso del color amarillo, la centralización del plano para ciertos momentos claves, y la recurrente utilización del sol como elemento simbólico. No hay que juzgar un libro por su tapa, dice la canción. La Esencia del Amor tiene aciertos narrativos y compositivos pero prefiere asegurarse que pasemos un momento de pura emotividad. Semejante bocanada de vida en un mundo tan inteligente, ¿no es para agradecer?