Hombre Araña (versión 3.2) El recambio de superhéroes fue necesario desde que actores como Robert Downey Jr, Mark Ruffalo y Jeremy Renner comenzaron a dar muestras de cansancio y vejez, y qué mejor idea que conseguirse a uno nuevo que durara realmente, que fuese lo suficientemente joven como para rendir unos veinte años y una cantidad aún mayor de películas. De hecho, hace tres años que el entonces veinteañero Tom Holland se integró al universo Marvel como el nuevo Hombre Araña (un personaje para el que ya vienen sucediéndose tres actores diferentes en lo que va del siglo), y desde entonces ha participado con ese rol en cinco películas; Capitán América: Civil War, Spiderman: De regreso a casa, Vengadores: Infinity War, Vengadores: Endgame y esta última Spiderman: Lejos de casa. Holland cumple muy bien con prácticamente todos los requisitos para ser un superhéroe; es un buen actor dotado de cierto sex-appeal, es ágil y atlético, es gracioso y simpático. La clave del éxito de Marvel es esa: superhéroes carismáticos de los que quisiéramos ser amigos, y a los que de buena gana visitaríamos una y otra vez en el cine.
El mejor Hollywood Toy Story 3 era un precedente difícilmente superable. La entrega anterior de la saga de los muñecos animados –en el doble sentido de la palabra– que colocaba a los personajes en una prisión, y bajo un régimen mafioso de juguetes oportunistas y explotadores, fue una de las más creativas, intensas y emotivas obras que ha dado Pixar. Y no es poca cosa, considerando que el estudio de animación estadounidense cuenta en su historial nada menos que con películas del calibre de Buscando a Nemo, Wall-E, Ratatouille e Intensamente, varias de las mejores aventuras familiares jamás logradas.
Como reacción ya casi refleja, muchos espectadores optan por huirles como a la peste a varios de los géneros más revisitados de Hollywood como el terror, el cine infantil y la comedia. Y razones para ello no faltan; por el contrario, abundan. El subgénero de las comedias románticas debe de ser uno de los nichos que peores películas arrojan constantemente, engendros edulcorados capaces de provocar shocks glicémicos al espectador desprevenido. Pero lo cierto es que, por fortuna, de vez en cuando aparece una gran excepción, un notable ejemplo capaz de dignificar una vez más el género. Esta película es una de esas bienvenidas rarezas.
La señora del hacha La idea no está nada mal: la amenaza que se cierne sobre los personajes es humana, una señora solitaria que, quizá para sentirse valorada o para recuperar una juventud perdida comienza a rodearse de adolescentes, ofreciéndoles lo que ellos más desean; un lugar donde poder hacer fiestas, fumar marihuana y beber alcohol hasta quedar inconscientes, sin el riesgo de exponerse a reprimendas paternas ni ser hostigados por la policía. Claro que cuando esta señora comienza a sentirse parte, pretendiendo ser la mejor amiga de todos (al punto de dejarles cincuenta mensajes de whatsapp en una noche), el asunto comienza a tocar notas inquietantes. Y el espectador bien podrá rememorar personajes similares que le habrá tocado en suerte conocer.
Despliegue de autocompasión En una escena inicial, el protagonista participa de un círculo de terapia grupal y comienza a enumerar sus principales problemas: “Soy Elton Hércules John y soy alcohólico, y cocainómano, y adicto al sexo, y bulímico, y adicto a las compras. También tengo problemas con la marihuana y de control de la ira”. Adicciones no tan frecuentes (al menos no acumuladas todas en una misma persona) que, de algún modo, llevan a pensar que lo que se avecina será una biopic turbulenta, o cuando menos incómoda, y más si se conocen al menos superficialmente algunas de las historias del comportamiento del verdadero Elton John en los backstages durante las décadas del 70 y 80. Pero es interesante cómo durante el devenir de la posterior narración, varias de estas problemáticas son minimizadas o directamente omitidas del cuadro.
Vagos y contestatarios Hay algo profundamente enigmático en las primeras escenas de esta película. Una banda punk interpreta su canción ante un auditorio semi-rígido, con jóvenes que, si bien se nota en sus expresiones y en sus rostros que aprueban y disfrutan de la música, permanecen sentados, como apuntalados a sus butacas. Nos encontramos ante un mundo anacrónico: se trata del Leningrado de la URSS y de los primeros ochenta, y mientras en otros países las bandas de punk destruían escenarios enteros, con un público enfervorizado que se atropellaba y volaba por los aires, aquí la rigidez y las estrictas prohibiciones derivaron en un submundo en las antípodas. Así, en los toques los asistentes no podían pararse, llevar pancartas o gritar, e incluso se les prohibía moverse al compás de la música.
Lo que ocurre por fuera de la central telefónica se construye en base a las descripciones, los sonidos que pueden oírse a través del tubo, al punto de que esas imágenes son únicamente plasmadas en la mente del espectador. Una Copenhague nocturna y lluviosa, una niña ensangrentada, una camioneta, un cúmulo de papeles tirados son varios de los cuadros vívidos que se van construyendo gracias a este sobresaliente artificio.
Huele a espíritu adolescente En una de las mejores escenas de esta película, el niño protagonista, convertido en un adulto y apenas consciente de sus nuevos poderes, tiene una desternillante pelea con el villano de turno en medio de una juguetería. Intentando escapar, le tira peluches por la cabeza, mientras el malo lo ataca con todo lo que tiene. En cierto momento, el héroe se ve parado accidentalmente sobre un teclado musical gigante, en un claro homenaje a Big, quisiera ser grande. La referencia no es gratuita, ya que esta película le debe mucho al clásico ochentero, tanto en espíritu como en su contagioso tono de comedia.
El texto del discurso de la doppelgänger, una suerte de gemela maldita de la protagonista, cerca de la mitad de la película, hiela la sangre hasta al más curtido. Hay mucho de perturbador en la idea de que la diversión de una persona suponga el infierno para otra, y esta película explota notablemente esta “fantasía” que, en el mundo en el que vivimos, no deja de tener cierta pertinencia y hasta fundamento. La mirada desencajada de la actriz Lupita Nyong’o, así como su voz rasposa y entrecortada profiriendo estas palabras, es de lo más inquietante que ha dado el cine de terror en los últimos años.
Culpa, parálisis y desacato Está claro que el cine iraní ha cambiado mucho en la última década: a un panorama dominado por las historias simples y minimalistas, frecuentemente centradas en personajes pertenecientes a las clases bajas –por lo general niños de un entorno rural o semirrural– se le ha impuesto uno más novedoso, que se enfoca principalmente en las clases medias urbanas, y en conflictos dramáticos cercanos al thriller. Directores multilaureados como Abbas Kiarostami, Mohsen Makhmalbaf, Jafar Panahi y Majid Majidi les pasan hoy la posta a otros, como Asghar Farhadi (La separación, El viajante), Houman Seyyedi (Thirteen, Sheeple) y Ana Lily Amirpour (A Girl Walks Home Alone at Night, The Bad Batch) quienes además comparten la singularidad de utilizar ciertos parámetros de los géneros (no sólo elementos del thriller, sino también del policial negro y del terror) para contar historias propias, impregnadas de particularidades de la cultura local.