Los oscuros rincones de la mente En un comienzo todo parecería indicar que nos encontramos ante un thriller psicológico, con énfasis en la investigación detectivesca y un curioso enigma de habitación cerrada: el caso de una asesina serial que escapó de la abarrotada celda de un manicomio, sin que nadie haya reparado en su fuga. Así es que el detective interpretado por Leonardo Di Caprio ingresa junto a un colega (Mark Ruffalo) a la isla del título, que en definitiva no es más que una institución convenientemente aislada de reclusión para criminales psiquiátricos. Shutter significa persiana, por lo que se trataría de una isla oculta, tapada, en la cual se esconden secretos incómodos. Di Caprio extraerá la rápida conclusión de que los interrogados no le son sinceros, y cuando la noche se cierra y se desata una terrible tormenta, es precisamente cuando la lúgubre isla comienza a cerrarse sobre él (shut es también cerrar) y se da paso, paulatinamente, a un inhóspito terreno de horror psicológico y moral. Lo que acontece en el psiquiátrico dispara dolorosos recuerdos en el protagonista, especialmente vivencias ocurridas al final de la Segunda Guerra Mundial, cuando formaba parte de los soldados que liberaron el campo de concentración de Dachau. Vívidos flashbacks integrados notablemente a la narración revelan los traumas del protagonista, y las razones por las que su incursión en la isla es también una misión personal. Es de importancia crucial la “guerra” interna entre psiquiatras que se vive en el manicomio. Por una parte los defensores de métodos agresivos para tratar a los convictos (encadenamientos, lobotomías, terapias de choque) y por el otro los partidarios del trato humanista. No es menor que Di Caprio deje escapar su desaprobación primaria hacia la atención psicoanalítica y el buen trato con los criminales, como inercia quizá de un sentir popular y un revanchismo visceral e irreflexivo. La clase de posiciones imperantes que facilitan la existencia de ciertas prácticas deleznables. La película se ubica en el contexto de la Guerra fría, en el año 1954. En ese entonces se encontraba en plena operatividad el programa MK Ultra, por el cual la CIA experimentaba con seres humanos utilizando radiación, drogas, hipnosis y electroshocks, con el objetivo de mejorar las capacidades para obtener información y desarrollar métodos de tortura e interrogatorios. A poco tiempo de la apertura de los campos de concentración, Estados Unidos ya estaba perpetrando atrocidades similares a las de sus vencidos enemigos. No es extraño que Scorsese, uno de los más lúcidos exploradores de la violencia, establezca un paralelismo entre las aberraciones de alemanes y norteamericanos, sugiriendo que el problema no está en las nacionalidades ni en ningún “eje del mal” sino, como dice un personaje, “en la mente humana”. El pesimismo del director nunca fue tan impiadoso ni fue desplegado con tanto poderío en la pantalla. Es probable que, por las repetidas y dolorosas descargas impartidas sobre la audiencia, Shutter island tenga tantos defensores como sufridos detractores, pero conviene advertir que la película no es gráfica, sino que genera tensión mediante sugerencias sutiles, pistas falsas, y una batería de recursos orquestados con impecable precisión. Pocos cineastas además de Scorsese podrían haber pergeñado un clima de paranoia similar; la fotografía de Robert Richardson (JFK, Casino, Kill Bill), el diseño de producción de Dante Ferreti (Ginger y Fred, Gangs of New York, Sweeney Todd) y una minuciosa selección musical de temas preexistentes propician un clima sinuoso, gótico y expresionista que potencia la constante sensación de incertidumbre. Una escena con Di Caprio encendiendo fósforos para iluminar una celda de máxima seguridad en la más absoluta oscuridad integra realidad y fantasía como pocas veces se ha visto, generando un desconcierto mayor, en un brillante registro que recuerda algunos momentos de Ugetsu monogatari de Kenji Mizoguchi. El elenco es otro punto fuerte. Di Caprio logra un personaje con tantos dobleces y cambios de registro como podría ser imaginable, Ruffalo y Ben Kingsley son alternativamente cálidos y amenazantes y no se sabe bien qué esperar de ellos, Emily Mortimer y Michelle Williams son dos desequilibradas inolvidables y Max von Sydow encarna un personaje siniestro como pocos. También desbordan talento breves apariciones de Patricia Clarkson y Jackie Earle Haley. Shutter island puede ser dura, oscurísima y desasosegante, pero nadie podrá negar que se trata de una de las experiencias cinematográficas más ágiles, intensas y brillantemente concebidas de los últimos años.
Es el barrio que me hizo así Los reptiles se arrastran por doquier, moribundos. Un lagarto en la carretera causa un gran accidente de tránsito. Una serpiente se desliza sobre el agua marrón y nauseabunda que dejó Katrina. El desborde climático, el caos y la putrefacción se imponen para sintonizar perfectamente con un departamento de policía corrupto hasta la médula, con personajes descarriados y un protagonista infecto. Esta película tiene el curioso mérito de presentar un antihéroe aun más hijo de puta que el precedente encarnado por Harvey Keitel en Un maldito policía, de Abel Ferrara. Herzog dijo, quizá para acabar con una fastidiosa avalancha de preguntas, que nunca vio la película de Ferrara –algo altamente improbable– y que este filme no debería compararse con el anterior. El título fue resultado de la presión de los productores, que quisieron darle un aire de remake, pero Herzog insistió en agregarle las palabras Port of Call New Orleans para diferenciarlo del precedente. Nicholas Cage es un teniente de policía que, por haber hecho un acto heroico y loable –quizá el único de su vida–, sufre continuos dolores en su columna. Es inevitable comparar esta película con la otra, ya que el concepto general es similar: el detective trastornado del título entra en una vorágine autodestructiva de consumo de drogas y abusos de poder. Aquí hay, sin embargo, una celebración soterrada por tanto desmadre, y una clara simpatía por este descarriado que se salta todos los procedimientos y transgrede todas las reglas de buena conducta imaginables. Un hombre que quizá alguna vez fue una buena persona, pero que ahora es malo a rabiar, y que deambula, entre alucinaciones, improvisando atropellos con alarmante impunidad. Cage no para de sobreactuar en ningún momento, pero de todos modos es la película en sí misma la que está desencajada, pasada de rosca. Quizá no trascienda demasiado ni mucha gente se la vaya a tomar muy en serio, pero Un maldito policía en Nueva Orleans es una bizarrada sumamente disfrutable.
Delirio controlado Por muchos esta película será recordada como la última interpretada por Heath Ledger, y la que vio su rodaje interrumpido por la súbita muerte del actor. Cuando el director Terry Gilliam recibió una llamada en la que le daban la mala noticia pensó súbitamente que su filme tendría que suspenderse. Pero un tiempo después se le ocurrió una idea genial: reconfigurar el personaje de Ledger de modo que cada vez que atrravesara un espejo y pasara a un mundo imaginario, también se transformara su rostro. En esas metamorfosis, el personaje de Ledger se convierte nada menos que en Johnny Depp, Jude Law y Colin Farrell sucesivamente, y lo sorprendente del asunto es que la idea fue totalmente acertada. En ningún momento se ve como algo forzado, los distintos intérpretes energizan el relato (las tres apariciones son grandiosos clímaxes) y aportan nuevos dobleces al personaje. Gilliam es un director irregular, y uno sumamente desafortunado. Su película El barón de Munchausen fue un estrepitoso fracaso comercial; y su emprendimiento abortado, The man who killed Don Quixote tuvo uno de los rodajes más accidentados que puedan recordarse. Pero Gilliam es relevante ante todo por sus brillantes aciertos, que en particular son tres: Brazil, Doce monos y, en menor medida, Pánico y locura en Las Vegas. Hoy habría que sumar esta demencial El imaginario mundo del Dr. Parnassus. Gilliam es reconocido por su imaginación desaforada, por un humor inteligente y absurdo y por su tendencia a los excesos. Estas tres características surcan de principio a fin su obra, pero las sobredosis a veces saturan, y en este sentido ha logrado películas casi insoportables como Los hermanos Grimm o Time bandits. En esta obra las verborragias y la saturación de elementos son, por fortuna, intercalados con amables momentos de distensión, de sinceramiento entre varios personajes, y sirven como vehículo para un mayor involucramiento. El Dr. Parnassus -grandioso Christopher Plummer- es un líder de una compañía teatral, y algo así como un semidiós inmortal y alcohólico. Siempre lo sigue de cerca su archienemigo, el diablo, -impagable Tom Waits- haciéndole la vida imposible y tentándole con juegos y apuestas macabras. En consideración a un trato anterior, le ofrece una oportunidad para salvar a su propia hija: debe conseguir cinco almas antes que él. Para ello el Dr. Parnassus cuenta con la ayuda de los estrambóticos miembros de su compañía y, por supuesto, con Tony -Ledger tan brillante como siempre- un mercachifle amnésico que esconde un pasado dudoso. La película sitúa su fauna en las sucias calles londinenses y estas se alternan con fantásticos mundos surrealistas que adaptan sus dimensiones a los sueños de los personajes; el terreno no podría ser más atractivo. Gilliam siempre tuvo un potencial indecible. Pero sus películas usualmente sufren de arritmia, y ésa suele ser su principal limitante. Un buen montaje es decisivo para volver sus descontrolados delirios en películas llevaderas y es algo que, afortunadamente, se ha cumplido en este caso.
Apetito por la destrucción Encontrarse en las salas con una obra sencilla, sincera y desenfadada como Tierra de zombies es algo digno de festejos. Una efervescente inyección de glucosa, una película con sabor a matineé, de esas que huelen a maní con chocolate, a refrescos y churros. Para que no exista confusión, estamos hablando de un registro futurista post-apocalíptico, de sobrevivientes en un mundo dominado por los muertos vivos, más escopetas, más sesos desparramados en el pavimento, más Woody Harrelson escupiendo clichés y poniendo cara de malo, más Bill Murray en un cameo demencial, más una catártica balacera en un parque de diversiones. Otra vez nos encontramos con una divertida sátira al cine de muertos vivientes -aunque sigue sin superarse a Braindead, la obra de culto de Peter Jackson- y se agradece que el director Ruben Fleischer se haya arrojado al género sin dar mayores explicaciones a la plaga ni al apocalipsis, desatando una road movie fresca, libre de pretensiones y para nada culposa. Al comienzo el protagonista enumera un interesante conjunto de reglas de supervivencia, a lo que sigue una secuencia de créditos con caóticos ataques de zombis en cámara lenta mientras suena el poderosísimo clásico de Metallica “For whom the bell tolls”. Ya se da la pauta de que a continuación se sigue un entretenimiento puro, filmado con destreza y muy buen gusto. Lo curioso es que la película también se toma sus tiempos para presentar parcialmente elementos pasados de los personajes, aportándoles ciertos matices para diferenciarlos de los estereotipos, y dándoles así un atractivo especial que confluye en algún tramo de genuina emoción. Es atípico que un cineasta, en el terreno de una comedia negra desquiciada, se permita que sus personajes respiren, planteen sus frustraciones, lloren y amen, y esto es un mérito sumamente loable. Y quizá lo más adorable de ellos y de la película sea su carácter infantil. El objetivo primario del personaje de Woody Harrelson –un excelente actor de comedias al que no muchos cineastas le han descubierto la veta- es dar con determinadas golosinas antes de que les llegue su fecha de caducidad. De la misma manera, un par de chicas adolescentes quiere ante nada llegar a un parque de diversiones abandonado para revivir glorias pasadas. Una de las reglas que el protagonista aprende junto a su compañero de ruta es “disfruta de las cosas pequeñas”, por lo que la improvisada familia no pierde la oportunidad de destruir a palos una tienda de baratijas para turistas –al fin y al cabo eso no molesta a nadie, porque casi no queda gente en el mundo- ni de encontrarle cierto goce adrenalínico al asunto de extrminar no-vivientes. De estructura predecible y clásica, esta misma película no deja de ser un pequeño condensado, anárquico y risueño, una divertida ingesta que hasta merecería ser disfrutada varias veces.
Dos puños contra Londres La nueva saga de Sherlock Holmes despertaba ciertas sospechas, sobre todo considerando la presencia del director Guy Ritchie (Juegos, trampas y dos armas humeantes, Snatch, RocknRolla) detrás de cámaras, un cineasta propenso a los ritmos acelerados, a narraciones atropelladas y a cuadros con una inmensa cantidad de personajes. Despertaba cierto temor que el protagonista fuese aggiornado torpemente, que la esencia del original de Conan Doyle fuera destratada. Y está claro que también debían incorporarse elementos nuevos, que asimismo era necesario aportar cierto empuje y vitalidad a los caracteres. Los principales cambios saltan a la vista y son comprensibles. Se trata de una franquicia que pondera sustancialmente la acción, al punto de igualarla en tiempo a la pesquisa policial propiamente dicha. Por eso se explotan cualidades de Holmes que antes existían pero que eran sólo secundarias: sus dotes como boxeador y como esgrimista. Así es que puede verse a un excéntrico protagonista -Robert Downey Jr, tan brillante como siempre- a los bastonazos contra media docena de villanos, o entrenándose a golpes de puño con gorilas que lo duplican en masa corporal, en medio de una suerte de fight club del bajo mundo londinense. Si bien en Estudio en escarlata Conan Doyle describía a Watson como “delgado como un bastón”, en el imaginario impera la imagen de un personaje gordo y de baja estatura. Lo cierto es que nunca se vio un Watson tan delgado y atractivo (Jude Law) como ahora, dispuesto a agarrarse a palos con quien fuere y de salir corriendo atrás de cualquier malviviente en fuga. La diferencia es sustancial, queda claro que se quiso elevar la figura de Watson de modo que no quedara opacado por Holmes; que el contraste no fuera evidente. Ya no hay un tono condescendiente por parte del detective, de hecho no existe ese irritante “elemental, querido Watson”, y se explota una divertida tensión homoerótica -uno de los mayores aciertos de este filme- en el dúo protagonista: Holmes no deja de dar muestras de celos por al reciente noviazgo de Watson, y éste responde en forma agresiva. Lejos de los modales victorianos y el impoluto respeto mutuo que existía en los originales, aquí abundan los reproches, la ironía y los sarcasmos, semejándose el trato al de los gángsters de poca monta que pueblan la obra de Ritchie. Si bien la química y la simpatía de la pareja protagonista es un punto fuerte, la anécdota deja un poco que desear. La trama de logias involucradas en ritos oscuros tiene un fuerte tufo a déjà vu –por ejemplo se dio en aquella notable El secreto de la pirámide, con el joven Sherlock Holmes, y más tarde en subproductos como Los ríos color púrpura 2 o Angeles y demonios-. Como es frecuente en las obras centradas en la acción y el entretenimiento desatado, hay grandes anacronismos -Holmes nombra como al pasar las ondas radiales y la radiación electromagnética, por ejemplo- y hay algún hueco de guión –en cierto momento explica un suceso que nunca atestiguó ni pudo haber advertido-. Pero aunque sean puntos que afectan un poco la coherencia general, no son de mayor relevancia, y la película funciona bien como entretenimiento, que al fin de cuentas es lo que importa.
Salir de la guerra La vida de Esma, madre soltera de una adolescente de 12 años, en un barrio de Sarajevo llamado Grbavica, dista mucho de ser normal. Los edificios, los vínculos sociales, las identidades están aún reconstruyéndose, luego de las profundas heridas que dejaron las guerras yugoslavas de los años 90. Durante el sitio de Sarajevo –que duró cuatro largos años- la milicia nacionalista y monárquica serbia –los Chetniks- asediaron y se ensañaron con la población civil bosnia, llevando a cabo una feroz campaña de limpieza étnica. Así, la película muestra hábilmente un entramado de férrea solidaridad y ayuda mutua entre víctimas de la guerra, en una ciudad en que los escombros aún forman parte de su paisaje cotidiano, y en la cual la mayoría de las historias personales acarrea un pasado trágico. Esma participa en las sesiones de terapia grupal en el Centro de Mujeres, y recibe una insuficiente ayuda monetaria por parte del gobierno. Para cubrir sus costos de vida, acepta trabajo en un club nocturno de mala muerte, entrando en contacto con un entorno insalubre. La película nos demostrará de a poco y con remarcable discreción que la violencia continúa reproduciéndose en las relaciones sociales como una repercusión micro de los nefastos episodios de violencia vividos. Así, cada personaje da muestras de haber vivido dolores profundos, que explotan en episodios de auténtico resentimiento. La protagonista golpea a su hija cada vez que ella la cuestiona, y la hija misma parece relacionarse cotidianamente con sus compañeros de clase mediante insultos y destratos, aún no habiendo vivido directamente los hechos traumáticos. Queda demasiado en evidencia cierto interés de la directora-guionista Jasmila Zbanic por despertar simpatía hacia varios de los personajes principales, exagerando ciertas características que atentan contra su credibilidad. La protagonista es excesivamente crédula y se la ve confiada y alegre de conseguir buenas propinas y dinero fácil, en un pub que –se huele a la legua- augura circunstancias nefastas. De la misma manera, para provocar adhesión con un guardaespaldas y eventual sicario, se lo muestra en su casa, en desmesurado despliegue de cariño hacia su senil y anciana madre. De todas maneras, quizá el mayor mérito de Sarajevo, mi amor esté en lograr que los personajes y la historia trasciendan las circunstancias históricas presentadas, más allá del conocimiento que la audiencia pudiera tener de la historia reciente del avispero balcánico. El guión se centra en los vínculos y los lazos afectivos, y particularmente en la difícil existencia, y la ardua manera en que la protagonista debe apañárselas para conseguir un poco de dinero. Saber llegar al espectador con anécdotas cotidianas, nutriéndolas con la singularidad cultural local, es, paradójicamente, una de las mejores formas de hacer que una historia sea disfrutada, comprendida y asimilada, independientemente de la nacionalidad del espectador.
El que vigila desde el umbral La información de prensa que se hizo circular cuenta algunos de las reacciones que provocó esta película antes de ser estrenada. Al parecer, cuando se proyectó por primera vez en una avant-premiere, muchos espectadores huyeron de la sala, y no precisamente por aburrimiento. Steven Spielberg recibió una copia de la película y cuenta que mientras la miraba ocurrieron cosas extrañas en su casa, por lo que al día siguiente devolvió el dvd a Dreamworks envuelto en una bolsa de basura, ya que estaba seguro de que la copia que le habían dado estaba “embrujada”. Ante todo, una aclaración. Hay distintas versiones –al menos dos-, y la que circula en internet es una bastante distinta de la que hoy se proyecta en las salas. La que se puede ver en el cine es una reedición propuesta por Spielberg; tiene unos cuantos agregados, arreglos visuales y de sonido y un final completamente distinto –y mucho mejor-, y por cierto los cambios que propuso Spielberg le aportan mayor interés, intensidad y dinamismo a la película, al punto que las valoraciones de una y otra deberían ser sustancialmente diferentes. Si bien los hechos precedentes a la exhibición parecen ser parte de una inteligente campaña de marketing, también es creíble que tengan algo de verdadero. Y es que Actividad paranormal es una película sumamente inquietante, ingeniosamente concebida y afirmada en un horror psicológico y sugerido que la vuelve poco tolerable para muchos. Otra vez nos encontramos con un terror de bajísimo presupuesto –11 mil dólares es la cifra difundida- filmado con cámara al hombro y con intenciones de realismo, y que entra en la archivisitada categoría de “falso documental”. El género la conoce desde hace años: Holocausto caníbal (1980) -una obra abominable en todo sentido- fue algo así como una temprana precursora, y un par de décadas después hubo sucesivas revisitas: La cinta Mc Pherson, El proyecto Blair Witch, REC (y su remake Cuarentena), Cloverfield, El diario de los muertos. El mayor acierto del director debutante Oren Peli ha sido el de llevar la acción a un registro cotidiano, sin nunca salir de la casa en la que convive la pareja protagonista y de centrar la acción en un dormitorio, el mismo en que ellos duermen y donde es registrada la actividad paranormal del título. Como en varias películas asiáticas recientes, se aborda a los personajes en su momento de mayor vulnerabilidad, lográndose una identificación inconsciente y atávica debido a las injustas amenazas que se ciernen sobre ellos. Hay también un loable respeto por la lógica interna: un psíquico habla con ellos al comienzo y les da algunas pautas de comportamiento del ente acosador en cuestión. Estos elementos, aunque parecen ser olvidados por la pareja protagonista –y por unos cuantos espectadores- se cumplen y explican el desempeño posterior del monstruo. Quizá lo único reprobable sea la reacción que los personajes tienen a lo largo del metraje: es un tanto desmesurada la inmadura fascinación del protagonista -“que cosas tan cool que están pasando”- y no es creíble la decisión de ambos de marcharse de la casa justo al final, cuando cualquier persona del mundo lo hubiera hecho mucho antes. Pero también es cierto que si esto último sucediera, no tendríamos película.