En las muertes más o menos accidentales que se presentan a lo largo del metraje, un personaje desea el castigo, el dolor y hasta la muerte del damnificado en cuestión. Es sorprendente la forma en que en la película se vinculan tales sentimientos con la enseñanza religiosa y una herencia ancestral que, según se sugiere, también se reproduce en las generaciones venideras.
Bacanal en la corte Uno de los cineastas más excéntricos y malditos de nuestra época, el griego Yorgos Lanthimos, ha tomado al mundo cinematográfico por asalto. No es posible que propuestas radicales y brillantemente concebidas, como Canino, Alps, Langosta y La matanza de un ciervo sagrado, dejen al espectador indiferente, y a fuerza de impacto y de llevar a cabo un cine prácticamente marciano, el director se ha erigido como uno de los más ovacionados y premiados del momento. Esta película desentona bastante en el resto de su obra. Hasta ahora Lanthimos había desarrollado un estilo muy propio, caracterizado por una austeridad radical, por cuadros despojados en los que personajes anestesiados o aturdidos interactuaban dando pie a las situaciones más absurdas imaginables. Pero lejos de ser un sinsentido, estos planteos al borde de lo surreal y lo fantástico terminaban redondeando elocuentes alegorías de ciertas conductas humanas. Aquí, en cambio, se trata de una historia clásica, provista de una ambientación histórica y de personajes más bien terrenales.
Si la sordidez del aquelarre es una metáfora de los fantasmas del nazismo, de la socialdemocracia en el poder o de la insurgencia revolucionaria de la Facción del Ejército Rojo, es algo tan vago que queda librado al gusto del consumidor. Al respecto, la película no dice nada sustancial ni parecería ofender a nadie, ya que pretende ser una gran alegoría, a partir de la cual cualquier analogía podría ser válida. Incluso, ciertas referencias igualmente sutiles a las injusticias de género suponen un devaneo con el feminismo, aunque sin la garra ni la convicción necesarias.
El título “Somos una familia” es una opción medianamente aceptable para un juego de palabras intraducible del japonés (el significado de “manbiki kazoku” difiere según la interpretación verbal o su lectura en kanji) que refiere al mismo tiempo a una “familia unida” y a un “robo en familia”. Y la esencia del filme tiene que ver con ambas significaciones: se trata de un grupo familiar improvisado, un rejunte de marginados que conviven bajo un mismo techo, en una vivienda precaria, perdida a la sombra de las grandes estructuras edilicias de Tokio.
Una despiadada e hilarante biografía del político republicano Dick Cheney es una de las más originales y sorprendentes películas que Estados Unidos ha dado en los últimos años. Sí, es cine masivo de entretenimiento y cuenta en su elenco con varias de las más célebres estrellas de Hollywood, pero al mismo tiempo se trata de un filme incisivo y comprometido, en el que se entrecruzan notablemente la comedia y el drama, la ficción y el trabajo documental.
Poco podemos dudar del talento de Clint Eastwood como director: un hombre capaz de filmar películas como Los imperdonables, Medianoche en el jardín del bien y del mal, Río místico y Gran Torino no necesita más credenciales para ubicarse plácidamente en el podio de los maestros, junto a otros veteranos de Hollywood algo más jóvenes como Martin Scorsese o Steven Spielberg. Vale recordar que Eastwood es también un republicano recalcitrante de 88 años, por lo que no debería llamar la atención que, más allá de su precisión y de sus grandes atributos a la hora de filmar y contar una historia, deje en su obra ciertas marcas ideológicas bastante cuestionables.
Ralph neoliberal Es verdad que exigirle a Disney una mirada crítica sobre las temáticas que aborda es como buscar una quimera en el lugar más absurdo, pero cierto es que aquí hay un par de personajes que rechinan demasiado. Ambos personifican y representan dos de los mayores problemas que presenta hoy Internet. El primero de ellos se llama justamente Spamley y es un hombrecito verde y simpático que trabaja con el spam; impone sus ventanas emergentes a los usuarios, utilizando publicidad engañosa. La segunda de estos dos personajes es Yesss, una empresaria que lucra en su plataforma de videos, fomentando y viralizando los memes más descerebrados y estúpidos (muchos de los cuales explotan el sufrimiento ajeno). Durante el visionado de esta película el espectador adulto podría pensar que ambos son inescrupulosos villanos, pero, lejos de ello, terminan siendo aliados de los protagonistas, ofreciéndoles su ayuda en momentos decisivos. Para colmo, los propios protagonistas acabarán utilizando esos mismos métodos de explotación.
Columna vertebral Netflix apuesta fuerte a expandir sus dominios, tanto a nivel de masividad como en su amplitud artística. Es por esto que cada vez con mayor frecuencia se encuentra respaldando proyectos “autorales”, como ha ocurrido con esta película. Como productor, Netflix es una gran tentación para muchos cineastas. Garantiza la libertad y cubre abultados presupuestos necesarios para series y películas. Pero tiene su contrapartida: exige un estreno on-line para sus 130 millones de usuarios, lo cual supone el cierre de muchas puertas de difusión, ya sea en festivales o en salas comerciales. El año pasado la polémica ya estaba servida: los filmes Okja y The Meyerowitz Stories, estrenadas en Netflix, no pudieron competir por la Palma de Oro en Cannes: las reglas del Festival señalan que las películas que participan en la competencia deben ser proyectadas en salas tradicionales antes que en plataformas digitales.
Sacrificio patriótico La conquista del espacio ha entusiasmado desde hace décadas a los productores de Hollywood, empecinados en exhibir y propagandear los grandes logros de su país en la materia. La llegada a la Luna es considerada por muchos el final de la carrera espacial, de la que Estados Unidos salía con una victoria definitiva en el contexto de la Guerra Fría. Como sea, el cine hollywoodense se ha encargado de amplificar los grandes logros de la NASA construyendo grandes epopeyas, con personajes heroicos dispuestos a sacrificarse y a anteponer los objetivos nacionales a su propia existencia. El joven director canadiense Damien Chazelle ya era la gran promesa de Hollywood cuando estrenó su portentosa película Whiplash (2014), con la cual logró llevarse tres Oscar. Dos años después esto se confirmó cuando lanzó su aclamadísimo musical La La Land (2016), que acabó siendo además la primera y única película en ganar un Oscar y después perderlo –un error en la ceremonia le provocó un muy mal trago al equipo de producción–. Como sea, está claro que el cineasta llegó a Hollywood para quedarse, y esta nueva película1 es una muestra de ello. Por primera vez Chazelle no trabajó con un guion propio (el libreto es de Josh Singer, y está basado en una biografía oficial, escrita por el historiador James R Hansen), lo cual, sin desmerecer sus méritos, quizá explique que esta sea su película más impersonal y convencional hasta el momento.
Vivir para contarlo El cine suele recalar en ciertos períodos históricos y olvidarse de otros por completo. Así, un cinéfilo promedio puede convertirse en un experto en la Segunda Guerra Mundial e ignorar por completo la Primera, puede tener una idea de lo sucedido recientemente en Irak y Afganistán y desconocer Ucrania o las innumerables guerras que hoy mismo acontecen en África, puede tener un vago recuerdo de Vietnam pero ignorar abiertamente la masacre de Ruanda. Parecerían enfoques arbitrarios, pero cada cual cuenta su historia y no se hacen películas sin dinero. Y se da una suerte de círculo vicioso: los cineastas filman sobre lo que conocen porque lo vieron a través de las películas, y así es que sobra cine sobre el holocausto judío pero recién pudimos ver algo sobre el genocidio armenio 87 años después de ocurrido, gracias a Ararat (2002); así es que nos enteramos mediante el insuperable documental The Act of Killing (2012) acerca de una purga anticomunista en la que se asesinaron más de un millón de personas en Indonesia, que vivimos tardíamos las crueldades de japoneses contra chinos gracias a Nanjing Nanjing! (2009). Y que el infierno de Camboya nunca se había abordado con la seriedad que merecía. Hasta ahora. El documentalista Rithy Panh es un sobreviviente del genocidio camboyano. Tenía 10 años cuando los jemeres rojos obligaron a toda la población de la capital Phnom Pehn a abandonar sus hogares y sus posesiones y a deslomarse en ese inmenso laboratorio humano que fueron los campos de re-educación, donde padres, madres, niños y abuelos fueron obligados a trabajos forzados en jornadas de doce horas diarias. En pocos años, Panh vio morir a toda su familia; uno por uno fueron cayendo por la desnutrición, el agotamiento, la inexistencia de medicamentos y de un servicio hospitalario mínimo. Él mismo estuvo a punto de morir varias veces y llegó a sobrevivir comiendo insectos, ratas y caracoles. Una vez culminado el régimen, el joven fue a parar a un campo de refugiados de Tailandia. "Cuando sobrevivís a un genocidio, es como si hubieras sido irradiado por una bomba nuclear. Es como si ya te hubieran matado una vez, y volvés con muerte adentro tuyo". Es por eso que Panh volvió a la vida con un imperativo: mostrar al mundo lo que él y los suyos vivieron bajo el sanguinario liderazgo del dictador Pol Pot. Hoy ya ha filmado más de una docena de películas sobre el período, entre las que se incluye la increíble S-21: The Khmer Rouge Killing Machine (2003), en la que las cámaras entran a uno de los centros de torturas más siniestros de la época, un sitio en el que los prisioneros eran masacrados hasta que se les escurría la última gota de información imaginable (uno de los entrevistados en la película llegó a dar más de 200 nombres bajo tortura, sencillamente toda la gente que conocía) y en el que se perpetraron experimentos biológicos con los prisioneros. El documentalista enfrenta cara a cara y luego de más de veinte años a torturadores con torturados, teniendo lugar uno de los diálogos reales más impactantes de los que se haya tenido registro jamás. The Missing Picture, nominada al Oscar a mejor documental en el 2014, es la historia de supervivencia del mismo Pahn, contada desde una voz en off y desarrollada a través de figuras de arcilla. No es una animación en stop-motion: simplemente son filmadas las estáticas figuras en maquetas, emulando la acción y los sucesos relatados. La idea de Panh es precisamente recuperar esa imagen perdida, esa realidad que el conoció de primera mano y que hace falta difundir. Y paradójicamente, esos muñequitos estáticos funcionan como instrumentos expresivos poderosísimos, capaces de transmitir la idea de deshumanización y miseria extrema a la que fue sometida una población entera. Las imágenes de archivo en blanco y negro proponen un impactante contraste entre lo que era visible y se difundía eficazmente y esas imágenes perdidas que el régimen se esforzó en ocultar. Rever estos costados de la historia resulta hoy imprescindible, no sólamente para entrar en conocimiento de horrores perpetrados en nombre del comunismo que poco tienen que envidiarle a los del nazismo, sino para comprender hasta qué puntos pueden llegar los fanatismos y la demencia colectiva, con el convencimiento de lograr un "mundo más igualitario" mediante la masacre de más de dos millones de personas. El "enemigo interno", los contrarios al régimen acechaban en todos los rincones: estaban en el intelectual, en el artista, en el que demostraba solidaridad con los suyos, en el que amaba a sus hijos más que a la revolución, en el desobediente, en el que miraba raro. Como si alguien pudiera haber estado conforme viviendo esa pesadilla.