Un llamado a construir memoria Siete años atrás, el ex Presidente Néstor Kirchner hacía oficial la conversión del ex centro clandestino de detención, la ESMA, en un espacio pensado para la memoria. A través de un rigor formal que se vale de tomas fijas de un mismo tiempo de duración, El Predio, documental de Jonathan Perel a estrenarse mañana en el Cosmos UBA, da cuenta de la convivencia de los múltiples discursos y estrategias de memoria que buscan convertirse en hegemónicos. -¿Cómo llegás a elegir el tratamiento estético de la película (largos plano fijos, sin testimonios a cámara, voz en off)? ¿Es algo que se "desprendió" a medida que rodabas o algo definido de antemano?? La puesta en escena fue algo definido antes de empezar a filmar. Tomas fijas de 30 segundos de duración es todo lo que filme. El prólogo, que contiene las únicas tomas con movimiento de la película, aquellos travellings de entrada a la ESMA, también fueron filmados pensando en que ocupen ese lugar en la película; una suerte de apertura previa al título. Este tratamiento estético era una condición de posibilidad de la película; la forma de buscar una distancia justa. No sé si hubiera podido empezar a filmar en un espacio que plantea tantos cuestionamientos éticos, narrativos y políticos, sin tener de antemano un sistema estético como programa. - La película retrata cierto "estado" intermedio o inconcluso entre lo que queda del edificio que sustentó esa maquinaria de tortura y exterminio que fue la ESMA; y el espacio de memoria que se está gestando en su lugar ¿qué reflexiones -en términos de memoria colectiva- creés que deberia convocar la mostración de ese estado "en construcción? Entiendo a la memoria como un ejercicio en permanente estado de “construcción”. Si nuestro presente más cotidiano es una constante lucha de discursos en conflicto, que pelean por la construcción de sentido, también lo es la memoria. Lo interesante de este momento particular del predio de la ex ESMA es que al estar en construcción permite que convivan múltiples discursos y estrategias de memoria posibles. Esta convivencia, que no es necesariamente armónica, ni siquiera deseable que lo fuera, podría perdurar en el tiempo, y encuentro en esta conflictividad y en esta lucha de relatos un cruce muy productivo para los ejercicios de memoria. Pero también podría pasar que de esto salga algún discurso unificador, hegemónico, que cierre el sentido en una dirección única. Entonces esta apertura de sentidos quedaría clausurada. Por esto me interesaba retratar este momento particular del sitio, cuando todavía las posibilidades están abiertas. Por eso la última toma de la película con la puerta abierta, llamando a la sociedad a participar de esta construcción. La memoria colectiva debería ser construida en base a la intervención de múltiples actores sociales. Los sobrevivientes y familiares más directos son aquellos que primero se ocupan del tema, y les debemos mucho de lo logrado en derechos humanos. Pero ante un crimen de lesa humanidad, es la sociedad entera que busca, o debiera buscar, reparación. Para esto deben participar de este debate otros actores sociales que parecieran no estar presentes en la actualidad. Mi película es la forma que encontré de poder participar yo mismo de este entramado de estrategias discursivas sobre la memoria. - En su forma de contar con imágenes y sin palabras explicativas, hay cierta sintonía de El predio con el film que John Gianvito (Profite motive and the whispering wind) dedicó a la conmemoración de los luchadores sociales olvidados de E.E.U.U. ¿Estuvo orbitando este film en el proceso de producción de El predio? ¿Qué te ayudaron a pensar el abordaje de la Ex ESMA? La obra de autores como James Benning, Heinz Emigholz o el propio Gianvito es una clara influencia de mi película. Cuando le mandé una copia a Gianvito, que a esta altura ya se convirtió en un querido amigo, le dije que El Predio era, entre otras cosas, un homenaje a Profit motive and the whispering wind. Las formas cinematográficas, sus recursos para intentar representar el mundo, implican no sólo cuestiones estéticas, sino que estas son inseparables de una política. Entonces diría que la influencia de Gianvito en mi obra es mucho más política que estética. Lo que esta detrás de estas formas cinematográficas es una propuesta de modelos alternativos, ya sean estos de representación cinematográfica, pero también, en última instancia, modelos económicos.
La promesa El cine francés construye su carretera perdida. Un estafador arrepentido, una alcaldesa que devuelve dignidad a su municipio y la recuperación del trabajo como alegoría de solidaridad comunitaria. Bienvenidos a La mentira de Xavier Giannoli. No es por medio de la colaboración errática de un Gérard Depardieu o el trabajo protagónico de un lacónico François Cluzet que La mentira encuentra su centro emocional. El director Xavier Giannoli sabe que la presencia refulgente de Emmanuelle Devos es clave para la historia que quiere contar. Esa alcaldesa desamparada en una localidad de provincia no sería posible sin la respiración, sin la economía gestual de esa gran actriz que supimos conocer mejor que nunca por medio de Arnaud Desplechin (Reyes y reina, Un conte de Noël). Premio César a mejor actriz por segunda vez por este papel, Emmanuelle Devos le pone el cuerpo a un personaje que matiza las tensiones de un pueblo esperanzado ante la aparición de un supuesto empresario del rubro de la construcción. Tratándose de una película que presenta a su personaje principal como la piedra angular por medio de la cual se estructura y revitaliza un amplio abanico de relaciones humanas (las del pueblo mismo), no es exagerado destacar por encima del resto del film a una actriz de reparto. Basada en hechos reales, La mentira nos presenta la historia de un bastante poco elocuente estafador. Sobrio, más bien básico en su oratoria, no conocemos en profundidad las intenciones de Philippe Miller (así se hace llamar). Sólo podemos asistir –en principio- al despliegue de su farsa artesanal: plotear el logo de una empresa inexistente en su camioneta, alquilar clandestinamente máquinas para la construcción, inventar membretes para documentación trucha…en definitiva: tratar de hacer posible una ficción. Y bajo esa misma empresa ficcional es como se presentará en un pueblo olvidado, como un agente encargado de rehabilitar una obra en construcción abandonada hace años. Convertido en una especie de mesías fraudulento, Philippe Miller agita el avispero y seduce a inversores ávidos de negocios en un paraje que hasta el momento de su llegada se encontraba en un estancamiento productivo como fruto de un fuerte desamparo estatal. Con la llegada de nuestro héroe, la promesa de una mega autopista moviliza al pueblo amodorrado que anda a caballo de preocupantes índices de desempleo y de gobernadores a la deriva. Tal vez en este punto el film evidencie su pliegue más previsible y trace de manera demasiado evidente su proclama alegórica, cuando un embaucador de poca monta muta en héroe quijotesco y las vidas desamparadas de los moradores se reencauzan a fuerza del golpe cotidiano de máquinas excavadoras y gambeteadas administrativas imposibles. Hace apenas dos años, otra película esbozaba con similar retoricismo un mensaje casi diametralmente opuesto. Con su ópera prima Home, la suiza Ursula Meier registraba la reconstrucción de una autovía como la crónica crepuscular de una feliz sinfonía del aislamiento para Isabelle Huppert y compañía. La subjetividad de una familia se veía radicalmente transformada por un afuera opresor. El encierro utópico llegaba a su fin y había que salir del costado de la carretera, asumir la realidad de la comunicación urbana, la mugre y la polución auditiva. Casi como contracara de esa reclusión idílica -pero con similares vías de metaforización - Xavier Giannoli intenta construir una fábula moral donde el ritmo cardíaco de una población entera encuentra su sentido en el propio proceso de producción de una autopista que ni siquiera saben a dónde conduce. De un lado (Home) las fantasías de un mundo recluido y en armonía. Del otro (La mentira) –tal vez con cierto romanticismo- la voluntad de vivir juntos confirmando la premisa fassbindereana de que “el trabajo es el único tema que existe”.
La bestia pulp Recorrido por un cine popular, visceral e irreverente. Surgida de un falso tráiler, Robert Rodríguez entrega -en una muestra de libertad creativa- su mejor película hasta la fecha: Machete. La bestia pulp está de vuelta. Y al parecer, una especie de Movimiento Antropofágico trash existe en cine. Por lo menos eso puede confirmarse en la filmografía de Robert Rodriguez, coronada por su última película Machete (2010). Se puede enlazar a este hermano díscolo de Quentin Tarantino con la corriente de vanguardia brasileña, no sólo por la reivindicación de cierto primitivismo (del cine), sino que lo liga también la capacidad de fagocitar -sin jerarquizar- elementos dispares de la historia de la cultura toda. Pero si el movimiento latinoamericanista liderado por Oswald de Andrade forjaba un mestizaje de corrientes estéticas para hacerle contrapeso a una mirada eurocéntrica, el canibalismo del autor de La ciudad del pecado adquiere un espesor de pastiche con pretensiones universales y totalizadoras. El cuasi chicano profesa feliz una patología del linkeo: su marca personal es convocar estilos postergados, como remanentes culturales. Esos que hace algunas décadas formaban la pata marginal para el mundillo de un arte demasiado “serio” y “respetable” como para entender que el exploitation, el comic, el gore, el policial folletinesco, el video clip, la serie televisiva son parte nutricia de un verdadero cine de masas. Me dicen que diga quién soy ¿Pero cuál es el genuino Robert Rodríguez? ¿El que emprende aventuras para niños o el que elucubra relatos de músicos populares con potencial sanguinario? ¿El que hace encarrilar su cine por las vías de lo artesanal o el que juega en las grandes ligas con presupuestos vigorosos? Es cada uno de esos directores y todos a la vez. Conjugando en un caldo único diversos retazos estilísticos, Rodriguez hace su propia crónica de legitimación autoral. A la vez clásico y contemporáneo. Con sus remisiones nostálgicas hacia el pasado, pero también con su anclaje en conflictos del presente, el director gesta el mosaico, el recorrido museístico de los objetos cinéfilos que adora. De hecho por medio de esa pista de aterrizaje de toda película que son los créditos de inicio R.R. ya nos invita a dar un paseo por una especie de memoria viva del cine. En Planet Terror viajamos a las salas de doble sesión de los años setenta, al celuloide gastado, a los espectáculos a go-go en bares de “mala muerte”. En La balada del pistolero y Erase una vez en México, las secuencias iniciales hablan de un lejano oeste revisitado en las espuelas pulcras de Antonio Banderas, de vaqueros modernos que pasan a la acción en ralenti. Los créditos de La ciudad del pecado y Machete prologan en clave viñetas el derroche de sangre que veremos durante lo que duren los films. Tres son multitud Los entretelones de la producción de su primer largometraje traen aires míticos. Para financiarlo, RRse ofrece como conejillo de indias para un experimento científico sobre el efecto de ciertas drogas.De esa aventura obtiene los 7.000 dólares que costó El Mariachi (1992), película basada en un culto pasional por lo berreta y que inaugura una trilogía de neowestern chicanos. Nadie imaginaba que un tipo podía ganar el premio del público en el Festival de Sundance realizando un film con ese escueto presupuesto. Un héroe de básicas ambiciones –ser simplemente un cantor popular- que termina envuelto en una trama de narcotráfico por amor, le bastó a su director para demostrar que se podía invertir mucho corazón ante la escasez de recursos y obtener célebres resultados. Pero todo el desparpajo y la frescura amateur característica de esa ópera prima, se pierde en las otras dos patas de la trilogía. Más remilgada pero con buenas intenciones es la secuela La balada del pistolero (1995), que llevó a la fama a la pulposa Salma Hayek e hizo visible –tres años antes de calzarse la máscara de El Zorro- a Antonio Banderas en tierras yanquis. Pero cuando llegamos a Erase una vez en México (2003) las cosas se ponen peores. Ni el dream team actoral la salva del archivo de las películas fallidas. Ni Johnny Depp como un trastornado agente de la CIA, ni Willem Dafoe como archi villano funcionan en este film donde los chistes toscos y la búsqueda de cierto preciosismo visual le inclinan la cancha a su filmografía. Aquí -incluso con un presupuesto abultado- Rodríguez tiene el síndrome del genio creativo en retirada. Pero…director inagotable y fascinado por armar trilogías, también se le animó al cine dedicado a los más chiquitos. Con aventura y acción para niños y adultos, la trilogía de Mini espías fue -entrega por entrega- un éxito de taquilla. Doble tracción El genio creativo de R.R se afianza en el trabajo conjunto con su amigote Quentin Tarantino. Del crepúsculo al amanecer (1995), otro de los grandes momentos en la filmografía de Rodríguez, le debe mucho a esa relación. Después del experimento de una película de dirección coral (Four Rooms, 1995) la imaginería de Tarantino anida en prácticamente cada film realizado por el texano. Su participación como guionista enDel crepúsculo al amanecer confirma la mezcla explosiva de esa fuerza conjunta: un verdadero film mutante que cambia de piel (de género, de intensidad sanguinolenta) radicalmente. Lo que comienza como una road movie se vuelve épica vampírica con un George Clooney joven, desencajado y de moral inmune, tal vez en una de sus mejores gestas. Junto a Tarantino también realizaría la mejor adaptación de una historieta hecha en cine (sin contar Spiderman de Sir Sam Raimi, por supuesto). Más allá de que La ciudad del pecado (2005) toma prestada casi a rajatabla la maquinaria retórica del lenguaje historietístico (encuadres, trabajo en la paleta de colores, etc.), la historieta de Frank Miller cuadraba justo para ser llevada al cine por este tándem: exaltación de la violencia, personajes masculinos de un romanticismo virulento, las mujeres arrojando luz sobre el velo corrupto y sombrío que cubre la ciudad. El trabajo en dupla llega hasta Grindhouse (2007), un proyecto que homenajea a las salas donde se proyectaban películas del género exploitation de bajísimo presupuesto –en doble programa- en la década del setenta. Para esta obra conjunta, Tarantino produjo Death Proof y Rodriguez Planet Terror. Esta última, un festín de vísceras y escatologías varias que festeja al cine de zombies sin el delirio creativo habitual de su director. De todos modos, de esa película algo fallida surgiría la desmesurada maravilla que es Machete (2010). Machete, herramienta política Surgida de un falso tráiler incluido en Planet Terror, el personaje que encarna Danny Trejo (eterno actor de reparto finalmente en un protagónico) resume muchos de los motivos recurrentes en la obra de Robert Rodríguez. Ex federal convertido en mito popular, Machete transita la barrera fronteriza entre México y EEUU donde las conspiraciones corruptas marcan el timing diario. Hay narcotraficantes (Steven Seagal), un sheriff impiadoso (Don Johnson), una organización revolucionaria comandada por una sexy latina (Michelle Rodríguez), un senador caricaturesco (Robert De Niro) y subtramas familiares con cuotas de perversión (Lindsay Lohan se la juega). Y en medio de esa compleja trama Danny Trejo (Machete) crea del barro a nuestro Charles Bronson latinoamericano y revolucionario casi por accidente. Rodríguez hace en Machete un cine bastardo, que no tiembla ante la deuda de un paternalismo de estilos importados, sino que asume su especificidad en el reciclaje mismo. Reivindicación tercermundista desde dentro de los estudios. Mientras Hollywood se le atreve al comentario político en clave de futurología, de neo matrix al cubo en incepciones “nolanyanas”, entre tanto avatar que alerta sobre el desastre natural y la digitalización de nuestros cuerpos en los años venideros, Machete hace acción curtida en el bajofondo texano y juega a señalar un aquí y ahora inminente: la electrificación de la frontera norteamericana, el republicanismo saliendo de cacería a buscar mexicanos en su diáspora famélica. Los personajes de Robert Rodríguez –más o menos verosímiles, no importa- son un bestial aglutinamiento de mitos, un rejunte de caracteres de la infinita comedia humana. Grotescos y sofisticados; crueles y sensibles, dispuestos a morir por sus convicciones o a retraerse preservando su individualismo. ¿Es posible salir ilesos ante tamaña ambición por conjugar realismos?
Lo bello y lo triste Sylvain Chomet, autor de Las trillizas de Belleville, recupera un guión escrito por Jacques Tati en 1956 y ofrece un brillante homenaje en un film profundamente emotivo y melancólico. Basada en un guión que Jacques Tati dejó sin materializar, El ilusionista se hace cargo de la impronta tatiana con elegancia. Sylvain Chomet releva una capacidad de describir el mundo que sólo tenía el director de Playtime; haciendo uso de esa cualidad característica de Tati para narrar con los sonidos y sumando las delicias de su bellísimo dibujo. Sabemos que - desde Dia de fiesta (1948)- Jacques Tati describió con minuciosidad crítica, el proceso de modernización de cada época en que le tocó vivir. Allí está el cartero de Dia de fiesta resistiéndose a adoptar costumbres foráneas (estadounidenses) o el propio Tati afirmando a propósito dePlaytime: “mi film supone en cierto modo la defensa del individuo, pues en esta organización hiperautomática siempre necesitaremos a una persona que –provista de un minúsculo destornillador- venga a arreglar el ascensor”. Pero El ilusionista agrega una mirada más descarnada hacia la tecnificación de su época (tal vez con una mirada más resignadamente condenatoria). Puede decirse que El ilusionista carga con un oscurecimiento progresivo, que avanza en su tono inicialmente luminoso hacia un clima más bien sombrío. Situado en 1959, el film de Chomet tiene como protagonista a un solitario mago francés (un Sr. Hulot eterno) que comienza a ver transformada su vida profesional por el imperioso acceso de la modernidad, (las bandas de rock como iconografía epocal). Para ganarse el pan, buscará suerte haciendo presentaciones en casamientos, teatros semidesiertos, bares, tugurios, hasta probar suerte en Escocia donde entablará una afectiva relación con una joven a la que apadrina y suma en sus viajes buscavidas. Sin embargo el tinte idílico de esa relación se contrastará con una realidad de pronto desapego. Desesperanzada y a su vez luminosa, testimonio impasible de una época perdida; El ilusionista es un film de Jacques Tati pasado por el tamiz desencantado de Sylvain Chomet. Es decir: la mirada de un director que no llegó a ser testigo directo del devenir-espectáculo del mundo, atravesada por la perspectiva de otro director muy consciente de que ese mundo de 1956 no vuelve más. ¿O será que el film bosqueja un Tati cuya profunda amargura jamás conocimos en su obra? Mientras el mundo pasa indiferente por el costado -al ritmo de un inminente jukebox-la única persona que celebra el show de magia de nuestro personaje es un borracho. Compartamos entonces junto a él, la embriaguez de revisitar a Tati a través de El ilusionista.