La copia y el original Kiarostami filma por primera vez fuera de Irán. Juliette Binoche se pone al hombro un film emocionante y complejo. Apuntes afiebrados de una verdadera película hablada. Lo que son las cosas. Copia certificada y Bailando por un sueño hacen uso de una búsqueda representacional en varios puntos similar. Corramos –por un momento- un tupido velo sobre todo prejuicio moral, ético. La temporada pasada quien suscribe pasó algunas veladas de incrédula expectación ante el grandilocuente programa catódico. Como siempre el preceptor Marcelo Tinelli hacía pendular su show del rito ficcional a la preocupación real por la vida de los danzantes, sin solución de continuidad. Parejas de baile exaltadas, encontronazos violentos con el jurado, un patovica se le planta al conductor, la hiena Barrios entra al estudio televisivo para patotear a Fort y Cía, una vedette declara su amor antes de ser “sentenciada”. Ese flujo de acontecimientos sin inscripción precisa y coherente en un registro de actuación, recorta un espectador que desconfía de las imágenes que ve, que se pregunta en buena medida por la autenticidad o el artificio de aquellas imágenes que se le ofrecen. Es también, de alguna manera, la densidad que deja ver en su superficie el film de Abbas Kiarostami. Todo esto para señalar que no hay que buscar en el corazón de Copia Certificada simplemente un ejercicio formalista, metatextual que nos permite reflexionar sobre el valor del original y de las copias de las obras de arte. Esos procederes autorreflexivos ya forjan la cultura toda, el borramiento de las fronteras de lo ficcional y lo real nutren la tardomodernidad hace tiempo. Porque si abonamos solamente esta interpretación, claro,, Copia certificada se sabe a sí misma canchera, lúcida, altanera en su capacidad de síntesis reflexiva. Porque al axioma que encontramos en el Godard de las Histoire (s) du cinéma (Qué es el cine: Nada. Qué quiere el cine: Todo. Qué es capaz de hacer: Algo), Abbas Kiarostami responde soberbiamente que ese algo de que es capaz el cine es nada más y nada menos que un poder reflexivo inigualable para pensar (impugnar) sus propios procedimientos. ¿Pero acaso no lo sabíamos desde Close up (1990)? Sí, la pareja protagónica deja ese margen de ambigüedad para que nos cuestionemos si acaban de conocerse o son íntimos desde hace años, esboza ese desequilibrio latente sobre la veracidad de sus palabras, de su relación. Pero las disertaciones sobre lo real y su apariencia cobran menos importancia ante pliegues temáticos que al comienzo del film no mostraban todo su espesor: algunas meditaciones sobre el amor, sobre la idea de compromiso y responsabilidad conyugal. Tal vez, por ese eje temático, no sea caprichoso pensar que Copia certificada está más cerca de Antes del atardecer que de sus anteriores exploraciones sobre el estatuto de verdad de la imagen en movimiento. Kiarostami recurre a una descollante Juliette Binoche (rostro de matices gestuales imposibles) para decirnos que los parlamentos pueden ser una matriz esencial de la retórica cinematográfica, que en los diálogos de una pareja que divaga por sus sentimientos en el sur de Toscana existe una incomparable capacidad de transformación afectiva (bendita maestría para hacer que una larga conversación dentro de un auto no sea asfixiante). En definitiva; que el cine es capaz de volver a ser más grande que la vida.
Una película memorable Luego de Acné (2008), el uruguayo Federico Veiroj regresa con un segundo opus que homenajea a la vieja cinefilia, aquella que se educó al calor de las Cinematecas. Se estrena hoy en la Sala Lugones. La vida útil retrata por lo menos dos cosas. Por un lado, un trabajo arqueológico sobre ese reducto cinéfilo en peligro de extinción llamado Cinemateca, y por otro la búsqueda de una experimentación de los procedimientos cinematográficos anclada en una declarada devoción por la vitalidad de un cine clásico que parece no retornar. Narrado en riguroso blanco y negro, el film escenifica los días en que Jorge (el crítico de cine uruguayo Jorge Jellinek) un empleado de la Cinemateca de Montevideo deberá afrontar la debacle de dicha institución. Nuestro héroe, un hombre de 45 años que ha trabajado allí desde los 20, deberá asumir la situación crítica de la institución y pasará por una especie de proceso de duelo. La película sufre claramente un quiebre promediando el metraje, logrando una mayor libertad creativa a medida que avanzan los minutos, cuando logra salir de la pesadumbre de la Cinemateca para dar una bocanada de aire fresco encauzando y eligiendo a la calle como decorado ejemplar. Como bien lo declara su director de fotografía, Arauco Hernández, en el número de HC que se encuentra en las calles “en la primera mitad de la película tratamos de atrapar el espíritu de la locación: la cinemateca uruguaya. Buscamos intervenirla lo menos posible, que el lugar hablara por sí mismo. En la segunda mitad, ya libres de la cinemateca, nos dedicamos a homenajear al cine clásico. Sobre todo al final, donde decidimos que todo se fuera al diablo, que la película se tornara una locura total”. Y esa “locura total” es lo que hace de La vida útil un film extremadamente atractivo. Federico Veiroj podría haber hecho una película que se regodeara en la nostalgia por la pérdida de panteón cinéfilo. Sin embargo en su segunda mitad redobla la apuesta y el relato adquiere una algarabía y una fuerza inéditas, evitando todo sentimentalismo y apoyándose, sobre todo, en la utilización de la banda sonido como un elemento narrativo fundamental. Hay una primera mitad, entonces, en la que la película parece descansar en el dato sociológico mostrando el tramiterio cotidiano, el pedido de auxilio de los trabajadores de la Sala para que esta no desaparezca, etc. Pero si en esa primera parte Jorge tiene que soportar el cierre de la institución como un hecho pesadamente luctuoso; en el segundo tramo del film el personaje revivirá una fiesta particular “reescribiendo”, reconfigurando su pasión por el séptimo arte en carne propia (protagonizando pequeñas viñetas en las que parece sentirse inmerso en el universo del musical, del film de gangsters, etc.) como una especie de reconciliación cinéfila. ¿La vida útil, comedia de rematrimonio?
Plegarias atendidas Ganadora del Gran Premio del Jurado en el último festival de Cannes, De dioses y hombres reconstruye la historia real de ocho monjes franceses instalados en Argelia y secuestrados en pleno conflicto islámico. Casi setenta años después de Los ángeles del pecado de Robert Bresson, el cine francés se calza la toga y se pone a rezar con total sacralidad. En 2009 fue Bruno Dumont quien tomó los hábitos con Entre la fe y la pasión, aventura solemne de una novicia católica que termina abrazando el islamismo con una obsesión casi pueril. Profundizando esas vías pero sin la pedantería y ampulosidad del director de Flandres, Xavier Beauvois filma en De dioses y hombres una elegía moral y profundamente emotiva sobre un hecho real ocurrido en 1996 conocido como el caso del monasterio de Tibhirine, donde un grupo de monjes trapenses comprometieron su vida por no abandonar la pequeña comunidad magrebí a la que habían ido a instalarse. Los monjes -radicados allí por causas más asistencialistas que evangelizantes- deciden abandonarse a Cristo, en su amor, hasta las últimas consecuencias como su basamento ideológico fundamental. Sin embargo, nada adquiere el tinte de una exaltación espontánea de la fe por los miembros del convento, sino que cada acción es producto de una racionalización extrema, de una negociación asamblearia. Habría que destacar el gran trabajo de Xavier Beauvois para elaborar numerosas escenas de liturgia cristiana como hechos marcadamente coreográficos. El film entero está poblado de rezos y cánticos en los que la cámara reposa en su sobriedad más absorbente. Hay un tramo en De dioses y hombres que -en este sentido- se vuelve esencial por su capacidad de concentrarse en esos momentos íntimos que dejan de relieve la mirada antropológico-humanista de su director. Los monjes esperan su trágico final (que el grupo islámico llegue de un momento a otro) con demasiada dignidad, bebiendo vino y sentándose en la mesa imitando el cuadro de la Última cena mientras suena El lago de los cisnes a todo volumen. Es una secuencia puntuada por primeros planos donde el gesto de cada rostro se traduce en espera beata e incluso feliz. El desenlace que se desprende de esta escena es dejar el juicio en suspenso, no señalar culpas ni culpables ante la urgente fatalidad. Pero no habría que confundir el humanismo antes nombrado con el sinsabor de un estoicismo, de un martirio sin consistencia. La postura humanista de Beauvois tiene que ver con describir todo a un mismo nivel, con cierta mirada aséptica pero que no carece de afectividad: los curas no son fanáticos religiosos sino ocho tipos que creen hacer el bien en un país extraño; los islamistas no son barbudos salvajes que ponen bombas sino grupos ideologizados con su interpretación particular (violenta) del islam. Como si la cámara traspasara la cáscara de espectacularidad que hay en este hecho real y develara lo que se encuentra dentro.
Publicada en la edición impresa de la revista.
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Escenas de la vida conyugal Por su tipo de sensibilidad, sus interpretaciones, e incluso, por su paso no laureado en los premios Oscar (la nominación de Michelle Williams a mejor actriz), Blue Valentine, una historia de amor está destinada a ser el objeto indie más mimado del año. Erosión en el interior del reducto familiar, desencanto amoroso. Hay bastante de eso en las huellas invisibles que soporta el cuerpo achanchado de Dean (Ryan Gosling: cómo ser un actor empático e impecable en la gestualidad, en la voz, en el perfeccionamiento de una prominente barriga). Por no hablar de Cindy (Michelle Williams ojerosa, cara hinchada por el fastidio) que arremete irritable en torno a cada una de las tareas del hogar. No hace falta aclarar que sobre esas cuestiones orbitan las historias de amor que tienen como protagonista –sobre todo- al paso del tiempo, y el indefectible desconocimiento de las singularidades del objeto amado (lo enseñó Bergman desde Escenas de la vida conyugal a Saraband) Por su tipo de sensibilidad, sus interpretaciones, e incluso, por su paso no laureado en los premios Oscar (la nominación de Michelle Williams a mejor actriz) Blue Valentine, una historia de amorestá destinada a ser el objeto indie más mimado del año. Segundo opus de Derek Cianfrance, el film narra la debacle sentimental de una pareja joven, tras seis años de matrimonio. Todo el relato está atravesado por numerosos flashbacks que explican cómo ambos se conocen, inician un progresivo encariñamiento y rubrican su relación más por compañerismo, piedad o compasión que por un deseo irrefrenable. Hay una escena terriblemente dolorosa e incómoda que le devuelve al espectador una sensación de extraña rispidez. La pareja hace una excursión a un hotel de alojamiento, esperando encontrar en ese espacio una suerte de paraíso erótico que los saque del mundillo rutinario, que los redima de la abulia sexual que los guía. La cópula trastabilla y en su lugar se da una larga conversación de arrepentimientos, de frustraciones de vida, de un irrevocable desfase afectivo. Es un punto de no retorno en la vida de ambos personajes y todavía resta el transcurso de casi la mitad de la película. Este es el costado tal vez criticable del film, donde parece regodearse en cierto padecimiento que vislumbramos con demasiada anticipación. Pero algunas pistas parecen decirnos que Derek Cianfrance quiere trabajar justamente en esos momentos de desolación y desertificación del deseo conyugal, limitándose a mostrar solamente el nacimiento y el ocaso de su amorío. Del otro lado de la pantalla estamos negados –mediante elipsis bastante pretenciosas, sí- a asistir a la gradación de conflictos que llevó a los personajes a no ser capaces de reencontrarse con su estado de efervescencia idílica inicial. En pleno derrumbe de la historia, la cifra que pone en juego (en escena) el director es aquella que retrata a la pareja esforzándose por comprender, explicar, delimitar la causalidad de una ruptura inminente. Tras el pivoteo entre pasado y presente, queda una única presencia concreta: el material paso del tiempo. Lo que -al nivel de los personajes- se traduce en la visibilidad de una irremediable calvicie, de un rechazo total a las más básicas higienes sexuales. Entre sus argucias de montaje, Blue Valentine nos dice que no es posible explicar con palabras aquello que el cuerpo se ocupa de expresar a gritos.
Narrar la carencia “Uno se vive preguntando cómo y para qué hacer cine”, reflexionan Iván Fund y Santiago Loza, codirectores de la notable y emocionante Los Labios. Tras consagrarse ganadora del premio a mejor director de la Competencia Argentina del BAFICI 2010 y del premio a las mejores actuaciones femeninas en la sección Un Certain Régard del Festival de Cannes del mismo año, se estrena en el Malba y la Sala Lugones, acompañado de una retrospectiva de la obra de Loza. Tal vez contradiciendo cierta tendencia de un cine de observación, de pretendida objetividad, quienes dialogan (al unísono) con HC más abajo –Iván Fund y Santiago Loza- no se presentan como meros operadores audiovisuales que miran aquello que filman con distancia científica. Al contrario, son dos filmmakers apasionados que meten las patas en el barro para imbuirse del mundo que tomarán como objeto en su película, sudan a la par de ese tejido de relaciones del pueblo del Norte Argentino que retratan. Los labios es –antes que el dato sociológico que pueda leerse en su superficie- un intenso mosaico de cuerpos, rostros, miradas y texturas físicas que se revelan a los ojos del espectador no sin cierto señalamiento inédito: “así nunca fuimos observados”. Cuenta Iván Fund, que la historia que daría origen a Los labios “surgió de la experiencia de una prima que trabaja como asistente social y había vivido una historia que se asemeja en lo anecdótico: un grupo de mujeres que son enviadas a una zona inhóspita y alojadas en un hospital abandonado.”
Cine fantasma Luego de su paso por el BAFICI se estrena el último opus de Apichatpong Weerasethakul, El hombre que podía recordar sus vidas pasadas (Tío Boonme). De Tailandia a Cannes, hilamos el decurso de una de las filmografías más radicales del globo. Publicamos la introducción a la nota completa que pueden leer en la HC de abril. Maneras de materializar espíritus. De imprimirlos en el negativo con su irremediable perpetuidad convocando la cercanía del espectador a través de una leve, tímida risa. He aquí, tal vez, la huella más visible de la obra cinematográfica de Apichatpong Weerasethakul, ese director tailandés que supo ganarse la última Palma de Oro con Tío Boonmee (2010). Con tal ofrenda, el último cuerpo de jurados del festival galo se mostró atrevido y desprejuiciado. No es caprichoso considerar ese galardón de Cannes como una de las premiaciones menos conservadoras de la historia. Después de todo, la película es lo suficientemente audaz en su búsqueda estética como para inaugurar un género quizás demasiado insólito: la… ¿comedia sobrenatural? Sin embargo, lo que hace de A. W., un cineasta único, no es simplemente la reformulación de algunas convenciones de género. Se suman a sus atributos: cierta capacidad para abordar terrenos místicos sin ser necesariamente sentencioso, una utilización del montaje que se rehúsa a remedar instintivamente las lecciones de David w. Griffith, un modo de distanciamiento que apela a una emotividad progresiva y pausada. En definitiva, la voluntad de gestar en cada film la interrogación por las posibilidades de un cine del futuro.
El clan del clon Keira Knightley, Carey Mulligan y Andrew Garfield protagonizan Never let me go, film metafórico que imagina un pasado crítico de manipulaciones genéticas y amores sin esperanzas. Basada en la novela homónima del escritor británico de origen nipón Kazuo Ishiguro, Never let me go retrata casi treinta años de un triángulo afectivo verdaderamente trunco. La trama se encuadra a partir de las relaciones de dos niñas (Keira Knightley y Carey Mulligan) y un joven (Andrew Garfield) que se encuentran internados en una institución pedagógica que cultiva (habría que entender esta palabra en su sentido más literal) a los niños preparándolos para una función específica: donar órganos. El anclaje en lo fantástico se intensifica cuando la película devela que el alumnado es un verdadero ejército de clones al servicio de la medicina. La historia -que despliega tímidas líneas de lectura que van desde la maquinaria nazi, el cuestionamiento a la ética de un hipotético pasado, la escuela como aparato represivo-se consolida buceando en las aguas de un sentencioso culebrón, empapándose de una cadencia y una respiración sombría que no amaina hasta llegar a los créditos finales. Por ser una película que comienza describiendo los mecanismos de una institución educativa, Never let me go se ocupa con prisa de enseñarnos sus ecuaciones, de mostrarnos cómo hace sus “cuentas”. Todo parece resumirse en sintetizados cálculos: niños educados en un espacio autoritario + profesora sensible que concientiza sus almas = garantía de desenlaces ásperos y con sus buenas dosis de lágrimas. Y la resolución de álgebra se pone más densa a medida que avanza el relato: romance imposible + augurio de una ética en retirada = efecto macabro. La escuela donde transcurre la primera media hora de película es una típica casona de la campiña inglesa alejada de la urbe donde los niños “especiales” se forman principalmente en arte y deportes. Una escuela “saludable”. Pero en la residencia Hailsham parece no haber profesores, sino guardianes que custodian una política de la supervivencia en un mundo donde ciertos valores aparecen trastocados. Por demás despiadado, el director Mark Romanek le provee uno de los peores destinos al personaje de Ruth, interpretado por la duquesa Keira Knightley. Pregunta de puesta en escena: ¿por qué durante casi toda la película es imposible observar el rostro de Knightley (flequillo extra largo, el pelo siempre cubriendo la cara) y sólo cuando está en sus últimos días -cadavérica en el hospital después de su segunda donación de órganos- elige mostrarla , ahora sí, de cara al público? Cuando el espesor de una mirada algo cruel sobre el mundo se expande, se logra al unísono ser despiadado con el espectador también. Hay una engañifa básica en Never let me go que es la de ir al relevo de la ciencia ficción para trabajar zonas imposibles de la tecnificación social, pero que en un futuro venidero se podrían considerar viables. Si esta hubiera sido la opción -la utilización del género para imaginar cuestiones éticas sobre la manipulación genética o desplegar una visión crítica de la educación como espacio represivo- tal vez estaríamos ante un film igual de obtuso aunque tanto más honesto. Pero el solemne entramado de ciencia ficción y el conflicto de la clonación son meras excusas para proponer un melodrama lacrimógeno sin sutilezas. En su transposición de Ishiguro, Romanek leyó la ciencia ficción in vitro de Gattaca con los anteojos de un edulcorado Lars Von Trier.