El segundo largometraje de Julia Solomonoff es un relato que se estructura a partir de una temática demasiado abordada por el cine nacional en los últimos tiempos: el despertar sexual. Sumado a esto, el film se ahoga en constantes clichés, una innegable estética pintoresca for export y una manera de desarrollar lo narrado que no escapa jamás al cálculo y a lugares comunes que son fácilmente reconocibles. Nada sorprende y todo ya ha sido visto con mejor elaboración en films como La ciénaga, La rabia y, en particular, XXY. De esta manera, El último verano de la boyita es un ejercicio cinematográfico destinado a cumplir sus objetivos con excesiva corrección. Es que esos lugares comunes dentro de la historia protagonizada por la pequeña Guadalupe Alonso se valen de imágenes que hacen del campo una recurrente postal turística en donde se insiste en insertar planos descriptivos para ilustrar los espacios y aquellos rituales como son las fiestas, las prácticas culturales y un modo de vida que claramente traza esa división tajante entre lo urbano y lo rural, como también a los individuos que pertenecen a cada uno de esos grupos. Si el film trata una temática importante (lo sexual como una clara alusión a la identidad y a un conjunto de pertenencia), por momentos se descuida esa focalización sobre tamaño conflicto, haciendo de la relación entre ambos menores una mera excusa para implantar todo tipo de referencias a la vida y, como se dijo más arriba, a las prácticas culturales del campo.
Pensá en verde. La posibilidad instantánea de asociar el color verde de algunas criaturas del cine de animación con aquel ogro falto de buenos modales y estrella de Dreamworks (aunque ahora estrellado, gracias a su atroz tercera aparición en la gran pantalla) parecería impulsar una especie de anhelo de éxito que hace que algunos individuos vayan a lo seguro sin esmerarse demasiado: Planet 51, película dirigida por Jorge Blanco y co-dirigida por Javier Abad y Marcos Martínez (todo un triunvirato español donde uno es “un poco más” que los otros gracias a las categorías de la industria), remite tanto al gaseoso y otrora gracioso personaje de fábula que hasta la tipografía del título en el afiche evoca a Shrek y compañía. Claro, es que en esta superproducción coproducida entre España, Estados Unidos e Inglaterra (otro triunvirato más, aunque en este caso multinacional) hay un involucrado que huele a ogro: Joe Stillman, hombre responsable del guión de las dos primeras entregas de Shrek y escritor del guión de este film que se ha convertido en la mayor producción cinematográfica realizada en España hasta el momento (su producción podrá ser “mayor”, pero el resultado es verdaderamente menor). Más allá del color verdoso de todo este asunto (los personajes del planeta además de verdes parecen horrendos émulos digitales de la Rana René) hay una especie de pensamiento que sigue una clara lógica de mercado: la elaboración del film está sujeta a ese vetusto slogan del “piensa globalmente, actúa localmente” que tiene como objetivo impulsar un producto cuya gesta parte de Llion Animation Studios (un estudio de animación de origen español) pero que puede ser interpretado y leído con suma facilidad en todas partes del globo gracias a la cultura yanqui y a las citas (numerosas) de un cine made in Hollywood. Es que la cultura hegemónica y de consumo masivo que facilita muy a menudo que se piense en éxitos de recaudación con cualquier cosa que le haga sencilla la vida al espectador de cine al momento de identificar intertextos provoca que las referencias y las citas sean muy cercanas en el tiempo (Planet 51 evoca a Shrek, a Wall-E, a Bolt y a Monstruos vs. Aliens) o, de lo contrario, de películas supertaquilleras cuya toxicidad se encarga de propagarse a través de los años dentro de una cultura cinematográfica que hace que ciertos films sean identificables dentro de otros hasta cuando uno se encuentra en la sala medianamente dormido por el tedio (Planet 51 vuelve a Terminator, a Alien, a 2001: Odisea en el espacio, a E.T., a Star Wars, a La guerra de los mundos y hasta a Cantando bajo la lluvia). Pero Planet 51 no quiere ser un rejunte de citas (aunque no lo logre), ya que aspira a convertirse en algo más que una estructura de momentos supuestamente simpáticos y sin identidad propia: el film de animación se entrega por completo a una recreación de la década del 50 norteamericana, con una cultura del consumo potenciada a partir de una mirada paródica (aunque totalmente despolitizada) sobre un cine de clase B de la industria hollywoodense, los cómics, diversas prácticas culturales de recreación en espacios públicos, la mitología que se refiere al área 51 (sí, de allí su título) y hasta marchas antimilitaristas impulsadas por movimientos pacifistas hippies. En suma: toda una verdadera ensalada cuyos únicos condimentos e ingredientes son sólo de origen norteamericano (absurdo y difícil tal vez para Stillman, aunque tremendamente único, sería imaginar a los personajes de Planet 51 practicando “la tomatina” o escapando por las calles durante un “encierro” al mejor estilo de esas fiestas conmemorativas de San Fermín). Y si se supone que la inversión propuesta por el film al presentar al humano como el invasor from outer space es una genialidad para convocar audiencia, bueno, habría que pensar de nuevo y admitir que tal cambio se cierne sobre un nivel superficial que tiene como único objetivo enumerar una serie de citas y referencias demasiado agotadas. El capitán Charles Baker, hombre que planta bandera yanqui sobre el suelo del planeta alienígena que parece ya haber sido colonizado culturalmente por los norteamericanos vaya uno a saber cuándo, sirve como ejemplo: el muchacho, colorado y de ojos claros, es un personaje egocéntrico y verborrágico que no tiene otra función más que la de oficiar, durante todo el metraje, como una especie de cinéfilo que ha entrado en éxtasis irrefrenable, mientras que los nativos como Lem, Neera y Grawl encarnan simples y chatos estereotipos que no deparan sorpresa alguna y que actúan como figuras representativas de lo ordinario en pantalla (entiéndase aquí lo ordinario como algo usual, frecuente, habitual). De esta forma, Planet 51 se erige como otro Frankenstein animado: criatura hilvanada con partes cinematográficas diversas, este monstruo de la animación digital pretende reconocimiento mundial a través de algunas ideas básicas que se reiteran gracias al cine norteamericano (sobre todo de ciencia ficción) y a la cultura que el mismo trae consigo. Metáfora al margen, el personaje de Lem, como también el director y los codirectores, saben que el espacio es demasiado vasto, y que el pensamiento local de un planeta de nada sirve frente a la evidente globalización y a las imposiciones de una cultura hegemónica que ofrece garantizar cierto éxito que trascienda los límites de todo un universo (aunque ese éxito anhelado jamás se concrete, por supuesto).
Hola, ¿cómo estás? Te llamaba para despedirme porque parece que el mundo se está acabando… Los films que exponen catastróficos resultados sobre el planeta Tierra suelen lucir notables quiebres en relación a vínculos afectivos que culminan por estructurar vaivenes emotivos de los más diversos: al goce producido por la espectacularidad del impacto de las imágenes de un mundo moribundo y terminal o, en algunos casos, de mutación caótica (2012, como El día después de mañana, se inscribe en el terreno del cambio) se le suele anexar un sentimentalismo obsceno que convierte a este tipo de películas, más allá de todo asombro producido por la animación digital contemporánea, en un exponente digno de ser pensado (perdón Barthes) como una serie de fragmentos de un discurso amoroso. Es que dentro del cataclismo que se hace presente sin pedir permiso alguno, y más allá del juego eterno de las ficciones cinematográficas que se valen de las advertencias científicas del desastre ecológico y las mitologías religiosas de culturas milenarias, las películas de catástrofes a nivel global suelen intercalar la acción vertiginosa de la supervivencia de un grupo determinado con diálogos y momentos intimistas repletos de gestos suaves y lacrimógenos de despedida: la inevitable esencia diminuta del hombre frente a la ya renombrada y temible furia de la naturaleza hace que todo inicio del fin de un mundo establecido se desarrolle, en ocasiones, mediante conmovedoras instancias melodramáticas que pueden representar la muerte heroica de un personaje en soledad (nunca falta un mártir en este tipo de films) hasta describir con énfasis los infortunios de un núcleo familiar o grupo de compañeros formado acorde a las circunstancias. La película del director Roland Emmerich (ya que estamos: responsable de catástrofes como 10.000 BC, El día después de mañana, El patriota, Godzilla y Día de la independencia) se estructura a partir de un ida y vuelta entre lo que puede concebirse como pequeñas y angustiantes escenas de despedida y grandilocuentes secuencias de desastrosos y asombrosos resultados: a los llamados telefónicos entre hijos y padres que buscan unas palabras finales frente al apocalipsis (hay varios, y todos ellos emotivamente detestables) le suceden y anteceden escenas muy bien elaboradas gracias al uso de la animación digital que no tienen otra función más que divertir y convertir al cine en puro espectáculo. O, en todo caso, en una más que decente espectacularización de las imágenes pertenecientes al género catástrofe: allí están los que intentan sobrevivir, guiados por un hombre que ha sido, evidentemente, tocado por la varita mágica y cuya suerte lo hace indestructible (a él y a su familia, claro). Como si de un superhombre se tratase, Jackson Curtis (el todoterreno John Cusack), es el protagonista central de los mejores momentos del film de Emmerich: escapando sobre un automóvil de un terremoto inimaginable en las mediciones de cualquier escala de Richter, alejándose mediante una corrida olímpica de un volcán que ha entrado en erupción y cuyas dimensiones son imposibles de determinar, hasta llegar a instancias en donde el hombre se calza el traje de Aquaman y, al mejor estilo de esos films que hacen de la catástrofe central una furibunda invasión acuosa en lugares reducidos para que las víctimas encuentren la muerte como ratas (vean Poseidón o Titanic en alguna de sus numerosas versiones), logra salvar el día. Es por eso que este hombre nada tiene que envidiarle, por ejemplo, al Ray Ferrier de la última Guerra de los mundos (ambos intocables y ambos ex – hombres de familia). Este protagonista, Jackson Curtis, como también aquel otro, Ray Ferrier, soportan el cambio o el declive de un mundo (ya sea por causas naturales o alienígenas) junto a sus seres queridos, ya que un numeroso grupo de personas sirve, en la mayor parte de este tipo de films de género, como disparador de emociones diversas. Y 2012 se vale de esas emociones en determinados fragmentos, pasajes, escenas: el odio, el amor, la angustia, el pánico y demás sentimientos afloran en varios discursos de manera extrema, pero el sentimiento que más se evidencia es el del amor, por más que sea representado de manera chata, previsible y acartonada a través de las palabras. De esta manera, a Emmerich le alcanza con unos primeros planos de hombres y mujeres sufrientes que se despiden unos a otros, y preferentemente por teléfono: ahí vemos a Adrian y a su padre, al presidente de los Estados Unidos (Danny Glover, todo un Obama avejentado) y a su hija, al loco Charlie Frost (un genial Woody Harrelson) y a sus oyentes, al doctor Satnam Tsurutani y a su amigo Adrian, etc. Durante esos momentos, que van conformando una especie de discurso amoroso que atenta contra el ritmo a pura catástrofe que impone el film una vez que el conflicto se desata, la película se resiente y cae en dichos acartonados y acciones vergonzosas como la despedida y las palabras del presidente norteamericano frente a lo inevitable (los presidentes made in USA en los films de Emmerich siempre lucen una impronta de sabiduría y heroicidad aterradora), las imágenes en ralenti que el director emplea sin pudor alguno retratando el dolor y la evacuación de aquellos que no cuentan con posibilidad de escapar a la tragedia y el rostro extasiado y conmovido de algunos de los restantes presidentes al escuchar el discurso valiente de la hija del principal mandatario yanqui. Es en estos momentos que el film decae y deshace todo lo asombroso que elabora a partir de lo que puede pensarse como la mejor de las despedidas. Porque si Emmerich logra sobresalir durante esos pasajes en donde la Tierra se despide a lo grande, con cataclismos diversos como principal fuente energética de lo hiperbólico y catastrófico que se representa en imágenes, por otro lado el director elige la solemnidad de un discurso fragmentado, que busca emocionar y conmover a partir del vínculo amoroso interrumpido por los sucesos trágicos que afronta el mundo. Lamentablemente en el caso de 2012, y como tantos otros del mismo género, este discurso se trata de un habla que paraliza todo ritmo, que trata de conmover sin lograrlo, que detiene el aspecto lúdico del género, que lo entorpece y que, finalmente, lo fragmenta.