Misántropo de Damián Szifron irrita e incómoda. En esta vuelta, que marca la primera película en inglés del director, se lanza a la pregunta, siempre riesgosa, harto riesgosa, hoy en el mercado norteamericano, de los motivos del asesinato en masa. En esa ardua búsqueda —que aprovecha para destilar toda su capacidad formal y narrativa— de intentar comprender el horror contemporáneo, halla el círculo vicioso de un sistema corrupto en cada uno de sus recovecos (con sus respectivos claroscuros mediante, por supuesto). Una introducción con pericia, de alto vuelo y ritmo, nos pone a tono de inmediato. Nochevieja en la ciudad de Baltimore, Estados Unidos. En las alturas de los edificios y rascacielos, los ciudadanos se preparan para el espectáculo de fuegos artificiales. Cuando la cuenta llega a cero, los estruendos de júbilo obstruyen un inesperado estallido de pánico: un francotirador abre fuego sin ningún patrón aparente, apilando cadáver tras cadáver dejando el saldo de 29 muertos. Entre los múltiples oficiales de la ley que acuden a la zona, están el experimentado agente especial del FBI, Geoffrey Lammarck (Ben Mendelsohn), y la novata policía de calle, de un enrevesado pasado, Eleanor Falco (Shailene Woodley). Para cuando se localiza la posición de tiro, una bomba explota y la escena del crimen queda completamente estéril. No quedan rastros del asesino. Falco, impactada por la sangre, el regadero de cuerpos y la paranoia colectiva, llega a los escombros del departamento al borde del desmayo. Aun así, identifica una posible pista que llama la atención de Lammarck. De ahí en más, se conformará el dúo que intentará resolver el crimen bajo la presión asfixiante no solo de un nuevo ataque del misántropo, sino también de la opinión pública, funcionarios políticos y medios de comunicación. EL DÚO Si Szifrón se juega a meterse en un tema delicado y empantanado, la dinámica que va a plantear entre sus dos protagonistas, sobre la base de las convenciones del género policial, es el ancla hacia cierto terreno firme y familiar para la audiencia. Para Szifrón también (Tiempo de valientes). La fórmula es clásica: pareja dispareja entre un ácido y experto detective y una novata, pero prometedora y corajuda, joven oficial. Así, por lo menos, lo refleja la presentación inicial, que dota a ambos de un carácter heroico. Poco a poco esa confortable construcción se irá desmontando. Los defectos de ambos se traslucen en la medida que las dificultades se presentan. Si bien no es un movimiento revolucionario, sintetiza hacia dónde quiere apuntar el director. Las actuaciones acompañan, pero no se acoplan bien al peso que la narrativa quiere otorgar a cada personaje por separado. El carisma de Mendelsohn para interpretar a Lammarck opaca por momentos lo que pretende ser el motor principal de la trama: el desarrollo del paralelismo entre los demonios de Falco (adicciones, autoflagelación) y los del asesino, que ayudará a desentrañar el crimen. Tal como ocurre en El Silencio de los Inocentes con Clarice Sterling. MÁTICES Con todo, Misántropo , sabe sostener la tensión incluso ralentizándose. Tanto por la amplitud de recursos formales que utiliza (el director de fotografía argentino, Javier Juliá, regala planos para enmarcar) como por la intercalación de crudas explosiones de violencia con bocanadas de investigación, reuniones y rosca política en las oficinas de las fuerzas de seguridad. Quizá en esa intersección reside uno de los puntos más álgidos de Misántropo: el pulso de Szifron para guiar escenas de acción atrapantes y dinámicas (entretenimiento puro), al mismo tiempo que complejiza e interroga cuál es el trasfondo de esa praxis que ejecutan los agentes de la ley y los medios de comunicación. Y cuáles son sus consecuencias. Desde ese ángulo también se permite explorar y mostrar al antagonista. En el arriesgado giro de no recurrir al maniqueísmo y en cambio darle dimensión a los motivos y los traumas del villano, que además se despegan de los habituales en el género, yace un destello de frescura. Quizá, luego en el desenlace, la sobreexplicación del móvil en los diálogos le resta fuerza a la idea de un sistema colapsado, dañino, picadora de carne, que previamente se construye con elegancia; ahí cuando el relato indaga en las internas políticas que, en busca de insuflar egos, subir el rating y mantener intenciones de voto, desvían la resolución efectiva del crimen arrastrando víctimas inocentes. CONCLUSIÓN: si te querés rebelar, tenés que usar saco y corbata La lectura a grandes rasgos, para nosotros argentinos/latinoamericanos que conocemos a Szifron, nos es familiar. Nos remonta a aquel dilema que ya habían puesto sobre la mesa Los Simuladores: ¿Cómo hacer justicia en un sistema que de facto es injusto? Solo dentro de él, dice Santos, usando saco y corbata, tenemos posibilidad de hacerlo. Entre Falco y el asesino la delgada línea se traza en cómo subliman el dolor causado por una sociedad que les dio la espalda: autoflagelarse o flagelar al otro. Superar el pesimismo, de ahí en más, es algo que solo Falco puede hacer. Uniformada (el saco y corbata de Santos), cree, hay alguna ínfima chance de precipitar un cambio. Por todo ello, Misántropo de Damián Szifron, hace caer inevitablemente en una definición cliché: con sus defectos, es de esa clase de películas que ya no se hacen; es de esa selecta clase que toma un remanido género y le brinda un vuelco que la hace merecidamente destacable.
Algo de lo previsto es certeza. Luego de cinco años de silencio tras Mother!, en La Ballena Darren Aronofsky nos vuelve a arrojar bien hondo en el pozo de sus obsesiones. Brendan Fraser interpreta a Charlie, un profesor de cursos universitarios de escritura que sufre de obesidad crónica y se encuentra al borde de la muerte. De un optimismo inconmovible a pesar de sus múltiples contradicciones, Charlie buscará la ablución más anhelada: el perdón de su hija Ellie (Sadie Sink). Si los excesos, el morbo, lo crudo y lo onírico son las líneas directrices en gran parte de la filmografía de Aronofsky (Requiem for a Dream, Black Swan, Mother!),La Ballena transita otras sendas. Motivos del viraje bien podrían encontrarse en la sensibilidad de los tiempos que corren como en la presión que implica el material de adaptación, la pieza teatral homónima del propio guionista: Samuel D. Hunter. El lúgubre departamento de Charlie como única locación, la constante entrada y salida de secundarios, la división de la acción en días como si fueran actos y la centralidad de los diálogos dan cuenta del peso de la obra de referencia. Sí, destellos repugnantes los hay. Lo esperable sucede, pero no en la cantidad con la que Aronofsky supo cargar otras obras. Sí, la cámara enfatiza a Charlie como una masa amorfa. Y sus atracones con sus correspondientes estridencias guturales y consecuentes devoluciones en el suelo del departamento aparecen. Lo esperable sucede, emerge la fuerza mimética, representacional, del medio cinematográfico. Pero como un elemento más. Traducible en: no es gratuita la crudeza de la imagen. Se urde un efecto al que el otro (Ellie, Thomas el pastor, el espectador) responde. Y que verdaderamente punza cuando los diálogos —solo en los tramos que logran sagacidad— así lo permiten. Ahí cuando Charly pregunta “¿Soy desagradable?”, y la interpelación va por dentro como por fuera de la diégesis. Encorsetado, entre algodones para sus propios parámetros, pero en La Ballena Aronofsky está. Se vislumbra su mano operando para incomodar al espectador. No solo desde el diálogo y el énfasis en el trabajo de maquillaje protésico sobre Fraser, sino también a partir de elementos fácilmente advertibles, como el uso del 4:3, la paleta opaca y los primeros planos para construir una atmósfera claustrofóbica. Está, pero dialogando menos con sus últimas producciones que con The Wrestler (2009), donde, además de rescatar a un actor en su ocaso artístico (Mickey Rourke) como aquí lo hace con Fraser, ensayó formal y narrativamente algo muy similar: sin recursos extravagantes, apelando a todo el potencial del montaje, el guion y el encuadre, cuenta la historia de un hombre que por seguir sus sueños y pasiones amontonó ruina sobre ruina por detrás. Ante su inexorable partida se lanza con desesperación a intentar redimirse. La moderación estilística, en fin, es puesta en juego por Aronofsky para motorizar contradicciones de significados y sensaciones en el espectador. Trabajando casi exclusivamente sobre Charlie, aunque también delineando al resto de los personajes. De Charlie conocemos primero su voz (arguye a sus alumnos que su cámara está rota): amable, fina, pero en el contexto laboral adquiere un tono firme. Para luego presentarlo físicamente en su máxima bajeza: masturbándose hasta quedar al borde del infarto. En ese primer acercamiento, estrictamente visual, la repercusión tiene aires kantianos. Charlie es un leviatán esplendoroso a la par que inquietante. Es, como la naturaleza (un diluvio o una ballena), sublime horroroso, en tanto genera fascinación y terror por partes iguales. Por supuesto, el factor humano, que la ballena tenga emociones —al contrario de lo que reza el ensayo que lee Charlie para sobrevivir—, conduce a que esa fórmula sea desbalanceada hacia lo horroroso en tanto angustia: terror por el destino del hombre. Durante los primeros veinte minutos el relato embate hasta hacer sentir pena por el protagonista, todos lo castigan. Casi cayendo así en el burdo sentimentalismo. Conforme se avanza en la trama este modelo de tensión se agudiza y se extrapola de lo meramente visual a lo moral. Allí, en ese movimiento que sortea el sentimentalismo, quizá radique lo más interesante de la propuesta de Aronofsky. Porque lo sublime horroroso de lo corpóreo, es nimio frente al optimismo autodestructivo de Charlie, que permea todos sus vínculos. En la ambigüedad de que dentro de sí coexistan la esperanza y la bondad más beata con la pulsión suicida-egocéntrica yace el oxímoron más grande. Así, con ese eje conductor que se despega del juicio físico, el director nos surte golpes de efecto, poniendo en cuestión las decisiones de Charlie a lo largo de su vida: contando, por ejemplo, sobre como abandonó a su familia por un amorío con un estudiante. Luego dándole la palabra para explicar que la situación no fue tan así, que siempre envió dinero a su hija y se preocupaba por ella. Entre esos idas y vueltas, que nos ceden la responsabilidad de juzgar un relato ambiguo, y la indiscutible química entre Fraser y Hong Chau (Liz), La Ballena alcanza su tope. Virtud y a la vez defecto de Aronofsky no haberse tentado por el exceso al que nos tiene acostumbrados, cuyos resultados podrían haber sido desastrosos, y elaborar demasiado prolijamente un relato que, sin embargo, no puede hilar su inteligente núcleo principal con la cantidad de ideas y temas que pululan a su alrededor. El cambalache de religión, política, salud mental, homosexualidad, escritura y demás tópicos rondan de manera subyacente los conflictos narrativos centrales quedándose a mitad de camino. A veces como menciones planas inconexas, otras como recurrentes leitmotiv, pero en definitiva jamás explorados con la profundidad suficiente para que La Ballena se eleve en calidad de memorable.
Antes de hablar de Black Panther: Wakanda Forever , debo Generalizar: el cine, desde su transformación en medio masivo, tiene su dilema fundante, ser arte e industria al mismo tiempo. Y no digo nada nuevo: a pesar de que a través de las décadas la balanza ha tenido sus vaivenes, con épocas de mayor o menor desequilibrio, convengamos que ha sido en gran medida el valor mercantil el que ha prevalecido. En ese sentido, hace unos días, Tarantino comparaba en una entrevista para el L.A Times el panorama cinematográfico actual con el previo a la irrupción del New Hollywood a fines de los 60s, trazando un paralelismo entre el sistema de estudios de entonces y el que hoy conforman las plataformas de streaming junto a los grandes conglomerados mediáticos. Y del mismo modo se relamen los cineastas, según Quentin, porque caigan las películas de superhéroes como en el ayer lo hicieron los musicales acartonados producidos en serie. Difícil no empatizar ante ese anhelo cuando, incluso incorporando directores de “prestigio” (caso Chloe Zhao) y disponiendo de presupuestos record entrega tras entrega, no se propone innovación alguna ni en las narrativas ni en las estéticas de las películas que forman parte del MCU. Black Panther: Wakanda Forever se pliega a ese estatismo mercantilista. Sortea con suficiente respeto el atroz fallecimiento de quien iba a ser su protagonista, Chadwick Boseman, haciéndolo eje de una trama confeccionada a las apuradas, acorralada por la maquinaria de la fase 5 ya puesta en marcha, que no consigue un peso específico más allá del efecto del duelo y la emotividad utilizada como motor dramático. A la objeción habitual al análisis (“No se le puede pedir valor artístico a películas que buscan entretener”) Black Panther: Wakanda Forever responde por sí sola: es bien solemne, como su galardonada predecesora. Esta vez Marvel lo tiene más justificado que nunca. El fallecimiento de Chadwick Boseman (T’Challa en la ficción) en 2020 marcó el proyecto: implicó la reestructuración completa de un primer guión ya casi finalizado de la mano de Ryan Coogler —también director y guionista de la primera entrega— y hasta se barajaron nombres desde la compañía para sustituir a Boseman en el protagónico, luego descartados ante el rechazo que un reemplazo supondría en las audiencias. Pero cancelar jamás, el show debe continuar. Más cuando Black Panther supuso para Marvel no sólo el rédito económico sino también el reconocimiento de la academia. El tratamiento de problemáticas raciales y la consecuente extensión de su presencia en las premiaciones más allá de las categorías de efectos especiales. El resultado de este cueste lo que cueste es un sentido homenaje inicial. Eficaz, que podría haber golpeado más bajo —valorable esa mesura viniendo de Disney—, pero que apresa al resto de la trama. Tanto depende de la ausencia de T’Challa, tanto se preocupa por señalar su insustituibilidad, que no puede despegar. Black Panther: Wakanda Forever se deshilacha en su estructura y se aletarga, con largos baches al introducir conflictos internos y nuevos personajes. Ni los arcos narrativos ni las actuaciones soportan los valles entre los puntos de giro. Muy tarde, promediando casi las dos horas en una película que dura 161 minutos, es que el relato se encauza y agarra ritmo cuando Shuri (Letita Wright), la hermana de T’Challa, toma finalmente la posta y se pone el traje de Black Panther, Pero hasta que llega ese tardío clímax se avanza en círculos. Sin mucho rumbo. Sin saber bien qué priorizar, apenas plantando disparadores para las escenas de acción, como siempre inobjetables, el punto fuerte de Marvel junto a la ambientación, y para el enfrentamiento con el nuevo antagonista: Namor. Namor y su civilización probablemente sean lo más propositivo de la película. A nivel dramático la primera aparición de los talokianos en clave de género, utilizando recursos del terror, es de lo más interesante de la película. Quizá de las pocas escenas donde se rastrea la mano del director. En lo visual deslumbra la ciudad acuática. Pero en términos narrativos la historia de origen de esta civilización inspirada en los Mayas y los Aztecas carece de profundidad. Un guiño vacío, marketinero, para el público hispanohablante. Más aún al tener presente el dato de que en el cómic Namor y los talokianos eran originarios de la Atlántida. Una modificación, en fin, que parece más fruto de las estadísticas recabadas de los focus group que de una genuina preocupación desde Marvel por explorar con detalle y pericia la historia de pueblos masacrados por el colonialismo. Como ya es sello de la casa, es una aproximación profiláctica: un chapoteo en la confortable pelopincho de lo políticamente correcto, el autofestejo bobo al ahondar superficialmente temáticas históricas y profundas, pero siempre punzantes y actuales. En esta tónica se mueve Black Panther: Wakanda Forever. Definiendo la especificidad de la saga dentro del MCU. El lugar donde Marvel y Disney alzan la bandera de los más elevados valores ético-políticos. Ahora, también, lucrativos.
Desde el título Eastwood nos habla, anuncia intenciones. ‘Cry Macho’ es el relato de un hombre de 91 años que observa el pasado con remordimiento y nostalgia y el futuro con desdén pero también con (cierta) esperanza; ello aplica tanto para el inoxidable Clint como para el personaje que encarna en esta nueva cinta: Michael Milo. Mike es un experimentado ranchero y una ex-estrella de rodeos del estado de Texas que, por encomienda de su jefe (Dwight Yoakam), deberá viajar a México en búsqueda de Rafo (Eduardo Minett), un niño de 13 años. La travesía supondrá para Mike, más que el desafío físico, una retrospectiva sobre las heridas más dolorosas de su vida pero, a su vez, la oportunidad —a partir de la relación que irá estableciendo con Rafo— de sanar. Desde este jueves 16 de septiembre ‘Cry Macho’ se estará proyectado en los cines y en las próximas semanas se encontrará disponible en el catálogo de HBO Max. El desierto, el asfalto polvoriento y puebluchos mexicanos olvidados aledaños a la frontera con EE.UU son los paisajes escogidos por Eastwood para esta especie de road movie que por default decanta también en buddy movie. El peculiar vínculo entre Mike y Rafo es el motor de la trama y de la evolución recíproca. Si bien puede apreciarse una lógica jerárquica, una relación educador-educando o padre-hijo, en los hechos se produce un aprendizaje y enriquecimiento mutuo. La química entre Eastwood y Eduardo Minett es total, tanto en los pasajes cómicos y amenos (abundantes pero no empalagosos) como en las catarsis dramáticas. Parece imposible adjudicarle a ‘Cry Macho’ algún valor asociado a lo revolucionario. Es un relato que elige las formas clásicas y las ejecuta con madurez y maestría como solo un tipo con la trayectoria de Eastwood podría hacerlo. En la puesta en escena y en la concatenación de planos, en el juego con el fuera de campo y en el montaje, se hace diáfana la fina visión de alguien que ha vivido por y para el cine. Alguien que tiene la sapiencia exacta sobre la información mínima y vital que el espectador necesita para seguir el hilo conductor a la perfección. En ‘Cry Macho’ esa sabiduría se vislumbra en un montaje lacónico y sintético (sin que los diálogos necesariamente lo sean). Que sabe cuando detenerse y cuando ir a fondo. Que imprime un ritmo liviano que hace pasar volando las casi dos horas que dura el filme. En contraste a la fluidez de la forma, algunas ideas y elucubraciones que acompasan el unívoco arco narrativo, no terminan de lograr contundencia. Reconocido Eastwood por su pensamiento político (una suerte de republicanismo que se ha ido moderando con el tiempo), su abordaje y su pregunta sobre lo masculino es lo más arriesgado en el ideario de la película, pero siempre da la impresión de quedar bajo el ala de lo que más realmente lo interpela: el paso del tiempo. De allí surgen las imágenes y los diálogos más sensibles y profundos, aunque el título nos prometa otra cosa. Ojo: como dije, no hay ausencia de reflexión sobre la masculinidad; sí una presencia que no termina de ser efectiva, a veces cayendo en una cursilería simplista cuando hubiera sido interesante una perspectiva más amplia y complejizadora. Una perspectiva que sí aparece en torno a la cuestión del tiempo. La dialéctica entre pasado y futuro resulta el eje más matizado e interesante de la cinta. En el marco del choque generacional Eastwood despliega a través de la sinécdoque (la parte por el todo) preguntas y respuestas tan personales como universales. Hay una visión contradictoria sobre las nuevas generaciones, esperanzadora como escalofriante (atenti a uno de los planos finales donde el subtexto es muy claro). Por otro lado, hay un contrapunto entre los personajes que representan la vieja generación, una división en apariencia maniquea, pero que, si se afina la lectura, enfila también hacia la contradicción y la ambigüedad. Además hay una sincera —y quizá algo trillada ya en Eastwood, después de varias películas personales de presunta despedida— lección sobre la madurez. Lejos de la chispa de sus mayores éxitos, Eastwood da con ‘Cry Macho’ una lección magistral —y necesaria en los tiempos que corren— de clasicismo cinematográfico. Sensible, sagaz, pero quizá, para muchos, no lo suficientemente audaz y profunda en el tratamiento de temáticas en las que hubiera sido interesante conocer la perspectiva del eterno Hombre sin nombre.
Casi doblando el presupuesto de su precuela, Duro de Cuidar 2 (Hitman’s Wife’s Bodyguard) repite elenco protagónico y misma fórmula narrativa: el conflictivo dúo devenido en trio, formado por el guardaespaldas Michael Bryce (Ryan Reynolds), el sicario Darius Kincaid (Samuel L. Jackson) y su mujer, la estafadora Sonia Kincaid (Salma Hayek), se ve envuelto en un complot geopolítico que los llevará a recorrer, entre balaceras y explosiones, el viejo continente. Completan el reparto Antonio Banderas, como el excéntrico antagonista principal, y Morgan Freeman, como el padre de Michael Bryce. Estrena mañana, jueves 19 de agosto, en todos los cines de Argentina. Quizá lo peor de la primera entrega era el irreconciliable contraste entre un humor banal que se intercalaba con una trama principal intencionalmente solemne y sensible: un juicio por genocidio a un sanguinario dictador de una ex-república soviética. Con inteligencia, en la secuela los guionistas alivianaron el núcleo narrativo: cuando la UE sanciona económicamente a Grecia, el terrorista griego, Aristóteles Papdopolous (Banderas), intentará llevar a Europa a la ruina. Así, los saltos entre el tono serio de drama geopolítico, y la acción/comedia más burda (que totalizan la cinta) no se sienten tan chocantes. Con la suma de Hayek a la ecuación, la dinámica al estilo buddy movie –que no terminaba de funcionar con Reynolds y Jackson en solitario– gana en jocosidad y en momentos hilarantes que, sin embargo, terminan por ser repetitivos y estereotipados. Los chistes, o son ramplones o se basan en violencia física o en cataratas de insultos que terminar por ser estériles a medida que avanza la película. Infimamente encontramos construcciones de remates algo más elaborados y alguna pequeña referencia cinematográfica que sorprende entre tanto lugar común. Por otra parte, Freeman y Banderas se sienten desperdiciados, opacados por el trío protagonista y por un guión demasiado predecible y poco imaginativo. Lo más destacable son las escenas de acción. Sin un presupuesto desmedido, hay un despliegue técnico sólido y eficaz que, en conjunto con una buena dirección de las persecuciones, los tiroteos y las trompadas, logra un ritmo frenético que es siempre condición necesaria para este tipo de producciones. En ese sentido el enfrentamiento final, que parte del concepto de doppelgänger, es de lo más interesante que ofrece la cinta. Con todo, y al igual que sucede con el personaje de Banderas, se podría haber ido más allá. En síntesis, ‘Duro de Cuidar 2’ no depende de su predecesora (aunque algún chiste se pierde, pueden verse perfectamente por separado) y, a diferencia de ella, logra –no sin muchos problemas– definir lo que quiere ser y es consciente de ello: una película de acción-comedia sin demasiadas pretensiones, sin marca distintiva, sin innovaciones. Del montón. Que entretiene y nada más.