Un juego tan diabólico como irresistible Las cosas anduvieron más que bien durante la primera hora de película. La cuidada reconstrucción de época -fines de los 60- se refleja en la música, el vestuario y las noticias relatadas de fondo (siempre la carrera espacial) desde la omnipresente TV, todo un símbolo de los consumos culturales de la clase media estadounidense. Hasta Universal adecuó su logo imprimiéndole una pátina vintage. Mientras tanto, la historia transcurre por carriles interesantes, sin ser un canto a la originalidad. Lo mejor: un pasaje de terror psicológico, cuando la pequeña Doris (Lulu Wilson) le explica al pretendiente de su hermana qué se siente al morir ahorcado. Todo bien hasta ahí. La media hora final de “Ouija: el origen del mal” se desbanda al compás de la materialización de monstruos y fantasmas. Lo insinuado perturba; lo explicitado termina reduciéndose a una serie de golpes de efecto de trazo grueso, incluyendo un par de planos prolijamente robados a “El exorcista”. Pero tampoco es cuestión de bajarle la persiana a esta película de Mike Flanagan, que a fin de cuentas está un poquito por encima de la media. El género está sobreexplotado al punto que -salvo contadas excepciones- cada jueves se estrena una película de terror. Y esta precuela de “Ouija” (que se vio en 2014 y es pésima) reúne algunos méritos como para no pasar sin pena ni gloria, destino de casi todo el resto. Alice Zander (Elizabeth Reaser, de amplísimo recorrido en la TV) y sus hijas, Lina (Annalise Basso) y Doris, han montado una pequeña pyme en el hogar. Con la ayuda de las chicas, Alice se hace pasar por médium e invoca espíritus que terminan diciendo lo que el cliente quiere oir. Todo luce inofensivo hasta que Alice introduce un tablero ouija al show familiar. Y es Doris la que empieza a canalizar los mensajes que inquietantes presencias transmiten desde el más allá. O el más acá, tratándose de una casa en la que ocurrieron cosas espantosas. Flanagan ya tiene una posición en el género. Filmó, entre otras, “Oculus”, “Hush” y la reciente “Somnia: antes de despertar”. Ahora está embarcado en “El juego de Gerald”, basada en la novela de Stephen King. Habrá que seguirlo de cerca. Aquí, en el rol de un sacerdote capaz de ponerle el pecho al horror, cuenta con Henry Thomas, el chico de “E.T.” al que auguraban un futuro de estrella y hoy se gana el pan consolidado en el noble gremio de los actores de reparto.
Entre tanto dolor hay una esperanza La Segunda Guerra Mundial ha terminado y las potencias se reparten Europa. Bajo el control de la Unión Soviética, Polonia espía un destino incierto. Es invierno y una monja marcha presurosa entre la nieve. Busca ayuda médica y encuentra a Mathilde Beaulieu, asistente de una unidad de la Cruz Roja francesa. La conduce al convento, donde una de las hermanas está a punto de dar a la luz. No es la única embarazada: las monjas fueron violadas por soldados rusos. Basada en hechos reales, “Las inocentes” bucea en el dolor de una comunidad devastada sin pisar el palito de la condescendencia. No hay pompa ni héroes en la película de Anne Fontaine, sólo mujeres que transitan situaciones límite desde el silencio, el deber ser, lo poco o mucho de fe que puede quedarles. O, simplemente, desde la ilusión de vivir un día más. Hay mucha belleza en “Las inocentes”. Los ojos de Mathilde se llenan de amor cuando va descubriendo la dinámica de la comunidad religiosa; sus cantos, sus juegos, sus confidencias. Y en el mismo plano conviven el horror de lo ocurrido y de lo que puede repetirse, porque los rusos están listos para irrumpir a cada momento en el convento. Y también los secretos, algunos terribles, adivinados en los ojos de hierro de la madre superiora. En ese mundo va penetrando Mathilde, una comunista francesa a la que nada parece unir con un grupo de monjas polacas. La relación que se forja termina siendo excepcional. Prolífica, polémica, capaz de saltar del mundo de la prostitución (“Nathalie X”) a una biopic de Coco Chanel, Fontaine encontró el tono justo para contar la historia de “Las inocentes”. Desde lo visual su película es impecable. Los ambientes, marcados por ese terrible invierno de posguerra, son tan angustiantes como la risa de los huerfanitos que juegan sobre un ataúd. Las paredes del convento lucen tan desnudas como el bosque que lo rodea. El desempeño actoral es formidable. Lou de Laâge construye su Mathilde desde una progresión emocional que se dibuja en la mirada. Apenas esboza algún contrapunto con Samuel (Vincent Macaigne), un médico judío con el que se permite el sexo, y con Maria (la notable Agata Buzek), la monja capaz de desafiar la autoridad y, al mismo tiempo, revelar su pasado. Vale el reconocimiento para Cines del Solar. No es común el estreno en Tucumán de una película europea, por más premios internacionales que haya ganado. Hay cinematografías que parecen condenadas a fluir desde una pantalla hogareña, como si no hubiera un público ávido por disfrutarlas desde la platea, como en los buenos viejos tiempos.
Otro apocalipsis zombi y van... De acuerdo, puede que no sean zombis clásicos, pero va por ahí. De uno u otro modo, nuestro destino parece determinado por un inminente fin de los tiempos con forma de pandemia. En el caso de “Viral” se trata de la infección a cargo de unos parásitos que huelen a hibridación entre los invasores de cuerpos filmados por Don Siegel hace 60 años y los modernos vampiros de “The strain”. Agreguemos un toque de la reciente “Cell”, que es malísima pero está basada en una novela de Stephen King. Lo elegante es hablar de “influencias”, pero lo justo es apelar a la honestidad y consignar que hay aquí un prolijo robo/amasijo de ideas. De lo que no se ocupa “Viral” es de dar demasiadas explicaciones, y eso que aprovecharon algo de found footage de Barack Obama para calzarlo en la historia. Al apocalipsis se lo intuye en un video de YouTube y termina desatándose en un apacible barrio de California, una de esas urbanizaciones alejadas de las ciudades que representan el corazón del sueño americano. Sofia Black-D’Elia (a quien vimos en la estupenda “The night of” y en la pésima remake de “Ben Hur”) y Analeigh Tipton son las hermanas Drakeford. Ambas tendrán que remar solas en ese mar de horrores porque papá (el gran Michael Kelly, de “House of cards”) desaparece en medio de la película para no volver. Hay un vecino enamoradizo listo para ayudar (Travis Tope) y no mucho más. Detrás de “Viral” está la dupla Joost-Schulman, de quienes vimos este año “Nerve, un juego sin reglas”. Claro que ahí estaba Emma Roberts y esas son palabras mayores. Michael Landon, uno de los guionistas, firmó la mayoría de las entregas de “Actividad paranormal” y eso explica muchas cosas. Lo que llama la atención es la presencia de los hermanos Weinstein entre los productores. ¿Cuán de cerca siguieron esto? “Viral” es una sucesión interminable de clichés y de sustos que no asustan, rematada con uno de los peores finales que hayamos visto en los últimos tiempos. De esos que, queda clarísimo, rodaron por obligación y a las apuradas. Así estamos.
El fin del mundo no mueve la aguja Es llamativo cómo a un actor brillante puede trastocarle el chip un personaje. Cada vez que se calza el inmaculado saco de Robert Langdon -ya van tres-, Tom Hanks cambia a piloto automático. Será que la pasa bomba durante los rodajes en compañía de su amigo Ron Howard, sobre todo consiguiendo locaciones tan maravillosas como las que ofrecen el casco histórico de Florencia, Venecia o Estambul. Por ahí se lo ve, siempre a las corridas, mientras descifra acertijos renacentistas y desgrana algunas reflexiones existenciales en las situaciones más insólitas. Por lo menos este Hanks/Langdon no luce aquel quincho horrible que le armaron para “El código Da Vinci”. Aquí Langdon no anda a la pesca del grial entre los pliegues de “La última cena” ni husmea conspiraciones de los Iluminati en El Vaticano. Las cosas son más graves. Hay un millonario (Ben Foster) decidido a terminar con la superpoblación planetaria desatando una peste y las claves para desbaratar el plan están escondidas en los versos y las imágenes de “La divina comedia”. Sale Leonardo, entra Dante Alighieri, diría Dan Brown, cuya fórmula para construir best-sellers es tan efectiva como el Barcelona de Guardiola: todos sabían cómo jugaba pero nadie podía ganarle. A Howard, irreprochable artesano del mainstream hollywoodense, no lo ayuda el guión de David Koepp. Su historia se condensa en 24 horas y no le queda otra que apelar a extensos flashbacks para ponerle un poco de claridad a la trama. Entonces las cosas se tornan demasiado explicadas. Langdon está más didáctico y sagaz que nunca en su rol de sabelotodo cool, pero lo que sobra de erudición le falta a la tensión del relato. Esto es un thriller y se supone que el fin del mundo llegará en cuestión de minutos, pero sobran las escenas en las que todos se toman demasiado tiempo para charlar sobre el sentido de la vida. A Jason Statham no le pasan estas cosas. La vuelta de tuerca con un personaje central se ve venir desde lejos. Sin esa pizca de sorpresa “Inferno” queda enconsertada en su impecable concepción visual. Es un entretenimiento caro, seguramente a la altura del cachet de Tom Hanks. Felicity Jones luce más desconcertada que inexpresiva y el resto acompaña con la misma certeza que contagia al espectador: son personajes sin carnadura ni historia, tal vez mejor tratados en la novela. Por la pantalla se mueven sin convicción, esa de la que carece la película.
Un correcto Burton; no el mejor Burton Miss Peregrine (Eva Green -foto-) llora mientras estruja contra su pecho al niño del ático. Es en realidad un cadáver incorrupto -salvo porque carece de ojos-, que yace para siempre en una cama blanquísima. Esos momento de clásica e inquietante belleza burtoniana no abundan en la película. Los hay, pero aparecen con forma de chispazos creativos. Será porque el problema del cine de Tim Burton es el cine de Tim Burton. Quedó tan alta la vara de sus mejores obras que de “Miss Peregrine y los niños peculiares” cabía esperar más, básicamente por la formidable naturaleza del relato. Es un correcto Burton, no el mejor Burton y eso viene notándose en buena parte de su producción. Un poco freaks, un poco X-Kids, los chicos peculiares del título viven cobijados por Miss Peregrine en lo profundo de una isla galesa. Todos tienen diferentes y sorprendentes habilidades sobrenaturales. Hasta allí llega Jake (Asa Butterfield, el inolvidable Hugo Cabret, hoy más jovencito que adolescente), decidido a averiguar por qué murió su abuelo. Lo primero que descubre es que Miss Peregrine y compañía viven atrapados en un bucle temporal: todos los días se repite el 3 de septiembre de 1943. No es un capricho, sino un sistema de protección, porque fuerzas espantosas se mantienen al acecho. El de la manipulación del tiempo, sus paradojas y consecuencias, es uno de los temas centrales de la película. También obliga a Burton a un esfuerzo explicativo extra que no colabora con la fluidez de la narración. La construcción de los personajes, que son varios y muy ricos, están resueltos con maestría desde lo visual. Es el sello de fábrica infalible. Entre las críticas que recibió -y que le caben- a “Miss Peregrine...” figura el exceso de efectos digitales empleados por Burton. El miniejército de esqueletos que Enoch (Finlay MacMillan) manda a la batalla es todo un homenaje al gran Ray Harryhausen. Pura nostalgia, y esa también es una marca de fábrica. La exitosa novela de Ramson Riggs habilitó la creación de una vasta imaginería visual y emocional. Burton no falla en lo primero, pero -extraño en él- deja la sensación de que Miss Peregrine, sus niños, el abuelo que juega Terence Stamp, Judi Dench -de paso fugaz por la historia- y el villano encarnado por Samuel L. Jackson daban para sumergirse en profundidades mucho mayores.
El verdadero infierno en la torre ¿Qué pasó la noche del 20 de abril de 2010 en la plataforma marina Deepwater Horizon? La información oficial consignó que una explosión había provocado la muerte de 11 personas y el derrame de cinco millones de barriles de petróleo en el Golfo de México. Lo que se propuso Peter Berg es contar el minuto a minuto de ese día fatídico en alta mar; humanizar la tragedia; ponerle rostros a la cadena de malas decisiones que derivaron en uno de los mayores desastres ecológicos contemporáneos. El resultado es una película entretenida, visualmente impecable y atractiva. Pero de lo que carece “Horizonte profundo” es, precisamente, de profundidad. Los pormenores del caso trascendieron a partir de una investigación de dos periodistas del New York Times (David Rohde y Stephanie Saul). Sobre esa base los guionistas armaron una historia de héroes -los trabajadores de la plataforma- y villanos -los ejecutivos de British Petroleum que obviaron los protocolos de seguridad y fueron los responsable de la tragedia-. Esa linealidad se traslada al trazo grueso de los diálogos y a los lugares comunes que transitan los protagonistas. John Malkovich actúa en modo piloto automático; y tampoco es que Kurt Russell y Mark Wahlberg sean un dechado de gestualidad frente a la cámara. De la cuestión ambiental, que pudo haber sido uno de los ejes de la película, no se dice nada. Flojos ahí. Además de amigos y habituales colaboradores, Berg y Wahlber son socios. Por ejemplo, juntos producen para HBO la serie “Ballers”. La dupla se activa creativamente cuando las cosas se ponen movidas en el set, de allí que las fortalezas de “Horizonte profundo” pasen por la tensión dramática entre explosiones y rescates. Berg está en su salsa cuando las torres se incendian y se desmoronan porque sabe sacarle el jugo al equipo técnico de primera línea que lo secunda. Cuando sobreabundan las especificaciones técnicas que no le mueven la aguja a la historia la película se ameseta. Y consignemos que algunas metáforas (por caso, la lata que explota con el consiguiente derrame de gaseosa) le hacen un flaco favor a la imaginación.
Clásico y moderno, como buen western Si John Sturges se había metido en camisa de once varas para rodar un cover de “Los siete samurais”, Antoine Fuqua redobló la apuesta. Afrontar la remake de un clásico -y hablamos de Kurosawa- ya es mucho. Y cuando son dos las referencias incrustadas en el imaginario cinéfilo la marcha puede tornarse demasiado empinada. Pero Fuqua confía en sus aptitudes de narrador y tuvo claro qué quería hacer con “Los siete magníficos”, a 62 años de la gesta encabezada por Toshiro Mifune y a 56 de la réplica que protagonizó Steve McQueen. Bien por él y por su película. De lo que más se viene hablando desde que se conoció el elenco es de su diversidad. Entre “Los siete magníficos” de Fuqua hay un negro -que además es el líder (Denzel Washington)-, un mexicano, un asiático y un indio. Casi un seleccionado de la ONU implantado en el corazón de un western que abreva en toda clase de fuentes, desde el clasicismo a lo John Ford hasta guiños propios del spaguetti. Ese carácter multiétnico del cast no representa una modernización forzada de la historia ni un anábolico para la boletería. Está manejado con naturalidad y por eso encaja sin hacer ruido. Chisolm (Washington) lidera el grupo de desclasados que se une para defender un pueblito de las garras de Bogue (Peter Saasgard). Son forajidos que se tornan héroes por accidente, pero también por ambición. Entre ellos sobresalen Faraday (Chris Pratt, cuyo destino de superestrella parece irreversible) y Jack Horne (el gran Vincent D’Onofrio). De paso, Fuqua se dio el gusto de reunir a Ethan Hawke con Washington, la dupla que había brillado en su mayor éxito hasta aquí: “Día de entrenamiento”. Lo mejor de “Los siete magníficos” brota de las escenas de acción, que son varias, poderosas y emocionantes. Esa tensión dramática es la especialidad de Fuqua. Menos lucida resultan la calidad de los diálogos y el tratamiento de los personajes, cuya unidimensionalidad no es digna de un guionista de los kilates de Nic Pizzolatto, creador de “True detective”. Ahora bien, ¿esperan escuchar “esa” canción? A no levantarse cuando empiecen los títulos finales.
¿Divierte? No. ¿Asusta? tampoco El tránsito intergéneros es una constante en el cine de Fabián Forte. Salta de la comedia (las dos partes de “Socios por accidente”, codirigidas con Nicanor Loreti) al terror (atención con el episodio “Alimenta la caja”, de “Malditos sean!”) o a propuestas tan disímiles como “La corporación” y “Mala carne”. El desafío es encajar un poco de cada cosa en 80 minutos de película. Puede salir una joya o un híbrido condenado por su propia ambición. Ese es el pecado de “El muerto cuenta su historia”: intenta abarcar tanto que no aprieta nada. El muerto es cuestión es Ángel (Diego Gentile), a quien el machismo le brota a cada paso. Es un bocado delicioso para la banda de vampiresas célticas que se propone reimplantar el matriarcado en la Tierra resucitando a una antigua deidad. Para eso andan por la vida esclavizando a la clase de tipo detestable que Ángel simboliza. Una de ellas es Emilia Attias (foto), cuya presencia es “vendida” como protagónica, pero no pasa de firmar un secundario intrascendente, al igual que Viviana Saccone. Semejante premisa no puede atacarse sin humor y hacia allí se dirige el guión que escribieron Forte y Nicolás Britos. Gentile anima un par de escenas risueñas con Damián Dreizik (desaprovechado a más no poder), mientras juega una doble vida con su familia. Al principio parece que su esposa (Moro Anghileri) trabaja con cuestiones de género, pero después no se habla más del tema. “El muerto cuenta su historia” está pintada con un trazo bien grueso. Ni divierte, ni asusta. Mucho menos está para reivindicar el rol de la mujer o para abordar temáticas sociales. Entre tanto amarretismo de la cuota de pantalla, habrá que esperar otra ventana para apreciar cine de terror argentino, que hay y del bueno.
Por favor, dejen en paz a la bruja Si están en un bosque embrujado, con peligros espantosos acechando desde todos los ángulos, ¿quién iría solo a buscar leña en mitad de la noche? Acertaron: uno de los personajes de “Blair witch: la bruja de Blair” (un poco redundante el título, en fin). De genialidades como esa está plagado el guión de la película, un festival de lugares comunes insertos en una franquicia absolutamente agotada, básicamente desde lo creativo. Cuando se estrenó la original allá por 1999 (“El proyecto de la bruja de Blair”), al menos el recurso del falso documental llamaba la atención. La película fue un éxito, sin ser la gran cosa. Hoy, la repetición de la fórmula suena a estafa. La hermana de James (James Allen McCune, con un paso por “The walking dead”) se perdió en ese bosque maldito y unas cintas de video halladas en el lugar parecen demostrar que está viva. Allá van entonces James y sus amigos, decididos a encontrar a la chica mientras acampan en plan boy-scouts. En el camino suman a dos sospechosos vecinos de la zona, mientras Lisa (Callie Hernández) va filmando todo con varias camaritas y un dron. Eduardo Sánchez y Daniel Myrick, los padres de la criatura, figuran entre los productores ejecutivos de esta innecesaria revisita al mundo de la bruja de Blair. Un mundo de sustos berretas, gritos, rugidos, cámaras torpes (es un documental, lógico), diálogos insólitos y una historia que de tan previsible se hace larga y aburrida. Tarjeta roja para Adam Wingard.
Un ciego, un perro y una casa infernal Un ex militar perdió la vista en combate y vive aislado, en un barrio que parece un páramo porque no anda ni un alma por las calles. Dicen que en su casa esconde una fortuna. Rocky, Alex y Money son ladronzuelos acostumbrados a desvalijar viviendas deshabitadas. ¿Qué puede salir mal si el golpe asoma sencillo y la oportunidad de hacerse ricos está al alcance de la mano? Todo puede salir mal. Horrorosamente mal. Entre lo mucho de notable que tiene “No respires” figura su capacidad para recorrer todos los clichés del cine de suspenso sin que se note. Al contrario: luce tan fresca, precisa y cautivante que termina convenciendo de su originalidad. La casa laberíntica es tan peligrosa como el ciego despiadado/desquiciado al que da vida Stephen Lang (foto, ¿ya es el villano del año?), ayudado por un perro que encaja en cualquier pesadilla. En ese infierno se mete el trío de rateros y mejor no contar lo que pasa de allí en más, salvo apuntar que una vuelta de tuerca torna más terrorífico lo que de por sí ya era espeluznante. Asistimos a uno de los fenómenos de la temporada. “No respires” le costó a Sony menos de 10 millones de dólares -lo que para los parámetros de Hollywood es una película “chica”- y ya recaudó más de 50 millones, sólo en Estados Unidos. Detrás de este hallazgo que prescinde de lo sobrenatural para asustar hay mucho talento uruguayo, desde el director Fede Álvarez y su coguionista Rodo Sayagues a Pablo Luque, cuyo tratamiento visual es óptimo. Álvarez es un protegido de Sam Raimi. Juntos habían hecho la innecesaria remake de “Evil dead”; aquí Raimi produce y Álvarez domina la escena para demostrar que es un narrador implacable. La tensión que construye cuadro a cuadro en “No respires” se nota en la mirada desesperada de Rocky (perfecta Jane Levy) y en las caminatas a tientas por un sótano al que es mejor no asomarse.