Existe en el fútbol una discusión desde hace décadas, con representantes como Bilardo y Menotti a la cabeza, sobre los métodos para alcanzar la victoria deportiva. Por un lado, un estilo pragmático, que busca lograr el resultado por cualquier medio legal a mano, sin detenerse en desarrollar un juego bello o elaborado ni en entretener o divertir al espectador. Por el otro, un estilo que intenta construir un juego asociado basándose en el talento de los intérpretes y buscando que los hinchas de ese equipo disfruten de un espectáculo atractivo y entretenido y que el éxito deportivo se dé cómo consecuencia de esa manera de practicar el juego. Esta tendencia se identifica con la frase “el fútbol que le gusta a la gente”. En el cine se puede hacer un paralelismo no exacto pero similar. Dado que como todo arte lo que busca es interpelar a un espectador, el autor trata que su obra afecte al receptor, que le provoque una reacción, en principio positiva (claramente hay autores más interesados en que exista la reacción y no les importa que sea de aceptación o rechazo, y otros que buscan principalmente el rechazo, escandalizar) ¿Cuál sería la medida para determinar si se logra ese cometido? En principio, si más gente ve la película es porque la misma genera más interés y se podrá pensar que por eso es mejor. Esto es engañoso porque en la historia del cine hay muchos ejemplos de películas que fueron éxitos de taquilla pero que son malas películas, y hay clásicos indiscutibles que en su momento fueron fracasos o películas de mediocre recorrido comercial. Por otra parte, esta distinción también discrimina las películas que por su temática, ejecución y complejidad en su propuesta de por sí apuntan a un público que no es masivo, y por más que se haga un esfuerzo comercial, mayormente van a ser aceptadas o disfrutadas por un público numéricamente minoritario. Volviendo a la comparación futbolera, la frase aplicable al cine sería “El cine que le gusta a la gente”, pero ya vimos que no aplica esta definición porque la taquilla de un filme no determina la calidad de su propuesta. Con lo cual quizás deberíamos readaptar la definición y crear una categoría que sería “El cine que debería gustarle a la gente”: más allá del halo fascista que podría tener la frase, esta categoría aplicaría a las películas que buscan el favor popular, pero a partir de un noble uso de las armas del cine y tratar que el público disfrute ese periodo en la sala con una obra que lo interpele, lo desafíe y que en buena parte lo ayude a olvidarse de las angustias del mundo exterior. Obviamente que no postulo que esta categoría sea la única y ni siquiera la mayoritaria, pero sí puedo afirmar que en la actualidad es una categoría que tiene pocos representantes destacables. Calabozos & dragones: honor entre ladrones es una película que puede aspirar a entrar en esa categoría. Es un relato de aventuras, basado en una franquicia de juegos de rol extremadamente conocida. Pero más allá del material que la precede, la película tiene la frescura de algo nuevo y propio, sin necesidad de deudas previas. Hay un ladrón (Chris Pine) que necesita reencontrarse con su hija, y para eso primero debe escapar de sus captores junto con su compañera de aventuras (Michelle Rodríguez) para encontrar a otro socio en sus anteriores aventuras (Hugh Grant), que estaría custodiando a la hija en cuestión. Cuando el encuentro ocurre, nada es como se espera, y a partir de ahí tiene que armar un equipo junto a un aprendiz de mago (Justice Smith) y un druida (Sophia Lillis) para intentar recuperar a su hija y, de paso, salvar a una ciudad. Leído así, no hay nada muy novedoso. Lo que rescata a la película de la mediocridad es la química entre los miembros del grupo y cómo logran concretar en los hechos eso de que “el todo es más que la suma de las partes “. A eso hay que sumarle que la película no se detiene en discursos larguísimos y super serios como en otros célebres relatos fantásticos (El Señor de los Anillos y Game of Thrones, por nombrar dos casos famosos) sino que es una máquina de narrar. Viajes, aventuras, chistes, personajes secundarios interesantes, todo entrelazado en un ritmo ni demasiado frenético ni demasiado cadencioso. Mérito de John Francis Daley y Jonathan Goldstein, dos directores que vienen de la comedia (la remake de Vacaciones, Game Night) y se traen el timing del género y lo aplican acá con grandes resultados. La precisión y la economía en el relato se ve también en las historias de los cuatro integrantes del grupo. Todos tienen su pasado, doloroso o triste, pero no se regodean en eso; sirven perfectamente como motivación para sus actitudes. Todo desemboca en el clásico enfrentamiento final, donde el grupo enfrenta a un enemigo poderoso y todos dan lo máximo para emparejar la lucha. De nuevo ahí, claridad para narrar la acción y sorpresa en la resolución en ese momento, el amuleto que buscaron toda la película para corregir algo trágico del pasado sirve para prolongar el presente de los integrantes del equipo. Lo que era, como diría Exodus, “buena y violenta amistosa diversión”, termina siendo un cuento moral sobre cómo convivir con la pérdida y apreciar a los que están ahora con nosotros. Al final queremos ver más aventuras de estos ladrones; en dos horas y media ya se convirtieron en nuestros amigos y queremos saber cómo siguen sus vidas, lo cual no es poco. ¿Cine que debería gustarle a la gente? Así, si.
Luego del estreno el año pasado de la monumental Sieranevada, llega otra película proveniente de ese fenómeno reciente que es el cine rumano. Desde que conocimos La Noche del Señor Lazarescu, no han dejado de llegarnos obras de una calidad formal descollante, con una temática referida a la realidad rumana actual y a las consecuencias provocadas en ella por el largo régimen comunista que se vivió desde la Posguerra hasta la caída del Muro de Berlín (que trajo aparejada la de los gobiernos satélites de la URSS). A partir de ahí, los nombres de Cristi Puiu (Lazarescu), Corneliu Porumboiu (Policia, Adjetivo) y Cristian Mungiu (Graduación, estrenada aquí hace poco) empezaron a ser familiares, especialmente en el circuito de festivales y con algún aislado estreno en salas comerciales. Mas tarde se destacó Radu Jude (quien fue asistente de Puiu en Lazarescu) y ahora se presenta Constantin Popescu con su tercera película como director (cuarta si contáramos el episodio que dirigió en Tales of the Golden Age). La Desaparición se centra en un padre que pierde a su hija mientras ella juega en el parque bajo su supervisión. Ya desde el comienzo, las características que hicieron reconocible a esta ola de directores del cine rumano se hacen presentes: cámara fija que se mueve solo cuando es necesario, tomas largas, uso útil pero no ostentoso del plano secuencia. Tal combinación permite meternos en el mundo de esta familia y en las circunstancias de la desaparición de la niña. Esa escena exhibe una narración precisa, con un manejo excepcional de la tensión. Por momentos parece que el hecho que da título a la película está por ocurrir, pero no sucede hasta instantes después, cuando sentimos que ya nada podría suceder. El timing justo es lo que provoca mayor impacto, y de inmediato observamos la desesperación y el desconcierto que invaden al padre. Lo que sigue es la repercusión en la intimidad familiar: con el acontecimiento reciente imperan el desconcierto, la duda y el análisis. Progresivamente, la falta de novedades terminará por sumergir al grupo (padre, madre, hermano) en la desesperación y la desesperanza Aquí Popescu toma también dos decisiones sabias: por un lado, no carga las tintas sobre el accionar policial para criticarlo despiadadamente como hacen algunos de sus colegas rumanos, sino que muestra al policía que lleva adelante la investigación como una figura sensata y precisa. No es que sea malo hacer una crítica de las Instituciones, pero aquí ya el hecho en sí es bastante siniestro como para profundizar en miserias. La segunda decisión es más característica de este conjunto que denominamos cine rumano: actuaciones naturalistas que no recargan la terrible situación vivida por los personajes con agregados propios de intérpretes que busquen destacarse. Obviamente hay momentos de llanto y desesperación, pero esto no se exagera. Con el transcurrir de la trama, el padre, que se convierte en protagonista excluyente desde antes de la mitad del film y que lleva sobre sus hombros el peso de la culpa por lo ocurrido, va perdiendo su conexión con la realidad, concentrándose únicamente en resolver la desaparición y encontrar al responsable. La obsesión lo lleva a un desenlace que por lógico no deja de ser sorpresivo y quizás abrupto, pero que da a la historia un mazazo certero y desolador. Ese final es la única salida ante la desesperación y la falta de respuestas, ante el sinsentido que provoca la no resolución de un trauma tan profundo. Una vez más, el cine rumano nos deja con la evidencia de habitar un mundo implacable.
El nuevo capítulo de la saga de La Noche del Demonio, pensada por James Wan y Leigh Whannell (la misma dupla que creó El Juego del Miedo), se centra en Elise Rainier (Lin Shaye) la especialista en lo paranormal que surgió como personaje de reparto en la primera parte de la serie y que luego, de maneras diversas, apareció en entregas siguientes. Con el inesperado éxito de la película original, en este presente plagado de franquicias fue necesario generar las entregas sucesivas dado el éxito de cada una de las secuelas. Al final de La Noche del Demonio la historia para una continuación era bastante obvia, por lo cual se siguió esa opción con buenos resultados (aunque inferiores a los de la primera), manteniendo a la dupla Wan-Whannell y al elenco. Para la tercera parte esa línea de relato ya se había terminado y ello motivó una rotación de protagonistas, quedando como nexo a la historia original el personaje de Rainier. El resultado fue incluso inferior, ya sin Wan como director y con el guionista Whannell tomando su puesto. Ahora llegamos a la cuarta parte y la opción es relatar la historia de Elise Rainier y el origen de sus poderes perceptivos. La película se ubica temporalmente en dos periodos anteriores a La Noche del Demonio: primero un prólogo en 1953 durante la infancia de Elise y luego en 2010, casi en simultáneo con el comienzo del desarrollo de los hechos de esa entrega original. El primer segmento, más corto y compacto, está narrado con un buen sentido de la tensión dramática, más allá de que Adam Robitel no es James Wan (como tampoco lo era Whannell) y no posee la capacidad de provocar verdadero terror sin tener que recurrir a las típicas trampas como el golpe inesperado junto con la música estridente o el primerísimo primer plano con un personaje arremetiendo de repente sobre el protagonista, generando de esa manera el estremecimiento del espectador. Olvídense, salvo contadísimas excepciones, del plano abierto que revele algo de a poco, aquí la cámara se posiciona bien encima y lo que esta fuera de campo no tarda en irrumpir en el plano con fines de susto. La primera parte deja establecido que Elise Rainier ya tenía desde su infancia la capacidad para entrar en “The Further“, ese limbo donde van los espiritus. La joven muestra, además, una persistencia casi mística ante la presión de su padre para que reniegue de tal capacidad, motivo por el que la entidad maléfica que habita su casa familiar la elige para contactarla y usarla como medio. En el presente, ese pasado que quedo atrás en el tiempo pero no en su inconsciente deja la forma de sueño, hecho que motiva el retorno a la casa de su niñez y la confrontación de miedos originarios. El viaje a su ciudad natal lo hace con Specs (Whannell) y Tucker (Sampson), la dupla de asistentes que la sigue desde el comienzo de la saga y que oficia como necesario –aunque no muy efectivo- comic relief. El problema con ellos no es que no sean muy inteligentes, sino que sus comentarios cómicos suelen llegar fuera de tiempo, diluyendo cualquier impacto. Igualmente es bienvenido que existan para aliviar un poco la gravedad del relato. Ya en la casa natal, el caso paranormal para el cual fue convocada Rainier toma un cariz policial mas terrenal, aunque luego quede claro que lo policial también se encuentra signado por lo paranormal. De ello se puede rescatar una línea común con otras películas de esta temática: muchas veces los comportamientos humanos aberrantes están marcados por la influencia de poderes inhumanos, generándose una exculpación de los seres de carne y hueso que los cometen. Idea peligrosa que, por cierto, dejaría a las personas sin libre albedrío y reducidas a vehículos para cometer atrocidades. Resulta paradójico porque quizás sería mucho más terrorífico pensar que dentro del hombre habitan el bien y el mal, y que ambos son capaces de obrar sin necesidad de influencias sobrenaturales. La película no termina de explorar explícitamente esa línea. Por el contrario, plantea en la elección de Rainier de no ejercer la violencia que sufrió en su infancia la posibilidad de triunfar frente al espíritu maligno que enfrenta. Esta última parte, que revela la causa de tantos espíritus en la casa, otorga algunas secuencias de buena resolución visual. Sin embargo, el enfrentamiento final se resuelve de forma menos imaginativa. La ayuda de sus sobrinas, que Rainier reencuentra en su vuelta al pueblo natal junto a un hermano del cual se separó prematuramente, permite alcanzar un final tranquilizador y de reconciliación. En una de esas sobrinas está precisamente una clave o llave (key en inglés tiene ambos significados) para la continuación de la franquicia, posiblemente sin la participación de Elaine Rainier y con un personaje joven que pueda erigirse en el rol protagónico. Puede que así se nos deje vislumbrar un más allá más estimulante.