Luego del estreno el año pasado de la monumental Sieranevada, llega otra película proveniente de ese fenómeno reciente que es el cine rumano. Desde que conocimos La Noche del Señor Lazarescu, no han dejado de llegarnos obras de una calidad formal descollante, con una temática referida a la realidad rumana actual y a las consecuencias provocadas en ella por el largo régimen comunista que se vivió desde la Posguerra hasta la caída del Muro de Berlín (que trajo aparejada la de los gobiernos satélites de la URSS).
A partir de ahí, los nombres de Cristi Puiu (Lazarescu), Corneliu Porumboiu (Policia, Adjetivo) y Cristian Mungiu (Graduación, estrenada aquí hace poco) empezaron a ser familiares, especialmente en el circuito de festivales y con algún aislado estreno en salas comerciales. Mas tarde se destacó Radu Jude (quien fue asistente de Puiu en Lazarescu) y ahora se presenta Constantin Popescu con su tercera película como director (cuarta si contáramos el episodio que dirigió en Tales of the Golden Age).
La Desaparición se centra en un padre que pierde a su hija mientras ella juega en el parque bajo su supervisión. Ya desde el comienzo, las características que hicieron reconocible a esta ola de directores del cine rumano se hacen presentes: cámara fija que se mueve solo cuando es necesario, tomas largas, uso útil pero no ostentoso del plano secuencia. Tal combinación permite meternos en el mundo de esta familia y en las circunstancias de la desaparición de la niña. Esa escena exhibe una narración precisa, con un manejo excepcional de la tensión. Por momentos parece que el hecho que da título a la película está por ocurrir, pero no sucede hasta instantes después, cuando sentimos que ya nada podría suceder. El timing justo es lo que provoca mayor impacto, y de inmediato observamos la desesperación y el desconcierto que invaden al padre.
Lo que sigue es la repercusión en la intimidad familiar: con el acontecimiento reciente imperan el desconcierto, la duda y el análisis. Progresivamente, la falta de novedades terminará por sumergir al grupo (padre, madre, hermano) en la desesperación y la desesperanza
Aquí Popescu toma también dos decisiones sabias: por un lado, no carga las tintas sobre el accionar policial para criticarlo despiadadamente como hacen algunos de sus colegas rumanos, sino que muestra al policía que lleva adelante la investigación como una figura sensata y precisa. No es que sea malo hacer una crítica de las Instituciones, pero aquí ya el hecho en sí es bastante siniestro como para profundizar en miserias. La segunda decisión es más característica de este conjunto que denominamos cine rumano: actuaciones naturalistas que no recargan la terrible situación vivida por los personajes con agregados propios de intérpretes que busquen destacarse. Obviamente hay momentos de llanto y desesperación, pero esto no se exagera.
Con el transcurrir de la trama, el padre, que se convierte en protagonista excluyente desde antes de la mitad del film y que lleva sobre sus hombros el peso de la culpa por lo ocurrido, va perdiendo su conexión con la realidad, concentrándose únicamente en resolver la desaparición y encontrar al responsable. La obsesión lo lleva a un desenlace que por lógico no deja de ser sorpresivo y quizás abrupto, pero que da a la historia un mazazo certero y desolador.
Ese final es la única salida ante la desesperación y la falta de respuestas, ante el sinsentido que provoca la no resolución de un trauma tan profundo. Una vez más, el cine rumano nos deja con la evidencia de habitar un mundo implacable.