Aliento de motor Realizar una película en base a un deporte, o sobre algún hecho particular de la historia del mismo, conlleva el riesgo de alienar al público con poco o nada de interés en la actividad si no se desarrollan determinados elementos personales y de relación entre los personajes para que la audiencia general pueda identificarse con una parte del metraje; e incluso puede no satisfacer a los fanáticos de ese deporte por falta de conocimiento y respeto hacia el mismo. Ese es el desafío aceptado por James Mangold en Contra lo Imposible (Ford v Ferrari, 2019), donde el director relata los sucesos ocurridos durante 1966, cuando la automotriz Ford se propuso arrebatarle a la enorme Ferrari el prestigioso y antiguo título de las 24 Horas de Le Mans para cortar la racha de la escudería italiana luego de ganarlo cuatro años consecutivos. La responsabilidad central para llevarlo a cabo fue asumida por Carroll Shelby (Matt Damon), un ganador del título de Le Mans devenido en diseñador e ingeniero automotriz por problemas de salud que le imposibilitaron seguir corriendo, y Ken Miles (Christian Bale), un veterano de la Segunda Guerra Mundial y un dotado piloto profesional de carrera. Alrededor de los preparativos enfocados en la construcción de una máquina que pueda superar a la escudería italiana, vemos todos los manejos y las luchas empresariales entre ambas automotrices para mantener su prestigio o revalorizarlo en las pistas. No exenta de clichés como la representación de un empresario “bueno” y otro “malo” o mostrar a la Ford como una compañía con trabajadores contentos, satisfechos y casi admirando a su líder empresarial Henry Ford II (Tracy Letts), Contra lo Imposible logra salir airosa demostrando pasión y respeto por el deporte automotor y cede a la audiencia general, al menos, personajes carismáticos junto con una construcción de la historia a fuego lento que permite involucrarse en menor o mayor medida con los protagonistas. Las interpretaciones, más allá de algún gastado chiste del estereotipo italiano, son aceptables y es un acierto del director centrarse en la relación afectuosa pero tensa entre Shelby y Miles con el mismo interés otorgado a las escenas de competición automovilística que logran transmitir una parte del sentimiento temerario, junto con la adrenalina y la incertidumbre vivida por los conductores en plena carrera. Damon está en piloto automático durante todo el metraje, haciendo gala de ese carisma hollywoodense bien ensayado que aquí rinde pequeños frutos, no por un esfuerzo actoral sino por acotarse simple y llanamente a lo que la historia demanda para hacerla llevadera. Bale, por otro lado, se despacha con un trabajo más convincente (con reminiscencias a su actuación en The Fighter, 2010), si bien no libre de sobreactuaciones, y estira sus músculos actorales prestando su histrionismo personal a la interpretación de Ken Miles, retratándolo como un hombre de familia con una personalidad confrontativa hacia los magnates de la Ford y con un conocimiento mecánico que solo es igualado por su pasión por la pista. Los puntos endebles del film se ubican en la extendida rosca empresarial que le quita dinámica a la mitad de metraje y en la relación de Miles con su pareja e hijo, la cual atraviesa conflictos que podrían ofrecer más profundidad al desarrollo pero se elige solucionarlos en la siguiente escena, haciendo evidente que son una excusa para sumar metraje a una cinta a la cual le sobran varios minutos para poder ser algo más concreta. Entre tanto octanaje, los personajes están construidos mediante una fórmula bien de fábrica, razón por la cual en momentos la trama se hace algo plástica y sobrevuela la sensación de presenciar solo otra película alabando el “sueño americano” de mitad del siglo XX. Otra problemática es el lugar que ocupa Caitriona Balfe interpretando a la esposa de Ken Miles, y es que observando el espacio tan secundario y hasta descartable que el guión y el director le otorgaron dentro de la película, da claras cuentas de que estamos ante una historia plenamente orientada hacia el género masculino sediento de nafta y testosterona. No estamos hablando de un film ofensivo, pero la escasísima participación de personajes femeninos puede llegar a contrariar a un sector de la audiencia al cual las carreras de autos no despiertan el más mínimo interés. Teniendo en cuenta todas estas fallas, Contra lo Imposible se disfruta durante determinados momentos porque Mangold sabe cómo contar, filmar e imponerle ritmo a un argumento conocido en su mayor parte solo por los fanáticos de la historia del automovilismo y al mismo tiempo logra captar un mínimo de la atención del público no iniciado en la temática y en búsqueda de una trama donde el carisma de los actores principales sea el punto fuerte del desarrollo. En fin, no estamos en presencia de un trabajo cinematográfico en vías de convertirse en un clásico del cine de deportes pero tampoco frente a un producto industrial de experiencia frustrante como suele suceder: Contra lo Imposible consigue llegar a su meta, aunque las paradas en boxes hayan sido largas e innecesarias.
Ese chiste ya no da gracia El Guasón (Joker) como personaje es uno de esos casos particulares en los que un villano de cómic logra convertirse en un icono pop y en una figura tan importante como el héroe protagonista. La relación simbiótica entre Batman y su némesis más íntimo probablemente sea el conflicto más interesante del mundo de las historietas y las novelas gráficas, siendo The Killing Joke (1988) el análisis más crudo y maduro de este vínculo al retratar a los dos personajes como diferentes caras de la misma moneda, poniendo en igualdad de condiciones sus desvaríos mentales. Cinematográficamente, las versiones encarnadas por Jack Nicholson en Batman (1989) y Heath Ledger en The Dark Knight (2008) son distintas pero igualmente emblemáticas: el primero realizando un acercamiento más caricaturesco pero con todo el humor ácido de un artista homicida; y el segundo con un enfoque algo más realista, brindando la interpretación consagratoria de un anarquista sociópata con cicatrices faciales de dudoso origen que observa la moral y la civilidad de los ciudadanos de Gotham como un mal chiste. No hace falta desarrollar demasiado sobre la penosa decisión actoral tomada por Jared Leto de convertir al personaje en un pseudo trapero con aires proxenetas en la olvidable y frívola Suicide Squad (2016). Que Joaquin Phoenix haya sido el elegido para darle nueva vida al Guasón no necesariamente es algo sorpresivo, ya que su trabajo como un sicario sufriendo estrés postraumático en You Were Never Really Here (2017) tiene varios elementos en común con la psiquis malograda del, ahora, antihéroe de DC. El metraje se centra en la densa vida de Arthur Fleck, un desclasado que sufre abusos y, literalmente, palizas en su día a día dentro de una Gotham en plena decadencia generada por una brecha gigantesca entre los estratos sociales altos y los bajos, el marcado interés de la clase política dominante expresado por Thomas Wayne, fuertes recortes en los servicios de asistencia social y, como si todo esto fuera poco, una invasión de ratas gigantes como resultado de una huelga llevada a cabo por los recolectores de basura de la ciudad. Si todo esto suena muy familiar a nuestros tiempos es porque la película está impregnada de un realismo (que iba a calificar como turbio, pero creo que sería redundante) extremo, llegando a niveles que la trilogía del Caballero de la Noche, ejecutada con gusto por Christopher Nolan, nunca pudo alcanzar. Fleck está en una lucha encarnizada contra lo cotidiano, contra la forma enfermiza de relación que establecen los ciudadanos de Gotham con ellos mismos y con el contexto que los rodea, además de padecer una condición psicofísica que le provoca carcajadas incontrolables como respuesta a las sensaciones de angustia producto de una existencia de por sí tóxica. Su vida transcurre entre trabajos inestables y desgastantes, la toma de siete medicaciones psiquiátricas por día, su sueño de ser comediante y participar en el programa de su ídolo Murray Franklin (Robert De Niro), y el cuidado de su vulnerable madre en una relación con reminiscencias al vínculo entre el Padre Karras y su progenitora en El Exorcista (The Exorcist, 1973). El personaje se transforma entonces en una bomba de tiempo repleta de una ira narcisista aguardando a ser expulsada y, cuando finalmente ocurre, los arrebatos de violencia son impactantes, no tanto por un elemento gore sino por la tridimensionalidad y la empatía incompleta, característica de un verdadero antihéroe, que Fleck provoca durante la historia. Durante las dos horas del largometraje, somos privilegiados testigos de un tour de force actoral por parte de Phoenix, impregnando a Fleck de una cantidad de tics nerviosos que van desde lo extremadamente detallista hasta la más pura parafernalia carnavalesca digna del villano clásico que todos conocemos. La manera en la que Phoenix trasmite el dolor mental y hasta físico que Arthur Fleck soporta debido a su incontrolable risa patológica, que llega hasta provocarle arcadas y ahogos, es la marca de calidad de uno de los mejores intérpretes de su generación. La comparación con Ledger es completamente absurda e innecesaria, ya que los dos retratos son diferentes entre sí pero también icónicos y elevan la vara al máximo para futuras reencarnaciones actorales (si es que alguien se anima a buscarle otra vuelta de tuerca al personaje después de esto). Gotham es la Nueva York decadente construida por Scorsese a finales de los 70, y la influencia de Taxi Driver (1977) y El Rey de la Comedia (The King of Comedy, 1982) es notoria al grado de la obviedad. La razón de estos escasamente sutiles “homenajes” se debe a la presencia de Todd Phillips como director, y es que no se puede esperar demasiada sutileza del responsable de películas como la trilogía de ¿Qué Pasó Ayer? (The Hangover, 2009) o Viaje Censurado (Road Trip, 2000). Sin embargo, puede que algo de la intensidad de Guasón (Joker, 2019) sea producto del cinismo y la antipatía impune de los trabajos pasados de un director que, para ser justos, aquí realiza un cambio de registro sorprendente teniendo en cuenta su trasfondo cinematográfico. Hasta determinada escena cruenta dentro del hogar del protagonista hace recordar en esencia a Henry: Retrato de un Asesino (Henry: Portrait of a Serial Killer, 1986) por su sadismo y realismo. Pero es indudable que el punto débil de Guasón probablemente sea la forma por demás evidente del director al momento de explicitar sus influencias. La película ha logrado levantar una serie de cuestionamientos moralistas acerca de las acciones extremas realizadas por Arthur Fleck y en relación al uso de armas en su país de origen, lo cual significa que otra vez comenzó a dar vueltas la idea de que un producto artístico puede incitar a la violencia social, sea individual y/ o colectiva. La respuesta es tan simple y vieja como el cuestionamiento mismo: el cine, la música, la pintura y demás expresiones solo se encargan de reflejar el contexto vivido por los artistas en determinado tiempo. Si un disco, una obra o una película en particular influye a personas a realizar actos de violencia desorganizada e individual contra pares deberíamos someter al análisis nuestra forma de relacionarnos con el arte y con nosotros mismos holísticamente hablando. Guasón es una película “políticamente incorrecta” porque se pone en la óptica de un marginal inadaptado que es pasado por encima en el día a día y por la ausencia de un Estado con conciencia social que pueda brindar oportunidades equitativas y sentido de pertenencia. Habría que preguntarse por qué algunas personas consideran incorrecta una historia sobre cómo un individuo decide levantarse contra la hipocresía opulenta de todo un sistema de medios de comunicación y relaciones sociales. Esas personas deberían quedarse tranquilas, es imposible que Guasón inicie un movimiento sociopolítico de clase; aunque tal vez sí logre lavarle la cara al cine acartonado de superhéroes en favor de relatos algo más humanos, realistas y punzantes. Después de todo, así es la vida.
Pájaros volando Cada año al acercarse la temporada de premios asistimos a la misma dinámica hollywoodense: un estudio enorme se frota las manos buscando algún best seller al que aún no le ha sacado jugo, con el propósito de encontrar un espacio dentro de las ostentosas y, en buena medida, superficiales ceremonias de premiación estadounidenses. Para lograr su cometido, ese estudio enorme pone sus manos dentro de la bolsa de directores disponibles y le encomienda al elegido la ardua tarea de adaptar cinematográficamente las páginas de la novela premiada selecta, siguiendo la cuestionable lógica de “libro aclamado por público y crítica es equivalente a film taquillero y condecorado por los jurados de premiación”. Son las conocidas como “carnadas para Oscars”, películas que apuntan al melodrama lacrimógeno, el cual puede desarrollarse al interior de un contexto histórico épico o también, en repetidas ocasiones, dentro de una familia disfuncional de clase media/ alta bien acomodada social y económicamente. Esta temporada ese lugar es ocupado por la adaptación de The Goldfinch, una novela publicada en 2013 por Donna Tartt y ganadora del premio Pulitzer por mejor ficción en el 2014; con semejante reconocimiento, solo era cuestión de tiempo para que la industria apunte toda su maquinaria para transformar el papel en imagen. La historia sigue la vida de Theodore Decker (Ansel Elgort/ Oakes Fegley) desde sus 13 años, cuando es testigo de un atentado terrorista dentro del Museo Metropolitano de Arte en Nueva York y donde su madre es una de las víctimas fatales. Antes de escapar de los escombros, el joven protagonista se lleva con él un cuadro titulado El Jilguero, una pintura de 1654 sobre un pájaro con una de sus patas atadas a un comedero, además de un anillo entregado por una de las víctimas mientras agonizaba. Luego del hecho la vida del joven se desmorona, pero encuentra refugio en la casa de la adinerada familia Barbour. Theo establece vínculos con Hobie (Jeffrey Wright), un vendedor de antigüedades, y Pippa (Aimee Laurence/ Ashleigh Cummings), una niña sobreviviente del ataque al museo; ambos ocuparán un rol fundamental dentro del futuro del protagonista. Los Barbour pretenden adoptar al chico, pero la llegada de su distanciado y ex alcohólico padre (Luke Wilson) frustra el intento y el joven es prácticamente obligado a vivir con su progenitor y su nueva pareja (Sarah Paulson) en Texas. Allí conocerá a Boris (Finn Wolfhard), un joven ucraniano golpeado por su padre, que llevará a Theo por el camino de las drogas para tolerar su pesada vida. Intercalando situaciones que ocurren en el presente y el pasado, observamos cómo Theo lidia con el estrés post-traumático, la culpa del sobreviviente y la adicción durante su pubertad y adultez; la premisa es interesante en un principio y hasta puede tener algún tenue elemento hitchcockiano en relación al robo de la pintura. No obstante, la ejecución de la historia se estanca en un simple patetismo de un personaje al cual no le sale una bien y la tragedia propia y de terceros lo persigue como una nube gris. No hay nada de malo con una historia trágica per se, pero El Jilguero (The Goldfinch, 2019) comete el error de jugar acorde a los libros de reglas establecidos para el melodrama más básico, tanto que tal vez hubiera conseguido mejor suerte siendo adaptada como una novela para algún canal de televisión en la franja horaria de la tarde. Buena parte de los adultos con los que se relaciona el protagonista fomentan absurda e irresponsablemente su consumo problemático de drogas: la fría, pero al mismo tiempo afectuosa, matriarca de la familia Barbour (Nicole Kidman haciendo de Nicole Kidman) le entrega un frasco con ansiolíticos después de escuchar a Theo sufrir una pesadilla y su padre le facilita más pastillas para sobrellevar el viaje en avión hasta Texas. Todo dentro de un contexto en donde las situaciones y reacciones exageradamente dramáticas de determinados personajes en algún momento provocan alguna risa involuntaria y la sensación de que los 149 minutos de metraje podrían haber sido recortados hasta menos de las dos horas o de que se podría haber invertido el tiempo en darle más profundidad al protagonista. Ese es el núcleo del problema, la falta de profundidad y vitalidad con la que se encara la historia. Boris, por ejemplo, es el estereotipo del adolescente dark, ochentoso hasta la médula, que usa un paraguas para protegerse del sol que tanto odia. ¿Y a quien eligieron para interpretarlo? Nada más y nada menos que al protagonista de Stranger Things, intentando imitar un acento ucraniano de una manera más que forzada. Esto es explotación hollywoodense en su máxima expresión. El insulto final es utilizar música de Radiohead y los Rolling Stones con la pretensión de darle profundidad a escenas que tal vez en el libro sean significativas, pero que en pantalla no logran alcanzar una emotividad que se perciba como sincera. Ya en su desenlace la película da un vuelco inverosímil hacia una conclusión cargada de autos, armas, drogas y contrabandistas de arte. Todo esto apuntando a una conclusión llena de acción que termina de la forma más anticlimática posible: una charla de bar. En fin, El Jilguero cae en el melodrama más pomposo y artificial heredero de películas como Extremely Loud and Incredibly Close (2011) para entrar en la categoría de “carnada para Oscar”. Depende de nosotros si morder ese anzuelo superficial o no.