Pájaros volando
Cada año al acercarse la temporada de premios asistimos a la misma dinámica hollywoodense: un estudio enorme se frota las manos buscando algún best seller al que aún no le ha sacado jugo, con el propósito de encontrar un espacio dentro de las ostentosas y, en buena medida, superficiales ceremonias de premiación estadounidenses. Para lograr su cometido, ese estudio enorme pone sus manos dentro de la bolsa de directores disponibles y le encomienda al elegido la ardua tarea de adaptar cinematográficamente las páginas de la novela premiada selecta, siguiendo la cuestionable lógica de “libro aclamado por público y crítica es equivalente a film taquillero y condecorado por los jurados de premiación”. Son las conocidas como “carnadas para Oscars”, películas que apuntan al melodrama lacrimógeno, el cual puede desarrollarse al interior de un contexto histórico épico o también, en repetidas ocasiones, dentro de una familia disfuncional de clase media/ alta bien acomodada social y económicamente. Esta temporada ese lugar es ocupado por la adaptación de The Goldfinch, una novela publicada en 2013 por Donna Tartt y ganadora del premio Pulitzer por mejor ficción en el 2014; con semejante reconocimiento, solo era cuestión de tiempo para que la industria apunte toda su maquinaria para transformar el papel en imagen.
La historia sigue la vida de Theodore Decker (Ansel Elgort/ Oakes Fegley) desde sus 13 años, cuando es testigo de un atentado terrorista dentro del Museo Metropolitano de Arte en Nueva York y donde su madre es una de las víctimas fatales. Antes de escapar de los escombros, el joven protagonista se lleva con él un cuadro titulado El Jilguero, una pintura de 1654 sobre un pájaro con una de sus patas atadas a un comedero, además de un anillo entregado por una de las víctimas mientras agonizaba. Luego del hecho la vida del joven se desmorona, pero encuentra refugio en la casa de la adinerada familia Barbour. Theo establece vínculos con Hobie (Jeffrey Wright), un vendedor de antigüedades, y Pippa (Aimee Laurence/ Ashleigh Cummings), una niña sobreviviente del ataque al museo; ambos ocuparán un rol fundamental dentro del futuro del protagonista. Los Barbour pretenden adoptar al chico, pero la llegada de su distanciado y ex alcohólico padre (Luke Wilson) frustra el intento y el joven es prácticamente obligado a vivir con su progenitor y su nueva pareja (Sarah Paulson) en Texas. Allí conocerá a Boris (Finn Wolfhard), un joven ucraniano golpeado por su padre, que llevará a Theo por el camino de las drogas para tolerar su pesada vida.
Intercalando situaciones que ocurren en el presente y el pasado, observamos cómo Theo lidia con el estrés post-traumático, la culpa del sobreviviente y la adicción durante su pubertad y adultez; la premisa es interesante en un principio y hasta puede tener algún tenue elemento hitchcockiano en relación al robo de la pintura. No obstante, la ejecución de la historia se estanca en un simple patetismo de un personaje al cual no le sale una bien y la tragedia propia y de terceros lo persigue como una nube gris. No hay nada de malo con una historia trágica per se, pero El Jilguero (The Goldfinch, 2019) comete el error de jugar acorde a los libros de reglas establecidos para el melodrama más básico, tanto que tal vez hubiera conseguido mejor suerte siendo adaptada como una novela para algún canal de televisión en la franja horaria de la tarde. Buena parte de los adultos con los que se relaciona el protagonista fomentan absurda e irresponsablemente su consumo problemático de drogas: la fría, pero al mismo tiempo afectuosa, matriarca de la familia Barbour (Nicole Kidman haciendo de Nicole Kidman) le entrega un frasco con ansiolíticos después de escuchar a Theo sufrir una pesadilla y su padre le facilita más pastillas para sobrellevar el viaje en avión hasta Texas. Todo dentro de un contexto en donde las situaciones y reacciones exageradamente dramáticas de determinados personajes en algún momento provocan alguna risa involuntaria y la sensación de que los 149 minutos de metraje podrían haber sido recortados hasta menos de las dos horas o de que se podría haber invertido el tiempo en darle más profundidad al protagonista.
Ese es el núcleo del problema, la falta de profundidad y vitalidad con la que se encara la historia. Boris, por ejemplo, es el estereotipo del adolescente dark, ochentoso hasta la médula, que usa un paraguas para protegerse del sol que tanto odia. ¿Y a quien eligieron para interpretarlo? Nada más y nada menos que al protagonista de Stranger Things, intentando imitar un acento ucraniano de una manera más que forzada. Esto es explotación hollywoodense en su máxima expresión. El insulto final es utilizar música de Radiohead y los Rolling Stones con la pretensión de darle profundidad a escenas que tal vez en el libro sean significativas, pero que en pantalla no logran alcanzar una emotividad que se perciba como sincera.
Ya en su desenlace la película da un vuelco inverosímil hacia una conclusión cargada de autos, armas, drogas y contrabandistas de arte. Todo esto apuntando a una conclusión llena de acción que termina de la forma más anticlimática posible: una charla de bar. En fin, El Jilguero cae en el melodrama más pomposo y artificial heredero de películas como Extremely Loud and Incredibly Close (2011) para entrar en la categoría de “carnada para Oscar”. Depende de nosotros si morder ese anzuelo superficial o no.