El cine como exorcismo. Si de alguna forma lo que pasa en las butacas de la sala del cine puede contar algo sobre las películas, entonces la historia de Juntos para siempre, del guionista y ahora director Pablo Solarz, es particularmente especial. En una primera parte: distracción, ruidos de papel de golosinas y risas distendidas. Del otro lado, en la pantalla, un par de buenos gags, un magnético protagonista de apellido Gross interpretado por Peto Menahem y la genialidad de Mirta Busnelli en el papel de su madre. Luego, en una segunda parte y hacia el final: silencio, risas casi ausentes y hasta algún aislado y tímido llanto. Incluso una vez comenzados los créditos finales, varios permanecían inmóviles y pensativos. En la pantalla, sorpresas: la comedia se había vuelto un drama que, dejando un poco de lado el humor, pero reforzando y dándole vida a cada uno de los personajes, desviaba el relato y se permitía un final completamente inesperado. Incluso con un par de buenos momentos como los que generaba la química entre Menahem y Busnelli en las interacciones dialógicas, al llegar la segunda parte se cae en la cuenta de que la primera había sido en realidad algo aburrida y artificial, como descarnada de verosimilitud. Es que, a pesar de que el género comedia no reclama demasiado realismo o profundidad en los personajes, Javier Gross no conseguía dejar de ser un estereotipo de la comedia negra, la bronca interna de Luis Luque parecía más un enojo fingido y Florencia Peña (Laura) no era otra que ella misma interpretando un papel que no se le adhería ni por casualidad. En conjunto: una película que, hasta ahora, no podía despegarse del marco de la pantalla y a la cual los ruidos de papeles de la sala ganaban en decibeles. La segunda mitad empieza a dejar ver una pizca de realismo y genuinidad en los personajes que se manifiesta casi como un patetismo generalizado que va preparando el terreno para otra forma de contar lo que sigue: Gross descarga ahora furia y angustia en su gesticulación constante, Laura pasa de tonta fingida a ingenua noble y sincera, y la madre de Gross, más cruel que cómica, hace esfuerzos desesperados por arreglar las cosas con su hijo que empeoran cada vez más la situación. Por otra parte, la historia creada por Gross para su guión y que trataba sobre un hombre (Luque) que, yéndose de vacaciones con su familia decide que va a deshacerse de cada uno de ellos para volver con un viejo amor, se torna, en la medida en que deja de ser relato oral y va materializándose en imágenes, una historia cada vez más triste y dramática, hasta llegar al punto de adueñarse de gran parte de la película. En este final inesperado incluso pareciera haber una especie de experimento y hasta un acto de catarsis (¿De Gross? ¿De Solarsz?) que sin embargo le da a la película un toque humano sumamente original. Quizás este sea algo así como un film que decidió huir de sí mismo (o de una parte de sí) para liberar, sin presiones ni represiones, algo que no sabía que tenía para decir. Y es este esquivamiento de un primer destino, al igual que en el guión del protagonista de Juntos para siempre, lo que compone lo interesante de la historia. Solarsz se permitió no solo desviarse del género y acompañar a los personajes hacia una evolución (aunque más no sea destructiva) sino que, además y entremedio, capturó una pequeña esencia del cine y el arte en general: el poder de las obsesiones y los caprichos personales, siempre listos para meterse en cada rincón y tomar las riendas de la historia. La escena en la cual Gross aparece junto a la escalera de la entrada a la sala del cine dice algo de esto: la mirada extrañada hacia la pantalla, como viendo una parte de sí mismo que se salió o que él mismo empujó, en un exorcismo desprolijo y plagado de sorpresas que devino, mágicamente, en una película.
Antes de que fuéramos superhéroes. Para el pasado nada de pisoteos. Al menos de parte de los creadores de X-Men, que después de cuatro adaptaciones del famoso cómic vuelven el tiempo atrás para contar la historia de la primera generación de estos míticos superhéroes. La película muestra la estrecha y sincera relación que unía a Charles Xavier y Eric Lehnsherr (antes de que fueran Professor X y Magneto y de convertirse en enemigos) y, a su vez, la forma en que cada miembro de los X-Men tuvo que superar los obstáculos de sus propias inseguridades y dudas antes de llegar a ser el superhéroe que hoy conocemos. Casi como cualquier adolescente (casi, porque “adolescente y mutante” denota, quizás, otras cosas), los personajes evolucionan en gran parte de la película a través de acciones mentales: dudan, cambian de opinión y de grupo, luchan contra sus mismas limitaciones y las que les imponen los demás. Aspecto fundamental que se relaciona con una idea general que subyace y da sentido a esa forma de acción: la lucha del ser, diferente en algún aspecto, por afirmarse en la sociedad. Hoy, casi ochenta años después del (en ese momento) escandaloso film Freaks del director norteamericano Tod Browning, la esencia en X-Men: Primera generación sigue siendo la misma que la de aquella película en la que los freaks eran personajes con defectos físicos y/o mentales relativamente comunes que luchaban por que los aceptaran. Al fin y al cabo, los X-Men vendrían a ser como los freaks de los tiempos cinematográficos modernos: solitarios, apartados y también físicamente defectuosos, aunque un poquito (apenas) menos humanos que los otros. Esto es algo de lo que Vaughn plasma en esta nueva entrega y que resulta sumamente enriquecedor: la esencia del freak por sobre todo, y la lucha por superar sus desventajas. Para poder definir mejor esta primera naturaleza del superhéroe y a través de la alusión (y por qué no, el homenaje) aparecen nombrados ciertos personajes, famosos y sustancialmente freaks, que fueron llevados en algún momento al cine, tal es el caso de Frankenstein o de Dr. Jekyll y su inseparable enemigo Mr. Hyde. Eso sin contar la influencia reconocida por los mismos realizadores de líderes como Malcolm X o Martin Luther King que parece dilucidarse con claridad en la escena inmediatamente posterior a la muerte del integrante afroamericano de esta primera generación (y llamado Darwin, sospecho, no casualmente) en la cual los superhéroes restantes deciden seguir adelante, aunque mas no sea para vengar la muerte del fallecido X-Men. Esos personajes populares presentes en algunos diálogos terminan por definir y aunar la principal característica de esta precuela acerca de los comienzos de los X-Men: el recorrido a través del superhéroe siguiendo el hilo de sus debilidades. La fortaleza titubeante –sobre todo en el final– del profesor Charles Xavier (a cargo del nunca desapercibido James Mc Avoy), el rencor desbordante de Eric (un genial Michael Fassbender) o la inseguridad de Raven (la bella y prometedora Jennifer Lawrence) conformados en un grupo humano (o casi humano) como tantos otros, pero con la decisión de hacer de sus diferencias o aparentes defectos una ventaja y una virtud. El gran Robert Louis Stevenson dijo una vez que lo santos son, en realidad, pecadores que siguieron adelante. Quizás no haga falta aclarar qué eran los jóvenes mutantes antes de convertirse
Miradas ausentes. Qué culpa tiene el tomate es una película coral hecha por siete directores oriundos de países iberoamericanos diferentes que expresan una visión personal sobre los mercados alternativos de alimentos orgánicos en su país. La película forma parte del género documental de observación, que lleva implícita una serie de reglas y condiciones entre las cuales figura una central y abarcadora: la mínima intervención en favor del registro fiel. Ambas características (la pluralidad de miradas y el género en el que se inscriben) dan lugar a un relato que no lo es al menos en el sentido convencional, donde predomina la descripción sin muchos diálogos y rige la diversidad de estilos propia de la cantidad de directores y de sus respectivas nacionalidades y culturas. En principio, y gracias a esa multiplicidad de perspectivas, la película funciona bien como documento e incluso como ejercicio socio-antropológico, pero de todas formas no la acerca a alcanzar su objetivo primordial. Alejo Hoijman, director de la premiada Unidad 25 y del corto argentino de Qué culpa tiene el tomate menciona en una entrevista que la motivación de esta película era, esencialmente, hacer una crítica al sistema de comercialización y distribución de alimentos. Aquí es donde la película pareciera no cumplir con sus propias expectativas: la denuncia y el tono crítico se deshacen en un relato que solo muestra, que no se involucra y que muchas veces incluso calla la voz de sus protagonistas. La mirada de un observador que no juzga ni interviene y que se ajusta a los semáforos rojos del género se contrapone en parte a la pretensión de despertar el espíritu crítico e incluso al tono de denuncia que sirve de contexto a la famosa frase que da nombre al film. Así, la película escapa incluso de las etiquetas o paratextos que lo acompañan. Por ejemplo, de la sinopsis, que parece anticipar un documental hecho ante todo con humor y que no termina de encajar completamente con la película. Lo mismo pasa con el titulo en habla inglesa: From the Land to your Table es la descripción de un recorrido que nunca se percibe como eje. Entonces, Qué culpa tiene el tomate sí funcionaría como retrato fiel de una pequeña esfera de las sociedades de varios países, como un documento valioso y representativo de diferentes cuestiones de lo cotidiano y, quizás, como inicio para plantear las problemáticas del sistema de comercialización y distribución de alimentos, de sus distintos procesos y resultados. Sin embargo, en el film prevalece la distancia, dejando ver la necesidad de una mirada que resignifique lo que se observa y que se sirva de lo real para decir algo mas allá de la descripción, formulando una opinión que le permita sostener su premisa y así poder asegurarse, con mayor certeza, aquello que desde su mismo título reclama: una respuesta.