Kate Reddy (Sarah Jessica Parker) es una madre de familia que trabaja sin parar en una firma de gestión financiera en Boston. Su esposo y arquitecto recientemente desocupado Richard (Greg Kinnear) y sus dos hijos la esperan todas las noches en su casa, donde además desempeña su rol de madre y esposa. Cuando Kate recibe un importante encargo que la obliga a realizar viajes frecuentes a Nueva York y Richard consigue a su vez el trabajo que tanto deseaba, la situación familiar comienza a hacerse cada vez más dificultosa. Para empeorar las cosas, el nuevo colega de Kate, Jack Abelhammer (Pierce Brosnan), resulta ser una inesperada tentación para ella. Probablemente de poco sirva esta sinopsis para una descripción realmente certera de ¿Cómo lo hace?: la historia sobre una mujer cuya vida se complica cuando su empleo le exige que deje de lado su familia y un jefe pintón se le interpone en su camino funciona como una especie de segundo plano narrativo que permanece fuera del marco principal. Este parece estar restringido al canto enceguecido a la mujer multifacética, lo cual no generaría un problema si no fuese que el resto del relato queda casi reducido a un decorado de fondo. Entre las múltiples señales de abandono de ese contexto y el excesivo interés generado alrededor de su personaje principal, el film de Mcgrath casi se desentiende de las potencialidades del romance y más aún de la comedia, como si los destellos de su objeto de adoración le quitaran, incluso, la energía para observar aquello que lo completa desde afuera. Si no es la recurrencia de chistes prestados como el de los hombres de nieve y las zanahorias (todo espectador de Lost podrá sentir todavía más nostalgia al volver a escucharlo) o el ya lugar común de pegarle a Justin Bieber, ¿Cómo lo hace? regala sus instantes de humor a situaciones como una ecografía colada en un Power Point de negocios o la presencia de piojos extrañamente inquietos en una reunión de Kate con su jefe, instantes que, por la misma indiferencia que producen, no hacen más que confirmar esa concepción unidimensional de esta película a la que parece no quedarle otro remedio que llenar sus huecos con chistes sin gracia. La misma suerte corren algunos de los personajes secundarios –específicamente las madres amas de casa y Chris Bunce, el competitivo compañero de trabajo de Kate– que pasan a conformar, a partir de sus apariciones, un conjunto de piezas más del arsenal de parches de emergencia y que devienen a su vez las principales víctimas de esta huérfana historia. Como enemigos atajados de casualidad, parecen haber sido empapados en una mezcla poco disimulada de clichés y rencor, y finalmente puestos al servicio de la ridiculez, única suplente disponible ante la falta de humor inteligente y personajes bien delineados que la película padece. En este gran desfile de acontecimientos y personajes desorientados que caminan en círculos y vuelven hacia un mismo punto, ¿Cómo lo hace? encuentra en el desenlace su última oportunidad de redundancia. Una vez ahí no halla encuentra mejor elección que la de quedarse embobada ante el último plano de su protagonista que, lejos ahora de las corridas y las ropas desprolijas, sonríe amplia y largamente desde arriba de una silla de su casa, como la marioneta que se sacude y luego se congela, convencida de que sus movimientos pueden hacer olvidar que jamás allí hubo una historia.
Historia de dos hermanos Puede que sea tanto su compromiso con los papeles que interpreta como el tipo de películas que elije, o quizás incluso la forma en que la dureza de sus rasgos faciales expresan los diferentes sentimientos. Pero, y como al fanatismo siempre le sobran excusas, voy a decir que la síntesis y razón principal por la que me decidí a ver esta película fue Hilary Swank. Igualmente, y más allá de las preferencias personales, el casting femenino de Justicia final merece al menos un pequeño comentario: todos son rostros conocidos y a la vez extraños, de esos que uno no ve de manera muy frecuente y que al mismo tiempo encajan juntos como piezas de un rompecabezas, como si en realidad procediesen de un mismo mundo lejano. Las actuaciones de Swank, Minnie Driver, Clea DuVall, Juliette Lewis o Ari Graynor no sólo vienen a delatar una implícita debilidad por las mandíbulas pronunciadas –de las que me confieso, una vez más, fanática– sino también una constante prolijidad en la forma de contar la historia y una idea de cohesión en las decisiones tomadas a lo largo de toda la película. Justicia final es un film basado en hechos reales, concebido en un período total de diez años y que cuenta la historia de Betty Anne Waters (Hilary Swank), una madre de familia que deja de lado todo para ponerse a estudiar abogacía y así poder ayudar a su hermano Lenny (Sam Rockwell), preso en la cárcel por haber sido encontrado culpable de un homicidio que no cometió. Unas primeras imágenes de la escena del crimen y de barrios con casas solitarias y antiguas probablemente hagan pensar en una de esas películas sobre homicidios brutales, en las que una víctima siempre omnipresente y fantasmal es el centro a partir del cual se despliegan toda una serie de intrigas y sospechas sobre los posibles asesinos y sus estrategias. Pero, y aunque Swank me haya guiado alguna vez hacia La Dalia Negra, de poco podrían servirle estas formas y sus respectivos efectos a Justicia final. Así es que, por ejemplo, las fotos de la escena del crimen nunca se ven demasiado cerca ni aparecen mucho tiempo en pantalla y el protagonismo de la víctima asesinada es casi nulo (de hecho, jamás conocemos su apariencia física). Quizás se vea más claramente esta manera particular de relato en los registros de imágenes de la niñez de los dos hermanos, casi completamente despojadas de los típicos filtros de cámaras lentas, gritos reverberados y melodías dramáticas; sus posibles impactos quedan reducidos ante la dinámica que abarca todo y que tiene su eje puesto en mostrar el vínculo entre Betty y su hermano, y de preferir esa profundización antes que dar paso libre al golpe de efecto. El espectador ansioso por degustar intrigas, sospechas, avances y retrocesos en el caso tal vez encuentre en esta conciencia en algún punto enderezadora del relato una insatisfacción inquietante. El cúmulo de situaciones que no encuentran un cierre o una aclaración en la historia es amplio: ni la duda sobre si Kenny realmente es inocente, ni el verdadero culpable (si es que en verdad hay uno) y ni siquiera el triste dato de su muerte apenas seis meses después de salir de la cárcel se dignan a aparecer y a esclarecer en Justicia final. El gran misterio que atraviesa aquellos hechos refleja sin embargo esa constante global que les da su misma coherencia. En tanto eje, la prioridad del vínculo entre los hermanos por sobre todo lo demás tiene su punto clave justo en el desenlace, a través de una resolución casi simbólica. En este final es donde, con un Kenny en libertad casi tan triste como en plena mitad del relato y con diálogos y planos nada pretenciosos, la película nos habla de los grandes esfuerzos por conducir la mirada hacia la relación fraternal y su perpetuación a través del tiempo; más allá del crimen, de la indiferencia de Kenny ante su liberación e incluso de aquello que la historia no quiso contar (sospecho: tal vez hubiese reducido las posibilidades de éxito de esos esfuerzos) y que es su posterior y repentina muerte. En honor a las elecciones de Goldwyn y su equipo, dejo este golpe en mi anteúltima oración sin el punto final que tanto reclama: Justicia Final es la historia de dos hermanos llamados Betty y Kenny, un emocionante relato que, si bien dista de ser perfecto, tampoco está cerca de causar indiferencia.
Nubosidad variable Mientras a un costado comienzan a aparecer los títulos de la película, una cámara inquieta avanza casi a la altura del suelo recorriendo un bosque apagado y lleno de ramas tiradas. Lo evidente de esa presencia algo torpe quizás sea la primera y premonitoria señal de la constante postergación del verdadero encuentro con el mundo de El invierno de los raros. Pero sigamos: de repente y a lo lejos puede verse a Marcia (Paula Lussi), una de las protagonistas, balanceando sus piernas sobre uno de los árboles. Los cortos planos siguientes parecen confirmar la inicial sensación: mientras Marcia acaricia la corteza del árbol y sonríe ante el sol que pega en su cara, hay algo en ese ambiente que ya exhala artificialidad. Pero no es tanto la melancolía típicamente invernal con la que el solitario personaje actúa, sino mas bien el diálogo que seguidamente se desarrolla entre ésta y Sabrina (Elisa Gagliano), una desconocida recién llegada al pueblo a la que Marcia se acerca ni bien ve pasar y con la cual comienza una especie de monólogo con preguntas-respuestas de pura asociación libre, siempre curiosas e inevitablemente impregnadas del fantasma de algún papel actoral de esos diseñados para –o a partir de– Inés Efrón. Así es que la rareza, la curiosidad y la ternura que caracterizan a Marcia no alcanzan para conocerla: aquel aspecto extraño, marciano en ella tiene a simple vista la etiqueta de lo importado, de lo ya visto. Son principalmente estos primeros minutos y otros cuantos más posteriores los que van a confirmar ciertos vicios en El invierno de los raros; vicios que enhebran un fino pero molesto halo de artificialidad que, al menos en un principio, tiñe todas las escenas y abandona a sus personajes ante el imán de lo convencional y lo simulado. En un relato en donde gran parte de lo que se cuenta es revelado a partir de pequeños indicios, gestos y palabras, debemos conformarnos con conocer a los personajes –paradójicamente– a través de lugares comunes. Es decir, no sé qué tanto caracteriza a Fabián (Luis Machín) en cuanto individuo como el comer desprolijamente una medialuna con azúcar impalpable, casi sin tragar ni limpiarse la boca, o qué fiel descripción hay de Rocío (Maitén Laguna) en la frialdad de sus gestos ante el mensaje de contestador de una madre que reclama su presencia. Son imágenes que globalmente no dicen mucho más que lo que dijeron en otras películas; imágenes que antes de acercar alejan y empañan el lente a través del cual queremos ver. Hacia los minutos cercanos al final y casi como si esta hubiese sido la historia de cómo los protagonistas lograron librarse de ser raros, o enteramente mediocres, la pantalla se va despejando de nubosidades. En algunos casos, como el del personaje de Sabrina, la autenticidad consigue finalmente imponerse; en otros, como el de la madre de Marcia, no tanto. Una escena que da cuenta de este potencial finalmente aprovechado es la que protagonizan cuatro de los personajes (Gustavo, Fabián, Marcia y su madre) que, sentados en una grada y una vez terminada la fiesta en la que estaban, comparten cigarrillos y sonrisas cómplices mientras Fabián juega con un globo. En el mismo plano amplio en que puede vérselos disfrutando de ese momento en silencio,Fabián tira el globo para arriba y jugando se golpea con él en la cara. El mínimo gesto de vergüenza por la torpeza que queda evidente en ese momento –incluso de lejos, aún compartiendo la escena con otros tres protagonistas– le otorga a Fabián ese encanto que, escondido detrás del nubarrón de azúcar impalpable, nunca se había hecho nítido. El invierno de los raros termina finalmente su relato dejando una sensación ambigua: la artificialidad que opacó más de la primera mitad recién ha hecho las valijas y todavía se la ve yéndose a lo lejos. El despeje en la pantalla llega justo cuando los personajes se van, justo cuando algo en ellos ya ha cambiado. Gran parte de la historia de estos raros se ha perdido entre las nubes, y el cielo completamente azul no sirve de mucho: el invierno ya terminó.
El pelotazo en la cabeza El efecto adormecedor que podía provocar ese viernes soleado, con el silencio callejero de la tarde recién llegada y con una inminente gripe en el cuerpo, iba a ser apenas durable. ¡Pum! Pelotazo en la cabeza: esto no es sólo lo que le ocurre en la primera escena a Bruno, el aletargado personaje principal, también fue lo que La prima cosa bella provocó en mí. Apenas hubo tiempo –y a pesar de sus dos horas de duración– para distracciones, anotaciones o alguna tos impaciente, puesto que, en la vorágine de la experiencia de ver esta película, lo real parecía estar pasando más cerca de la pantalla que de la sala en la que estaba. La prima cosa bella es la historia de Bruno Michelucci (Valerio Mastandrea), un profesor de literatura de una escuela de Milán que sobrevive con los recuerdos de una infancia marcada por la belleza y la vitalidad de su madre Anna (Stefanía Sandrelli). El relato del pasado de esta familia comienza en 1971, cuando Anna (en su juventud es interpretada por Micaela Ramazzotti) es elegida la “mamá más bella del verano” en una playa de Livorno; a partir de este punto, además de advertir por primera vez la belleza de Ramazzotti, las escenas comienzan a dividirse entre flashbacks y el presente en el cual Bruno vuelve a Livorno y, acompañado por su hermana Valeria (Claudia Pandolfi), se reencuentra con su madre. El realismo que impregna los diálogos, las actuaciones y la puesta en escena en general es, quizás, el mayor atractivo. Pero la belleza de la película resulta, además, de una especie de trasplante que opera en cada escena de conflicto: la extirpación del melodrama se realiza apenas éste asoma y en su lugar se instala el humor que, por otra parte, jamás es forzado. En este sentido la película se parece a Anna, la apasionada madre que sin importar la situación y abrazada a sus hijos, mezquina la tristeza o el cansancio: el gesto que delata el agotamiento y la alegría fingida cuando sus hijos no la miran jamás aparece en ella. No recuerdo haber disfrutado tanto esa última media hora, ya pasados los noventa minutos, cuando el reloj biológico del espectador comienza a avisar que hace rato que uno está allí: La prima cosa bella es, en este aspecto, una cura al pensamiento distraído, al adormecimiento de los pies y los sentidos en la sala. La película, y al igual que las múltiples interrupciones que aparecen siempre que Bruno está a punto de drogarse y que lo obligan a hacer otra cosa, nunca se abandona a la comodidad de anclarse en un único elemento. Ni un personaje, situación o escena resultan tan estáticos u omnipresentes en La prima cosa bella como para robar protagonismo: por el contrario, el universo de Virzi parece estar enteramente reglado por lo intercambiable, lo mutable, lo relativo. Puede que todo lo anterior se reduzca, finalmente, a la única idea del intentar verse de lejos, el abstraerse de todo hecho trivial y cotidiano para mirar el conjunto, como en una película. Y esa posibilidad en La prima cosa bella es la misma madurez que también atraviesa a sus protagonistas; por eso el humor, por eso la falta de polaridad y etiquetas en los personajes, por eso el exilio del melodrama. Cuando el presente cae en la cuenta de que, con el paso de los años, hasta lo más duro del pasado puede ser gracioso, ridículo o insignificante, llega la mejor de las películas: no aquella que se manifiesta tomando mucho jarabe para la tos, tampoco esa que se despliega ingiriendo una pastilla roja, sino más bien la que inicia con un pelotazo en la cabeza.
Ensambles prediseñados Clive (Adrien Brody) y Elsa (Sarah Polley) son dos científicos rebeldes que se especializan en la manipulación de ADN. Juntos trabajan en un laboratorio farmacéutico en el que se crean híbridos de especies animales para ofrecer curas a diferentes enfermedades. Con la esperanza de hacer mayores descubrimientos y estar un paso más adelante que sus colegas se disponen a mezclar ADN humano, experimento del cual nace Dren (Delphine Chanéac), una criatura tan hermosa como inteligente que pronto empieza a convertirse en una gran pesadilla. “Splice”, nombre original de la película, es el equivalente en inglés a las nociones castellanas de unión o ensamble, buen título para una película que lleva un ADN tan complejo e híbrido como el de su particular personaje. Pueden dilucidarse en Splice ciertas marcas que hacen que el hecho de que el experimento se vaya de las manos sea mucho más verídico y a la vez cautivador: la película experimenta con giros inesperados a la vez que los creadores de Dren sufren las consecuencias de no conocer completamente el comportamiento de su creación. A pesar de que uno siempre espera que el peligro se desate a partir de una invasión de la ciudad por parte de la criatura, de su reproducción masiva o que directamente sea robada por un par de hombres poderosos que quieren utilizarla para otros fines, Dren opera sobre cada uno de sus inventores a través de los vicios, traumas y ambiciones, generando una tensión que desata reacciones y decisiones bien diferenciadas de cada uno de los personajes, que los llevan a acercarse o alejarse no solo de la criatura sino también entre sí. Este modo de afectar característico de Dren desata consecuencias impensadas que otorgan a la historia una variedad de hilos de tensión muy interesante. Quizás lo más valorable del film de Vicenzo Natali sea el eclecticismo y la cantidad de elementos con los que trabaja sin por eso dejar de ser coherente con la propuesta inicial: terror, cine clásico, drama y ciencia ficción conviven constantemente en el relato, inmiscuyéndose en espacios que el director parece haber conservado especialmente para ellos. También determinados temas o problemáticas parecen tener un lugar reservado, entre ellos, el machismo o el lugar de inferioridad de la mujer. Ejemplos de esto pueden verse en escenas como en la que Elsa Kast comenta que su madre no la dejaba maquillarse porque pensaba que eso degradaba a la mujer u otra en la que Clive y Elsa discuten luego de que ella encontrase a su marido teniendo sexo con Dren (sí, hasta ese punto llegan las consecuencias de su invento) y que muestra a Clive intentando justificar esa infidelidad echándole la culpa a su mujer. Ni que decir entonces de que más tarde y con una estética totalmente contrastada, Elsa también tiene sexo con Dren, solo que esta vez es porque (y a través de una mutación de género) esta la viola. Sin embargo, y a pesar de las intenciones de Natali de crear una visión por un lado más compleja y por otro lado más personal de esta Frankestein moderna, Splice no deja de resultar indiferente. Bien podría describirse esta indiferencia como preferencia del género que aborda la película, pero también como efecto general de la trama: a pesar de las modificaciones no deja de ser la historia tan conocida de cómo un nuevo invento científico con vida se descontroló, por más que aquí se haya nutrido de componentes diferentes pudiendo abarcar otras temáticas. En este sentido es igualmente útil ver cómo, a pesar de todo, Splice no escapa al (pre)diseño de la mayoría de estas criaturas hijas de la ciencia en el cine, que son o terminan siendo malas y/o feas, seres extraños que antes que mejorar vienen a arruinar y desestabilizar el mundo. El final del cuento es como siempre parabólico: arriesgarse y adelantarse al curso natural de los hechos (y sobre todo a escondidas) trae consecuencias devastadoras.
Sismo en el romanticismo. Jamie es una cazatalentos que debe convencer a Dylan, un joven blogger de Los Ángeles, para que acepte un trabajo en Nueva York. Con la promesa de no enamorarse ni complicar la amistad con típicos problemas de pareja y ante la creciente atracción mutua, ambos deciden ser lo que la película denomina “amigos con beneficios”. Si bien la historia suena a nuevo conjunto de clichés reordenados bajo un nombre diferente (o no tanto, y acá viene otro: la comparación con su cuasi tocaya Amigos con derechos ya es uno de ellos), la película dirigida por Will Gluck y protagonizada por la hermosísima Mila Kunis y el carismático Justin Timberlake pone en funcionamiento una propuesta bien distinta. Quizás lo más importante a destacar acerca de Amigos con beneficios (y aún más que la dirección o incluso el elenco) sea su año de estreno. Si bien este nunca es un dato menor, mucho menos lo es para esta película, que no solo mira a través del lente de la actualidad sino que además ensaya una especie de reflexión acerca de ella. En ese sentido, es común y sin embargo curioso el afán de las comedias norteamericanas por querer plasmar y resaltar el contexto (en este momento muy ligado a lo tecnológico) al punto que hasta las modas mas fugaces quedan impresas en alguna parte de las historias, y que casi, se podría decir, actúan como documento de micro-épocas. Amigos con beneficios también se apropia, a su manera, de ese aspecto: la invasión de las redes sociales, el protagonismo del celular o el fenómeno de las coreografías espontáneas y colectivas en la calle, por solo nombrar algunos, cuentan con un papel protagónico en el relato. Situaciones como en la que Dylan es contratado por la empresa en Nueva York, noticia de la cual se entera por medio de un mensaje de texto que Jamie le manda estando a su lado o cuando el contestador automático de una enojada y dolida Jamie le da a Dylan el indicio de que ella se encuentra en su lugar preferido, a su vez único espacio sin señal en la ciudad, son signos innegables del protagonismo de la tecnología junto al de los personajes. Sin embargo, la película se arriesga a ir un poco más allá, proponiendo la mirada hacia una segunda actualidad: la de su género, la comedia romántica. A partir de este eje, Amigos con beneficios traza su ruta a través de todos sus lugares más comunes, no para pasar por ellos y seguir sino para quedarse, observar, demoler y construir algo diferente. Así, el coqueteo constante con clichés que luego se deshacen aparece en forma de humor a la vez que instala una cierta lógica implícita de lo paródico. La saturación de lo romántico, los finales felices y las parejas eternas, por ejemplo, se hace eco constantemente: por eso la diferenciación a través de la cita con La cruda verdad (intento de desafío al romanticismo protagonizado por la talentosa Katherine Heighl, que termina desintegrándose en forma de cliché maquillado), por eso un desenlace muy lejano del típico broche de oro del casamiento (lo más parecido es el juramento sobre una especie de biblia virtual en un Ipad touch sobre la cual los protagonistas prometen no involucrarse emocionalmente); por eso una canción final en forma de protesta a aquellas que –según los personajes en una de las escenas– aparecen en los créditos solo para convencerte de que te gustó la película: en su lugar, un rap al estilo de los créditos de Rápido y Furioso. Amigos con beneficios logra así conjugar entretenimiento y (auto)reflexión a través de la construcción de un real que, reconocible y cercano a través de una complicidad y las múltiples referencias a ambas actualidades, funciona eficazmente. En otras palabras: reflejo del hoy, desafío al pasado y al futuro, punto de partida y quiebre, el temblor, la sacudida que el romanticismo de las comedias venía pidiendo (o esquivando) hace rato.
Montaña rusa. Existe en este mundo una pastilla maravillosa. Supongamos que, y para explicar mejor sus efectos, un hombre la ingiere; automáticamente y al cabo de unos segundos, su cerebro es estimulado de tal forma que es capaz de hacer y resolver cualquier desafío que se proponga. El famoso 20% del cerebro que usamos comúnmente los humanos, se trasforma en un 100%. Supongamos, una vez más, que este hombre es además un escritor fracasado y deprimido al que, luego de ingerir la pastilla, no solo le es fácil escribir de forma rápida y eficaz sino que además puede resolver cualquier situación que implique cierta dificultad como cuestiones económicas, lógicas o de fuerza física, logrando destacarse enormemente entre las personas (incluso especializadas) a su alrededor. Ese hombre y protagonista de esta ficción se llama Eddie Morra y si bien podría ser un nuevo superhéroe, es más bien el anti-héroe protagonista de Sin límites, una película sobre el poder de la mente. El director Neil Burger compara en una entrevista el recorrido del personaje principal a través de sus decisiones y acciones (y nuestro seguimiento de ese trayecto como espectadores) con una montaña rusa. En sí misma, Sin límites toda también podría serlo; solo que en este caso, el recorrido sería a través de las decisiones tomadas (principalmente) por su director. No hay dudas, por un lado, de que la trama funciona como base muy sólida para el film, pero Burger la procesa y la configura en algo aún más hipnótico hasta en sus mismas mínimas partes. La iluminación enteramente puesta en función del momento dramático, el montaje y los efectos especiales, dan vida propia a un relato que, impecablemente protagonizado por Bradley Cooper, se muestra realista, tangible y que hasta por momentos regala instantes únicos, de esos que marcan la memoria. Si no son esos instantes en los que Burger inyecta las mayores cantidades de adrenalina, entonces aparecen otros en los que el director pareciera, al mando de la montaña rusa, detener los carritos por unos segundos, aunque mas no sea para luego reírse del desconcierto de los pasajeros. Tal es el caso de la escena en la que Eddie Morra llega al departamento de su amigo recién asesinado y, sospechando que los criminales aun siguen allí, entra una crisis nerviosa. Desesperadamente, agarra un palo de golf y se esconde tras una pared, plano al que le sigue uno desde un placard cercano, simulado una mirada subjetiva. La tensión se desvanece en cuestión de segundos y contra todas las expectativas, puesto que los asesinos ya se han ido de ahí. Otra situación similar se genera cuando Eddie salta desde un precipicio hacia el agua, momento en el que el lenguaje visual del plano (aguas cristalinas, atardecer con un sol gigante, etc.) y la voz en off del protagonista (habiendo encontrado un propósito mayor que el de escribir libros) producen un efecto similar. Si había algo de espiritual o ecológico en lo que esa imagen transmitía, la sospecha se quiebra en el siguiente plano: el verdadero propósito de Eddie Morra, revelado de manera espontánea ante aquel hermoso paisaje, es el de ser un economista. Otra vez la sugestión alimentada a través de lo visual-sonoro, que luego se desvanece a través de la sorpresa. La adrenalina que Burger maneja, agrega y quita en dichas escenas dejan entrever la apuesta al riesgo y el reto a la comodidad del espectador que, sumado a las pocas pero efectivas cuotas de humor y a un estilo visualmente poderoso, hacen de Sin límites una película muy entretenida. Incluso después de un pequeño mareo (desatado por un final abiertísimo, quizás algo decepcionante), y tal como en el fin del recorrido en una montaña rusa, aparece ahora una única sensación: las ganas de volver a subir.
Los Linterna Verde son un grupo de guerreros que han jurado mantener el orden galáctico. Su fuerza proviene tan solo de tres elementos: un anillo, una linterna y la propia voluntad de quienes los usan. El mayor desafío para estos superhéroes comienza con el renacimiento de Parallax, una fuerza enemiga que recibe su poder del miedo y que, encarnada en el cuerpo de Hector Hammond (Peter Saarsgard), amenaza con romper el orden y la paz del universo. Para enfrentarlo, llega a los Linterna Verde un nuevo recluta: Hal Jordan (Ryan Reynolds), un piloto de pruebas algo engreído y quien despierta la impaciencia del grupo convencido de que los humanos son demasiado débiles y tienen una existencia muy corta en el universo como para poder ponerse a cargo de semejantes propósitos. Sin embargo, Hal sorprenderá a todos con su fuerza de voluntad y humanidad, y logrará mediante la ayuda de su amor de la infancia Carol Ferris (Blake Lively) ser no solo el elemento clave para derrotar a Parallax, sino que también podrá convertirse en el mejor Linterna Verde. Si le preguntáramos a Carol Ferris acerca de Hal Jordan, de su personalidad, de cómo llegó a ser un superhéroe o de la historia de amor entre ambos, seguro nos contaría cosas maravillosas, únicas, mágicas, inolvidables. Pero lo cierto es que, más allá de todo, Carol Ferris es protagonista de esta historia (y por lo tanto tiene una visión más enriquecida de los hechos), sin contar que, además, está perdidamente enamorada de Hal. A la salida del cine, la versión parece ser totalmente opuesta: el encanto de Hal Jordan no llega mucho más allá de su cuerpo esculpido, de igual forma en que no alcanza su historia (ni como superhéroe ni en relación a Carol), llevada al cine por Martin Campbell y a pesar de los esfuerzos de Reynolds, Lively, Saarsgard y, por qué no, del supervisor de efectos especiales Jim Berney (Soy leyenda), para transmitir la historia. La película termina siendo (desde el guión y hacia todo lo demás) lo opuesto a la visión de la pretendiente de Hal Jordan: mediocridad y poca magia. El desalentador resultado descansa sobre todo en la debilidad y la liviandad con la que se construyen diferentes componentes como los personajes, diálogos, las diversas cuotas de humor o romanticismo que, de haber sido más sólidos o mejor diseñados, podrían haber generado otros efectos. Es como si, en cierto modo, se simplificara o redujera el mundo Linterna Verde; sin tomar riesgos ni agregar otro tipo de valores a sus personajes y situaciones (como sí han sabido hacerlo otras películas como Batman: El caballero de la noche o X-men: primera generación, tal vez culpables de generar mayores expectativas para con los posteriores superhéroes en el cine), y abandonando a los Linterna Verde al grupo de aquellos seres únicos que soportan todo tipo de desafíos excepto el de una adaptación cinematográfica y que dejan, como en este caso, una sensación mezcla de poca sed (de una segunda parte) y estomago lleno (de vacío verde). Puede que Carol Ferris, sin embargo, esté contemplando esa estrella que alguna vez Hal Jordan le señaló como la más brillante de todas, hogar de los superhéroes de la voluntad y la esperanza: estrella que aquí no solo no brilla todo lo que puede sino que, en un cielo repleto de miles, es tan solo una más.
Como en un laberinto, la nueva película de Marco Berger se desplaza entre el misterio, los escondites y las sorpresas; elementos clave que se perciben en su uso de la puesta en escena y con los cuales logra momentos de un clima de tensión y erotismo notables. La cámara sigue los gestos mínimos de dos hombres: uno de ellos es Martín (Javier de Pietro), un adolescente que, con la excusa de no tener lugar donde pasar la noche, intenta acercarse a Sebastián (Carlos Echavarría), el profesor de natación que lo invita a quedarse en su casa y quien peor enfrenta las consecuencias que ese hecho produce. Esta historia sobre la atracción homosexual está contada en un tono de suspenso que la hace muy particular y que se manifiesta especialmente en los ambientes que crea a partir de las actuaciones, los primeros planos y la gran banda sonora que acompaña a muchas escenas. Así mismo, el ritmo se apoya y construye sobre la concepción (laberíntica) del espacio: son numerosas las situaciones en que los personajes interactúan a través de pasillos, ventanas, puertas o paredes que los dividen o los unen. Entre los corredores del vestuario, escuchando detrás de la puerta, mirando a través de la ventanilla o corriendo entre dos edificios: esas son apenas algunas de las situaciones en las que los protagonistas se encuentran en algún momento y que también sirven al propósito de esa constante búsqueda en el film. Quizás no sea casualidad, entonces, que uno de los hechos más importantes se produzca, justamente, cuando hay un quiebre de esa lógica: uno de los personajes salta a través de un tapial. De todas formas, como lo que principalmente regula este recorrido es ante todo la mirada ajena, los grandes acontecimientos y la acción están contenidos en los pequeños gestos, movimientos y palabras entre disimulados e intensos que, a través de elementos (la interpretación, la música, la disposición espacial, etc.) se potencian y dejan entrever una trama oculta que es guiada por el deseo entre personajes. Así, el apretón de dientes que le hace contraer la mandíbula a Sebastián y que genera un hueco en su mejilla es constantemente notorio, y se vuelve enorme en ese momento fugaz pero único en que debe pasar lista y nombrar al alumno que no está. Así, Ausente funciona casi todo el tiempo como una bomba que parece estar siempre a punto de estallar pero que nunca lo hace: la moral, la pasión y la culpa van y vienen, se pasean entre gestos y miradas de desconfianza y deseo, que sin dudas dan vida a una historia atrapante. No obstante, el momento trágico que pinta todo el desenlace produce un efecto extraño, la historia se vuelve levemente lejana y a la vez angustiante. Hasta la inverosimilitud –que, como parte de la bomba, está fallada y nunca llega a explotar– se da el gusto de invadir por unos momentos la pantalla. El final solo es insatisfactorio, sin embargo, hasta cierto punto; como muchos laberintos, Ausente encuentra una única salida a su recorrido; con tragedia y angustias de por medio, el último tramo le revela una verdad, aquella que era intuida pero (quizás de otro modo) inimaginada.
No más extraños. Quizás lo mejor de El túnel de los huesos sea la manera en que consigue tomar un hecho de la realidad (la fuga de la cárcel de Devoto en 1991, llevada a cabo por siete internos quienes, a través de un túnel, encontraron un depósito de huesos pertenecientes a presos de la dictadura) y convertirlo en algo cercano, tangible y posible de ser visto desde varias perspectivas diferentes. Por eso es que, en las primeras escenas, vemos a un Raúl Taibo tumbero, de colita y algo hostil que intenta sin éxito hacer que su entrevistador (un periodista pelado y algo caprichoso interpretado por Jorge Sesán) deje de hacerle preguntas para entonces sí abandonar las palabras y el presente y volver, mediante un flashback, al momento de la fuga, allí donde las imágenes y los sonidos (pero por sobre todas las cosas los de una escena en particular) tienen más que una historia interesante por contar. La fuga se vive en sus diferentes procesos a lo largo de toda la película, pero es el instante en el cual esta se concreta (el escape final de los presos en el barrio residencial de Devoto) que engloba dentro el espíritu de la película y que además resulta tan simple como impactante: la luz de madrugada y el silencio en las calles compensan con misterio la tranquilidad de un viejito con el mate en la mano que, de repente, observa atónito al grupo de hombres saliendo de un agujero en la tierra entre suciedad y nerviosismo y escapa corriendo por las calles. Comparado con otras como la de Crónica de una fuga de Adrián Caetano o la parte en que se relata la huída en el gran documental de Mariana Arruti Trelew, la de El túnel de los huesos es igual de fascinante de ver, solo que Garassino nos permite mirarla y oírla dos veces y a través de dos perspectivas diferentes: la primera, en el principio del film y mediante el punto de vista del viejito, en el que somos tan extraños como él y reaccionamos, ante la escena, con el mismo desconcierto. Luego, y después de vivir todo el proceso junto a los personajes a través del túnel, una “segunda” fuga: desde adentro, empujando casi a la par de ellos ese último pedacito de asfalto para poder salir, y que se vive extraña (y por momentos) culposamente como un alivio de que los presos no hayan sido atrapados. Lo que podría resultar un logro ajeno y condenable en ese primer escape se vuelve un triunfo colectivo, una causa común que se hace carne en estos siete hombres que parecen, ahora sí, correr diferente. La aparición de los huesos de los muertos en aquel motín (el llamado “Motín de los colchones” en 1978) y, sobre todo, la sucesión de escenas en las que vemos una especie de rito espiritual y el temor y la angustia apoderados de los personajes; todo eso constituye, quizás, ese punto de quiebre. El segundo relato que presenciamos al final cobra entonces otra importancia y significado: ya no es tanto un grupo de presos que, sin voluntad para cumplir su condena y aprovechándose de las fallas del sistema carcelario, intenta escapar, sino un conjunto de individuos que, ante semejante descubrimiento, se carga al hombro la voluntad de denuncia colectiva. La libertad de un grupo de victimarios se transforma, a través de un túnel, en lo inverso: la búsqueda de justicia por las víctimas (aún hoy presas) del pasado. Con todo, y a pesar de haber revelado el éxito del escape en las primeras escenas, la película consigue crear el suspenso y el interés suficiente como para generar la tensión en cada noche de excavación, en cada mirada desconfiada del guardia o advertencia del doctor, y logra mediante los enlaces entre tomas, el humor, el sonido, los personajes y la profundidad de campo guiar nuestro punto de vista y mostrarnos eso que está contenido en los relatos y que puede resignificar enteramente el contenido de una imagen, que se completa solo volviendo a ver a esos hombres correr, sintiendo el sonido de sus pies descalzos que cuentan, esta vez, una historia diferente.