Los miedos que no se dejan filmar Aún cuando su propuesta sea elemental, tanto a nivel temático como narrativo, y de una confección simple, Actividad paranormal funciona. Este funcionar puede estar dado, tal vez, por el progresivo interés que despierta su trama. Si bien por momentos puede resultar burda, dada la referencia evidente a los títulos que el realizador -Oran Peli ya ha señalado (El ente, El exorcista). Pero también es un film que culmina por sostenerse y por destacarse merced a saber atender a la simpleza del miedo. El miedo, en verdad, no es simple. Provocarlo desde el cine tampoco. Pero sí está claro que cuando más y mejor funciona el miedo es cuando menos vemos y sabemos; en otras palabras, cuando lo que está por fuera del cuadro de visión amenaza desde la ausencia. Más "fuera de campo", mayor temor. Sólo rostros aterrados que gritan a lo que no podemos ver. La información fragmentada que nos proporciona Actividad paranormal arma un recorrido que parece depositar una especie de maldición en la persona de Katie, mientras su pareja filma todo el tiempo con su nueva cámara digital para poder descubrir algún rastro del fantasma o demonio que los aqueja. De modo tal que, desde su narrativa, la película se sostiene desde esta cámara hogareña que, por doméstica, nos dispara hacia otros films semejantes, tales como Cloverfield, El experimento Blair Witch, Rec, o ese momento magnífico que posee Señales, de M. Night Shyamalan, durante una fiesta de cumpleaños (la camarita toma a los pequeños que se arraciman ante la ventana mientras ven el afuera, ¿qué es lo que miran? ¿qué pasó?). Los lugares comunes son evidentes en Actividad paranormal. Y, quizá el que más, remita a El exorcista, con un trucaje que, allí sí, pone en peligro el verosímil de la historia. Así como también la visita del espiritista, repentinamente temeroso y huidizo, para permitir el abandono final de la pareja a su enfrentamiento sobrenatural. De todos modos, durante los momentos reiterados de la habitación, por la noche, con el plano fijo de la cámara que ve y escucha lo que sus protagonistas no pueden mientras duermen, aparece lo mejor del film. Allí es donde surge la expectativa del espectador, a través del querer escuchar y ver. Seguramente, durante dichos minutos, muchos habrán visto formas sin forma, o escuchado sonidos que no aparecen. Tales son los juegos a los que gusta de someter un film de tales características. Puede que existan golpes de efecto, sin dudas, pero no dejan de ser mejores que cualquiera de los films de terror u horror que pueblan la pantalla norteamericana por estos días. Es cierto que la película es posible por la bendición que Steven Spielberg le diera, motivo real de su estreno en cines, pero también es muy cierto que Actividad paranormal no deja de estar bien resuelta. No hace falta subrayarla como un fenómeno cinematográfico -lo sería sólo en sentido comercial sino, antes bien, en destacar cierta frescura de textura hogareña, de inmediatez temerosa. He allí el contagio que nos provoca.
Unos vampiros incómodos y poéticos Se trata de un film que, entre los seguidores del género de terror y, particularmente, del tema vampiros, conoce una espera impaciente. Criatura de la noche es consecuencia de la traslación fílmica de la novela de John Lindqvist -guionista también del film , acerca de la amistad entre un niño y una niña vampiro, en los suburbios de Estocolmo. Hace bastante, y esto en función de tanta narrativa a la moda vampira, que no se presenta una buena relectura del tema. Sobre todo en el cine actual y norteamericano, tan proclive a la lectura moralizante de Crepúsculo y Luna nueva (y las que les seguirán). El vampiro, a diferencia de lo que ocurre en los dos títulos citados, es lugar para el desajuste, para la puesta en duda, para el ir más allá, para el abandono -también la denuncia de las torpezas moralistas. De acuerdo con el tono que Criatura de la noche propone, surge también el eco de un film hoy de culto como El ansia (1983), donde el realizador Tony Scott triangulara de modo difícilmente olvidable las interpretaciones de Catherine Deneuve, David Bowie y Susan Sarandon. Hay algo similar y compartido entre ambos films respecto de aquella melancolía maldita, de aquel clima opresivo y seductor. En el caso del film sueco, la fotografía es tan nívea y gélida como la propia piel de los vampiros, también como la misma soledad de los niños protagonistas. Hecho que reviste a la película de una situación más compleja, puesto que la amoralidad del vampiro no se encuentra tan lejana de la que oficia en todo niño. El pequeño Oskar (Kåre Hedebrant) sufre el desprecio y golpes de un grupo de compañeros de escuela. Se encuentra a merced de los designios paternos (es tanto el desafecto que se percibe). Juega a vengarse mientras acuchilla un árbol. Y es espiado por una nueva vecina, de misma edad y tan blanca como él, que de a poco conoce su amistad nocturna. Un adulto acompaña a la niña, alguien también solo, casi invisible, que escapa al afecto de los demás, que visita las noches con una valijita prolija y provista de todo lo necesario para matar y desangrar. De manera lenta se dibuja un triángulo imperceptible, que tendrá como lugar vincular al tiempo. Porque el vampiro es, entre tantas cosas, la tematización del tiempo, la victoria sobre la muerte. De acuerdo con el mito, el vampiro ingresará a la morada sólo si se lo invita. ¿Qué pasaría si hiciese lo contrario? Es lo que, justamente, ofrecerá la propia vampira como prueba de su afecto y de su elección. Es así que Deja ingresar a quien es apropiado (tal el título original del film) provoca también una búsqueda necesaria, de quien es pasible de compartirse con el otro, sea el punto de vista elegido el que más se quiera: tanto el de Oskar como el de la vampira Eli (Lina Leandersson). Por fin, entonces, vampiros desde una manera poética e incómoda. Las ojeras de Eli, sus labios humeantes de sangre fresca, la violencia irreprimible de Oskar y su soledad, no hacen más que desajustar, provocar, seducir. Así como los vampiros de veras.
El desencanto del policial negro Ya nos había ocurrido algo similar con el anterior film del realizador francés Olivier Marchal: El muelle (2004), donde Gerard Depardieu y Daniel Auteuil despuntaban un dueto interpretativo formidable, al servicio del policial noir. Con tal antecedente, y nuevamente con el gran Auteuil en las calles de Marsella, MR73 no podía menos que seducirnos. Pero para hundirnos en un abismo más profundo. Auteuil compone aquí a Schneider, un policía desvencijado, quebrado, que transpira alcohol por sus poros. Hay una historia de peso afectivo, trágica, que corroe sus venas mientras transita un equilibrio cada vez más delicado. Se le perdonan desórdenes públicos por ser quién es: alguien otrora reconocido, ahora vencido. Así, Schneider aparece como enclave entre dos historias. Por un lado, la investigación sobre un asesino serial, perverso sexual. Por el otro, la liberación de un criminal avejentado, que desata los temores de la hija de las víctimas. En un caso, avanzamos en un sentido progresivo durante las pesquisas que permitan dar con el paradero del asesino; en el otro, desandamos el camino que permitiera la paradójica cadena perpetua del ahora liberado. Como si se tratara de un ir y venir. En medio de estas dos vertientes, decíamos, Schneider. Mientras lo acompañamos en su proceder, cada vez más ilegal y provocado por sus faltas sucesivas, conoceremos sus habilidades, a la vez que nos adentramos en un cuerpo policial corrupto, que esconde su basura mientras investiga crímenes. Ambigüedad que pone en jaque continuo no sólo a tal institución, sino a la misma sociedad de la que forma parte. Desde estos lugares, MR73 subraya su carácter deliberadamente noir, más lo que significa una dirección fotográfica fría, que acompaña una puesta en escena sórdida, lluviosa, de paredes húmedas e inmensas, donde moran tanto policías como criminales. Lo irrespirable del lugar se traduce, también, en los momentos donde Schneider busque la terraza donde beber su whisky: el cielo plomizo impide cualquier grieta de luz. Imposible dejar de lado la caracterización de Daniel Auteuil, actor gigante, que carga sobre sí una vida frustrada. Schneider cuelga de las paredes de su habitación las fotografías de las víctimas. Duerme junto con ellas. Ha hecho de su vida un infierno (o ha caído en él, sin siquiera haberlo buscado), sólo le resta posibilitar la salida del mismo a otros, aún cuando para ello deba hundirse todavía más. MR73 es un film desencantado, que se estructura -así como otros grandes policiales negros desde un hecho real. El rostro de Schneider, escondido tras una máscara oscura, adquirirá su matiz definitivo cuando más resplandeciente parezca. Y aún cuando el desenlace del film permita un nacimiento, una nueva posibilidad de vida, lo que nos golpea es el quiebre final, la desesperación última. Allí cuando el personaje se nos muestre desde su último hálito de dolor.
Imágenes para entender la angustia "Lo que más me gustan son los diálogos entre los personajes -apunta la actriz Julieta Cardinali-, "las preguntas que se hacen, esas preguntas universales: si sos feliz, si hay un momento preciso donde el amor se va, cómo darse cuenta". Y agrega: "los directores hacían mucho hincapié en respetar los silencios de la película, porque adentro de esos silencios hay un mundo: qué se está pensando, qué se quieren decir y no se atreven. Estos silencios cuentan tanto como las palabras" (1). En Tres deseos, largometraje co escrito y dirigido por Vivián Imar y Marcelo Trotta, los silencios se esconden tras frases comunes, de puntos suspensivos. Cercanías que se repelen y requieren. Allí, en ese momento de tensión -todo el film es este momento tenso ocurre un vaivén de incertidumbre. Hay elementos que, digamos así, nos lo intentan explicar: el matrimonio, la edad, la separación, la voz de la hija (o de la madre, o de la suegra, ese teléfono). Miradas lejanas que intentan, otra vez, el encuentro. Un film simétrico, diríamos, con el personaje de Pablo (Antonio Birabent, premiado en el Festival de Kiev) situado entre su esposa, Victoria (Florencia Raggi), y Ana (Julieta Cardinali), la novia de hace tanto tiempo. Por un lado, la necesidad de salirse, de apartarse; por el otro, lo lejano vuelto presente. Todo ello durante las vacaciones en Colonia, Uruguay, ese intento por consolidar lo que se ha agrietado. De modo tal que, al seguir los movimientos de Pablo, el film se nos asemeja a un péndulo, a un movimiento que oscila y que no se decide. Es más, podríamos también arriesgar, y casi sin equívoco, que Ana responde más a la fantasía de Pablo que a la realidad. Ana como materialización vana de decisiones pasadas, como lugar del "qué hubiese sucedido si". Recuerdo inasible, que se traduce en el beso que se posterga, una vez y otra, ya irrecuperable. "¿Cuál era esa película?", intenta recordar Victoria, mientras cita desde el azúcar y el café el film Bleu, de Krzysztof Kieslowski. Y al hacerlo traduce una angustia mayúscula, como la del personaje de Juliette Binoche, finalmente libre de toda atadura merced al destino y el accidente mortal. Libre de nuevo, para poder volver a empezar. Victoria no lo dice de manera explícita, tampoco hace falta. Más la reacción hiriente de Pablo, quizá como ninguna otra, y el intento consecuente de reordenar el daño. Victoria llorará como nunca ante el espejo del transformista y su show de escenario, mientras intenta capturar imágenes en su camcorder. Imágenes luego vueltas diseños de moda. Capas sobre capas que esconden y silencian. Por último, también agregar, cómo los personajes se miran desde la lejanía, cómo observan el llanto ajeno que, en última instancia, es también propio. El silencio, recordemos otra vez, como el protagonista de estos Tres deseos.
Una fórmula repetida y predecible De acuerdo con el criterio de uno no sabe nunca bien quién, The Burning Plain (El llano ardiente) pasa a llamarse, en nuestro país, Camino a la redención. Podríamos desarrollar nuestra reseña en función del condicionante que significa la palabra "redención". Y entender cómo la protagonista buscará infructuosamente maneras que le permitan escapar de decisiones pasadas. Aún cuando la vida se bifurque, hay caminos trazados que resultan ineludibles. Pero aquí se nos genera un inconveniente. Porque el famoso camino redentorio no aparece como posibilidad inmediata o buscada sino, como señalábamos, como consecuencia impostergable. Desde este lugar, entonces, la redención surgirá y, con ella, la tranquilidad y la posibilidad de superar una instancia de vida, de no volver a escapar. Y señalamos el título elegido (aunque torpe y temáticamente acorde también desafortunado, ya que es el mismo título que recibiera la notable Reservation Road, estreno en DVD del año pasado, con Joaquin Phoenix y Jennifer Connelly) porque si pensamos en el original, nada hay en él que nos remita a una explicación inmediata sino, antes bien, a la primera de las imágenes con la que el film nos recibe: zarza gigante y ardiente, luego esqueleto oxidado donde, dicen, la pareja amante terminó carbonizada en un solo cuerpo, sólo posible de dividir con un cuchillo (esta imagen, sólo verbal, es más fuerte que cualquiera de las que se ocupe, explícitamente, el film). A partir de esta instancia, entonces, el lugar icónico reconocible para el espectador. Los vaivenes temporales nos harán ir y venir, retroceder y adelantar, merced al parámetro infernal. A medida que avanzamos en el relato, habremos de saber dónde ocurre cada momento narrativo, qué porción de tiempo ocupan los personajes, cuáles parentescos los unen. En otras palabras, armado el rompecabezas nos damos cuenta de que, otra vez, vimos la película repetida. Porque el realizador de Camino a la redención es Guillermo Arriaga, mismo guionista de, entre otras, Amores perros, 21 gramos y Babel, todas del también mexicano Alejandro González Iñárritu. Es decir, en el largometraje de Arriaga nos reencontramos con la misma arquitectura narrativa que ya supiera desplegar desde otros guiones. En este sentido, el film se nos vuelve bastante predecible por ser acorde a un mismo modo de contar, por supeditar su historia a una estructura reiterada y, digamos también, funcional a un mismo tipo de público. No se restarán méritos aquí al planteo temático del film (que sabrá descubrir el espectador, no vale la pena develarlo) ni a su calidad interpretativa (Charlize Theron, para resaltar, con su belleza intacta y sin el brillo falso del neón). Sólo destacar una plasmación narrativa recurrente, que ya oficia como fórmula identificable. Eso sí, destaquemos, nada hay aquí de la pedantería sociológica, y endeble, de Babel. En este sentido, Camino a la perdición es más sincera, más creíble.
Un viaje al mundo de las pesadillas Este joven film de culto, escrito y producido por Tim Burton, pero dirigido por Henry Selick, se enmarca en un gran momento creativo del director de joyas como El joven manos de tijera. Cuando El extraño mundo de Jack se estrenó en nuestros cines, no había demasiada expectativa ni consideración hacia una de las películas de culto más jóvenes de los últimos tiempos. Su permanencia en cartel fue mínima. Sólo quienes comenzaron a seguir el derrotero de Tim Burton sabían del film, de sus vicisitudes, del desdén inicial de los estudios Disney y del "venga, por favor, tenemos un viejo proyecto suyo en carpeta". Para ese entonces, Burton -cuyos primeros pasos en animación desarrollara en Disney para luego abandonar había desbordado la taquilla con Batman (1989) y filmado uno de sus mejores títulos hasta la fecha: El joven manos de tijera (1990). Pero fue el éxito de Batman lo que propició el recuerdo oportunista de Disney y la posibilidad, para Burton, de devolver la gloria del stop motion a la gran pantalla. Es decir, la animación cuadro a cuadro con muñequitos y maquetas, artesanía cuya gala desenvolvieran los maestros Willis O'Brien (King Kong) y su discípulo dilecto Ray Harryhausen (la saga de Sinbad, entre tantas otras maravillas). Y si bien, y con justicia, El extraño mundo de Jack es considerado un film burtoniano (y ya veremos porqué), la dirección estuvo a cargo de Henry Selick (luego responsable de Jim y el durazno gigante y de la reciente Coraline), más la autoría musical insustituible que significa la partitura de Danny Elfman, habitual colaborador de Burton. Vale decir, El extraño mundo es admirable también porque Elfman participa. Su música es indisociable, así como magistral, respecto del mundo melancólico de Jack Skellington. Jack, Rey de Halloween, recorrerá el mismo derrotero que los demás personajes del cine de Tim Burton. Como si se tratase de una necesidad existencial, vital, los antihéroes burtonianos -Edward Scissorhands, Batman, Ed Wood, el jinete decapitado culminan por ratificarse desde el margen social, desde la soledad que intentan, en vano, abandonar. Así como también podemos agregar que el proceder burtoniano, en sus mejores films, no deja de ser dialéctico. Hay un momento en El extraño mundo... donde Jack, luego de esquivar los misiles militares que recibe como recompensa, decide tirar el disfraz navideño y, finalmente, volver a su esencia: "No entiendo la Navidad", se queja. Y es por eso que decide festejarla, para ver qué ocurre, por qué son todos tan felices, qué es lo que anida detrás de tantas luces de colores. Más aún cuando Sandy Claws (o Santa Atroz, relectura perversa del "bueno" de Santa) no duda en dejar sin regalos a quienes se portan mal, a la par de máximas tales como: "¿No escucharon acerca de la paz, acerca de los hombres de buena voluntad?". "¡No!" responden entre risas diabólicas los pequeños Lock, Shock y Barrel, mientras lo secuestran y meten a un foso de muerte. Los disparos, decíamos, ahuyentarán a Jack para devolverlo a su lugar de origen. Lo mismo ocurría, recordemos, con Edward (bajo la tez cadavérica y expresionista de Johnny Depp) en El joven manos de tijera, con aquel final frankensteiniano, con turba incluida, y reclusión final en un castillo encantado, gótico, capaz de sueños. Morada de donde salir para, finalmente, volver. Es ése el lugar propio, nunca el pueblo de maquetas y maquillaje barato que intenta seducir a Edward. Así como con Batman y su cueva de pesadillas, o Willy Wonka y su fábrica de chocolates, o Jack Skellington y su tierra de noches de brujas. Los films de Tim Burton han dado pie a un mundo de sueños pesadillescos, de brumas expresionistas, de personajes macabros y adorables. La misma iconografía de Jack y la Tierra de Halloween se ha vuelto característica, referencial. Aún sin haber visto el film, cualquiera puede reconocer los personajes. Pero, eso sí, no cualquiera podrá aullar junto con ellos (el lamento del licántropo tras la derrota de Jack es emoción pura). Porque para ello hace falta ánimo suficiente como para abandonar el pueblito de maquetas y sus libustrines siempre cuadrados (¿recuerdan cómo Edward con sus manos tijeras los recortaba con formas de dinosaurios?). El mundo extraño de Jack de vuelta en la pantalla grande y con la excusa extra del 3D. Con la magia de los anteojitos, Jack se nos vuelve todavía más cercano, tanto su cráneo de sonrisa macabra como su pesar sombrío y romántico (elementos que el "querido" Santa Claus/Papá Noel se ha empecinado en nunca permitirnos conocer).