El cuento mágico y la ciudad quebrada Con siete nominaciones al Oscar, Belfast es la mejor película de su director Kenneth Branagh –también responsable de Muerte en el Nilo–, en mucho tiempo. Por cuestiones fortuitas, la cartelera comercial exhibe dos películas del director (y actor) Kenneth Branagh, y por esas otras cuestiones ya intrínsecas a su filmografía, una es olvidable y la otra llamativamente buena. Desde una revisión general, hay que decir que el cine de Branagh tuvo temprana adhesión, de público y de crítica, al versionar a Shakespeare y de modo loable en Enrique V, a la par de algunos buenos títulos como Los amigos de Peter o Volver a morir; luego siguieron otros más grandilocuentes (Frankenstein, la muy posterior Thor para Marvel); algunos bastante a medio camino de su versión original (como sucede con Sleuth, remake del film magistral de Mankiewicz); y otros más, francamente pésimos, como sus contribuciones a los personajes Jack Ryan (Código sombra) y Artemis Fowl (El mundo subterráneo). En este sentido, algo similar puede decirse de su Hercule Poirot, presente en Asesinato en el Expreso de Oriente y Muerte en el Nilo (en cartel por estos días). Es tan impostada la puesta en escena, tontamente manierista y de efecto calculado, que vuelve distante la relación con los personajes. ¿Qué empatía puede generar el Poirot de Branagh? Poca o ninguna. Muerte en el Nilo corrobora lo que ya estaba presente en el film previo: repite figuritas al reemplazar el tren por una embarcación, con un contingente de “sospechosos” fraguados en actores y actrices famosos, de caracterizaciones sin convicción (vale, por esto, revisar la versión que de Murder on the Orient Express filmara Sidney Lumet en 1974, también con un elenco estelar: Lauren Bacall, John Gielgud, Vanessa Redgrave, Sean Connery, ¡Richard Widmark!, y un inolvidable Albert Finney como Poirot). La intriga y su resolución apenas suscitan atención curiosa, entre explicaciones atropelladas y un misterio que en verdad se adivina de manera temprana: esto no sería lo grave, sino el modo, la manera, desde la cual se lo explica. En síntesis, la Muerte en el Nilo de Branagh parece que debe leer más a Agatha Christie. Pero de pronto, Belfast. Con 7 nominaciones a los devaluados premios Oscar (incluyendo Mejor Película), Belfast se presenta como una recreación más o menos veraz sobre la infancia del propio Kenneth Branagh. Nacido en Belfast en 1960, Branagh revisita los hechos e iconografía de aquella década según la fisonomía de esa ciudad. Lo hace desde un blanco y negro capaz de evocar el tiempo pretérito pero también de agregar la mejor pátina de veracidad: el blanco y negro como el más justo de los ejercicios (a)cromáticos, por su capacidad para hacer ver todo de la manera más creíble, sin otra distinción más que la escala a la que obligan los grises. Belfast juega, y de modo admirable, un relato fluido, teñido de violencia callejera, racismo larvado a punto de estallar, y la mirada fabuladora de Buddy (Jude Hill), el niño protagonista. Por eso, por el niño, Belfast es un cuento mágico, en donde el plano secuencia inicial –marca formal que distingue al cine de Branagh, a veces un recurso meramente ornamental; otras, como sucede aquí, una elección supeditada a la puesta en escena– permite ingresar en el tiempo “real”, al blanco y negro de su toma de imagen sin cortes que oficia como émulo de la recreación histórica: los estallidos sociales suscitados en Belfast, hacia fines de la década de 1960; tan veraces como la niñez del protagonista, alter ego infante del propio director. Por asumir la mirada de un niño, sujeta a los ejercicios del recuerdo adulto, el guion de Branagh se permite jugar con los hechos en el sentido de un hechicero, los invoca para volver a habitarlos, sin la pretensión de moralizar (algo que se agradece). Desde luego, los enfrentamientos religiosos e intolerantes entre protestantes y católicos están a la orden del día, y el film los condena en su retrato y relato, a partir de la comprensión de un niño que ingresa (como lo hace el espectador a través del plano secuencia inicial respecto del film) a un mundo adulto donde tales divisiones asoman peligrosas y estúpidas, mientras dictaminan pertenencias, exclusiones, vidas, muertes, y nacionalidades. En el medio, una comunidad barrial se debate entre las simpatías internas y las presiones suscitadas, que la obligan a batallar a veces contra sus propias creencias. La virtud de Belfast está en su aparente sencillez, en lo afectuosa que resulta, y es por eso que su preciosismo no molesta, a diferencia del que destaca, por ejemplo y de modo insoportable, en otros títulos de Branagh como La Cenicienta. Aquí, al menos, se respira una propuesta sincera, que hace disfrutable el proceder técnico con el que se relata lo que sucede. Más aún, Branagh se permite chistes internos, como la lectura que de un cómic del Thor de Jack Kirby hace el pequeño Buddy. Una humorada que permite dar cuenta de la dualidad aludida al comienzo de esta nota: la de un cine mainstream que Branagh visita las más de las veces desde un ornamento casi vacuo; y la de un cine más personal, que al menos permite indagar desde una sensibilidad que no resulta necesariamente fingida. Es en estos términos como puede leerse el retrato de cariño y caricatura sobre sus abuelos –hay que recordar que es la mirada del niño la que guía al film–, interpretados dulcemente por los enormes Judi Dench y Ciarán Hinds: los mejores momentos son suyos, de un vínculo tallado en réplicas precisas, con el pequeño Buddy como el vértice de encuentro de un triángulo precioso. A su vez, en Belfast sobresale la sala de cine como el lugar donde habitan las historias que llevarán al niño a soñar más allá de su entorno, con un mundo en donde puede comulgar toda la comunidad y sin diferencias, gracias a una misma y compartida mirada de asombro. A su manera, Belfast no deja de ser un retrato amargo, el de la infancia concluida, que ahora existe como una tierra lejana a la cual el cine, en este asombro todavía vigente, se permite visitar. Al hacerlo, se recuperan las alegrías pero también las tristezas: las del protagonista (y director), y las de una ciudad quebrada. La despedida, en donde brilla Judi Dench, la abuela que impulsa la decisión final, es la imagen que debe ser: la del primer plano del ser querido, que cierra la historia para que luego puedan, necesariamente, comenzar otras.
La pregunta por el monstruo interior La nueva película del director de "El laberinto del fauno" perfila una feria de atracciones como escenario metafísico, a través de un vagabundo de habilidades clarividentes. ¿Hombre o bestia?, se pregunta la película, y allí encuentra su puesta en escena. ¿Entidades o mitades fáciles de reconocer, de separar? Si están escindidas, el monstruo habitaría por fuera; de lo contrario, hay que atreverse a buscarlo. Y filmarlo. Por allí se adentra el mexicano Guillermo del Toro con su nueva película, a partir de una pregunta que duele, hiere, aun cuando su película la adorne de imaginería cariñosa por cinéfila. Basada en la novela de William Lindsay Gresham, llevada también al cine en 1947 por Edmund Goulding con protagónico de Tyrone Power (es una versión estupenda, y si bien tiene un final evidentemente impostado por sujeto a la normativa censora del Código Hays, es tan dolorosa como la película de Del Toro), El callejón de las almas perdidas se ambienta entre los años de las décadas de 1930 y 1940. Como un umbral que divide, la frontera entre las décadas reitera la dualidad de la pregunta inicial, en un contexto que se relaciona, respectivamente, con los años de la Depresión y la Segunda Guerra, cuyas esquirlas repercuten aún más en el binomio aludido. El escenario es una feria de atracciones y variedades, una compañía itinerante que conjuga carpas, freaks y atracciones bizarras. Un margen social poblado por artistas pobres al cual acuden pueblerinos, parias y vagabundos. Allí recala Stanton (Bradley Cooper), huyendo de imágenes de fuego –que el film revisita progresivamente en la forma de flashbacks y sueños–, para encontrarse con algo de trabajo, un plato de comida, y la pregunta chirriante sobre la identidad del monstruo/hombre que se alimenta con sangre de gallinas. También y entre otras atracciones hay un forzudo, un enano boxeador, una chica eléctrica, una mujer araña, y una vidente. Una galería que Del Toro construye como su revisión personal y poética de la película Freaks (1932), de Tod Browning: al igual que Browning, Del Toro cuida y quiere a sus “fenómenos”; la maldad, en todo caso, estará en otra parte, lejos de una supuesta relación “monstruosa”. También está el encargado de la feria, interpretado por un Willem Dafoe ambivalente: él es quien da trabajo pero también quien adorna con palabrería y retórica, sea para aceptar sus condiciones laborales, sea para atraer a la gente a los espectáculos. En este mundo errante se adentra Stanton, para huir de aquel fuego de amenaza pero también porque encuentra una veta que puede explotar, a través de su don para la observación y la clarividencia. Primero a través de la ayuda que brinda a la pareja que integran la adivina y su marido alcohólico (los notables Toni Collette y David Strathairn), luego mediante un paso superador, ése que ellos nunca darían por el límite moral y real que supone el engaño, no sólo peligroso para los demás, también para uno mismo. Las cartas de tarot ofrecen su alerta, pero Stanton despega hacia otras posibilidades de vida y se lleva consigo el amor de la chica eléctrica (Rooney Mara). A partir de allí, la película se quiebra. Lo que en un primer momento eran imágenes pobladas por referencias cinéfilas (no sólo por emular Freaks y otras películas, sino por habitar un mundo iconográfico de manera amorosa y no menos peligrosa), con planos abiertos, en exteriores, con muchos personajes en escena y acciones superpuestas; pasa ahora a reducir su esplendor al interior de clubes selectos, en donde Stanton cultiva una fama cada vez mayor, entre luces correctas y su esposa obediente. Predominarán los planos más acotados, con pocos personajes, y una paulatina proliferación de pasillos que, así como sucede con el Josef K. de Orson Welles en El proceso, entablan una confusión espacial espiralada, en la que Stanton cae mientras desoye, una por una, las advertencias. El hecho crucial, el que activa la necesaria caída –porque tras tocar el punto más alto, la luz ciega y la oscuridad sobreviene–, es consecuente con una escala social que se determina en relación al orden económico, que constata que allí donde no se nació, nunca se es bienvenido, por mucho que se imiten y practiquen gestos y lisonjas. Pero también –acá lo más relevante– con una situación metafísica, de reiteración cíclica y circular de aquello de lo que se escapaba (aquellas imágenes de fuego). Para arribar a este momento culmine, hay personajes que desaparecen para que otros aparezcan. Entre ellos y ellas, surge Lilith (Cate Blanchett), la psicóloga de nombre maléfico, femme fatale que viste como star de Hollywood y visita los secretos más oscuros de sus pacientes. Su poder de seducción rivaliza con el de Stanton; tanto en un caso como en el otro, se trata de hacer decir lo que las personas guardan, porque –y esto es algo que el film dice de manera explícita y astuta, en estos tiempos de redes sociales y narcisistas– la gente se desespera por mostrarse. Alcanzado el infierno que Lilith presagia, Del Toro imprime algunas imágenes macabras, gore (es el infierno, vale recordar), que impactan en la película de otra manera y tambalean el tan recurrido “noir” con el que se la ha etiquetado; en este sentido, hay una atmósfera cercana al género negro, sin dudas, pero la película parece ir por otros rumbos aun cuando coincida en la metafísica desesperada. Hay crimen, hay misterio, hay matiz fantástico, hay una caída y un destino inevitable, pero cuesta reglar a El callejón de las almas perdidas en el género negro tanto como nunca se lo haría con Freaks. Finalmente, decir que la línea de diálogo del desenlace, así como resuelve y hunde en dolor a su protagonista, revela a Bradley Cooper como un gran actor, capaz como es de soportar el peso del personaje, entre un inicio desprovisto de palabras, la altivez ilusoria de la cima, y un final desolador.
Una relación contradictoria y encantadora La nueva película del director de Magnolia y El hilo fantasma recrea la Californa de los ’70 desde la mirada de una pareja joven, de entusiasmo desorientado. A grandes rasgos y si se arriesga un análisis, puede decirse que el cine de Paul Thomas Anderson tuvo su bisagra entre Vicio propio (2014) y El hilo fantasma (2017). En la filmografía comprendida entre Sidney –su ópera prima de 1996– y The Master (2012), se apreciaba una depuración formal, de carácter progresivo y abstracto. Esto no significa que Anderson prescindiera de una historia, sino que el relato adquiría cada vez más un vuelo propio, casi desgajado de la historia. Y ésa es una feliz situación, también un riesgo. Por eso mismo, ¿quién puede decir sobre qué versa, concretamente, The Master, encerrada como está en su juego de espirales y situaciones espejadas, conducente a un posible retrato de la cienciología como así también de las secuelas traumáticas de una experiencia bélica? The Master es una película que se explica a sí misma mientras se desdice. Inasible. Entonces, ¿cómo seguir? En ese sentido, la novela de Thomas Pynchon fue la elección perfecta de Vicio propio, con la cual finalmente quitar los resabios de explicaciones o fórmulas tendientes al relato “legible”. Desde ya, se trata de una puesta en escena extraordinaria, que vuelve a su director –en ciertos aspectos muy cercano a la poética de David Lynch– uno de los autores contemporáneos relevantes. Por las dudas, si de contar historias se trata, cualquiera de sus películas lo hace, tanto Boogie Nights, Magnolia o Vicio propio. Solo hay que dejarse llevar por la experiencia. ¿Dónde y cómo encaja, entonces, Licorice Pizza? Habrá que necesariamente pensarla como consecuencia de la experiencia casi manierista (de contrapunto con Vicio propio) que fue El hilo fantasma. Vale decir, tras consumar la película extrema, por abstracta y alucinada, en Vicio propio, El hilo fantasma devolvió mesura. Licorice Pizza ofrece ahora una situación intermedia, siendo como es una película tan organizada como potencialmente subversiva. El nuevo film de Anderson elige, para ello, una relación de amor (casi) adolescente. Gary (Cooper Hoffman, hijo del actor fallecido Philip Seymour Hoffman) tiene 15 años, Alana (la también música Alana Haim) lo supera en una década, y los dos viven una amistad cercana al amor, en el Valle de California de principios de los ’70. Él la busca, ella rehúye, pero de algún modo u otro, allí cuando más alejados estén, se acercan. Ésta es la fuerza motriz, de acción y reacción, de la película, contenida en el acercamiento/alejamiento/acercamiento de sus protagonistas. En función de esta premisa habrá de operar la rítmica de las situaciones y la dinámica de sus secuencias, cada una de ellas alrededor de un eje temático que puede estar relacionado con las experiencias de trabajo, las parejas respectivas, el ámbito social/familiar de cada uno (esbozados de maneras suficientes), dibujados a través de una serie de elementos que permite el acercamiento a una época ida, de manera lúdica y no menos crítica. En este sentido ofician la estructura familiar, el rol policial, el ardid político, la legalización de los pinball, el ardid publicitario y las camas de agua, las estrellas otoñales de un Hollywood narcisista, el periodismo ladino. Cada una de estas cuestiones son, de todos modos, abordadas de manera tangencial, si es que no funcionan como disparadores de algo más. Es decir, no hace falta ser explícito sobre ellas, el cine de Anderson posee una poética propia que transforma lo que toca. Lo que en todo caso importa –porque es éste el lugar donde el film hace pie– es la relación entre ellos dos. Todo lo demás es un escenario que puede también extrañarse así como volverse pintoresco en sus momentos más complejos, pero siempre a partir de la mirada de Alana y Gary. Un procedimiento por lo demás habitual en el cine de Anderson (Petróleo sangriento, notable) pero sobresaliente en Embriagado de amor, esa otra película romántica con la cual Licorice Pizza comparte una afinidad mayor. Así como sucede en aquel film, a Licorice Pizza se la podría torpemente pensar como una comedia; pero no lo es. Antes bien, hay momentos o pasos de comedia justos y precisos para que la película escape de lo previsible. El recurso logra una atmósfera de ensueño, en donde la progresión de las situaciones funciona como un cúmulo de evocaciones, que bien podrían haber sucedido en un orden diferente. Lo que está claro es que ellos dos se atraen y no saben muy bien por qué no son pareja. Mejor aún, cuando la película está a punto de alcanzar una resolución formal trillada, la desvía con una caída de slapstick frente a una fachada de cine contradictoria (con el 007 de Roger Moore en marquesina). Alana y el personaje que compone Sean Penn en una noche alocada. Por otra parte, Licorice Pizza desprende varias cuestiones, ligadas a una iconografía atractiva –recrear los ’70 y con una banda sonora impagable: no sólo con el mejor rock de vinilo (por eso el nombre de disquería del film) sino también con música compuesta por Jonny Greenwood– pero teñida de cierto desencanto: la imagen de Nixon, la mención de Vietnam, la crisis del petróleo, la hipocresía política, la simulación de los castings para cine y televisión, la homosexualidad escondida. Es decir, Licorice Pizza no es una película fascinada consigo misma sino un retrato prudente, lleno de cine y energía (juvenil, contenida en esos rostros ciertos y ajenos a la pedagogía plástico-digital que hoy circula), con la mirada justa y distante como para saber observar con atención los pliegues de una época para destinarlos, como debe ser, al presente inmediato: se nota por qué Paul Thomas Anderson es un gran director.
El cine es la máquina del tiempo La producción de Arteón que dirige Néstor Zapata, protagonizada por un mago de pueblo que interpreta Luis Machín, llega a las salas luego de un recorrido internacional de relieve. El arribo a las salas de Milagro de Otoño finalmente se produjo y de una manera consecuente con el deseo de su realizador, Néstor Zapata. Nada de streaming, para que la película tocara la mirada de las y los espectadores a través de la gran pantalla. Como debe ser. El derrotero de la tercera película de Zapata (luego de Bienvenido León de Francia! y del segmento dirigido en Fontanarrosa, lo que se dice un ídolo) viene con premios y exhibiciones especiales. Por un lado, las proyecciones que tuvieron lugar en el Festival de Mar del Plata en 2019 y en la reciente Muestra Audiovisual Santafesina que formó parte de Pulsar Santa Fe: Exhibición y Mercado de Contenidos. Entre medio, la pandemia, la imposibilidad de acceder a las salas locales, pero el reconocimiento creciente en los festivales. Hasta el momento, son 17 los galardones obtenidos; entre ellos: Mejor Película de Largometraje Ficción en el VI Festival Internacional de Cine de Medellín-FestMedallo 2021; Premio del Público a la Mejor Película de Largometraje Ficción del LatinUy 12, Festival Internacional Cine Latino de Punta del Este 2020; Premio al Mérito Mejor Largometraje en Accolade Global Film Competition 2021, San Diego, California (EEUU). Y la participación en el rubro Selección Oficial en los Festivales Internacionales de Sydney, Londres, Malta, Java, San Diego y Madrid. Efectivamente, la película debía ser vista en salas porque, ¿cómo creer en la magia desde la multitud de pantallas móviles y dispersas? Faxman, el mago de pueblo que interpreta Luis Machín, no tiene cabida allí. Antes bien, es de una progenie que lo emparenta con el Mandrake de Fellini y Mastroianni y la estirpe de los artistas ambulantes que habitan en el cine de Favio. El lugar de encuentro de todos ellos es, qué duda, la pantalla grande. Allí, justamente, el sinónimo entre ella y la magia, trasladable al encantamiento con el cual Faxman hace creer en su ángel, cuyo vuelo no esconde un mecanismo tosco. La película pide a sus espectadores y espectadoras esa misma suspensión de incredulidad. Sol Zaragozi encarna a Candelaria, la muchacha que deslumbra a Faxman. De esta manera, Milagro de Otoño opera desde un cine que recupera su esencia de muchedumbre, de rito en sala comunitaria, de espectáculo que visita pantallas y pueblitos. De algún modo, Faxman es también un viajero que lleva consigo películas, así como sucedía antes, con el público a la espera de nuevas historias. El suyo es un número algo rústico, de poses y palabras impostadas, exagerado y por momentos risible, pero lo suficientemente mágico como para despertar el interés de una muchacha luminosa, capaz de invertir el espejo y encantar al mago (el ángel cobra vida, vale decir). Candelaria (Sol Zaragozi) deslumbra a Faxman, lo detiene en su andar y le hace adivinar algo más, a compartir. Entre ella y él nace un mundo diferente. Necesariamente, la historia de Faxman debe habitar en el pasado, en el mundo de los barrios, bares y fiestas de clubs, entre bailes y calles de tierra. Es un tiempo apenas alejado. Vale aquí una explicación: el cine tiene la posibilidad de transformar lo que toca, como lo hace una varita. En este sentido, la tarea en la dirección artística que Milagro de Otoño exhibe, gracias a las virtudes de Carolina Cairo y Lucas Comparetto, transforma a Rosario y alrededores en lo que alguna vez fueron. Paisajes urbanos, veredas y fachadas que la cámara recorta, que de veras existen y guardan consigo el aire de tiempos pasados. El entorno habitual se convierte en máquina del tiempo, y las calles de siempre dejan alumbrar un ayer todavía vivo. Este habitar en el pasado podría ser también un volver cíclico, que opera como un loop, como un círculo sin salida. Tal vez y voluntariamente, a consciencia, Faxman caiga allí para nunca más escapar. Los días de la infancia, los del deseo encendido y la sonrisa de Candelaria. Ahora bien, ¿cómo volver?, se pregunta el mago. Bien sabe él que no se puede. Pero hay alguien, un relojero de aparecer intermitente (interpretado por Mario Alarcón, posible variante del diablo de Alfredo Alcón en Nazareno Cruz), que le propone retroceder las agujas. El hechizo –cierto o no, qué importa– se produce. Así como en las películas. De manera similar al encantamiento en el cual caía el protagonista de Pide al tiempo que vuelva, aquella lograda fantasía temporal basada en la novela de Richard Matheson. Chiqui Abecasis. Faxman vuelve a sus días pasados. O a algo que se le parece. El recuerdo es tramposo, lo que era siempre se tiñe de matices no muy exactos. (El relojero misterioso, vale agregar, no es alguien que dé lo suyo a cambio a nada.) Pero hay una guía, un cordel, del cual Faxman se aferra. Es ella. Si se reencuentra o no con Candelaria no es algo que valga la pena dictaminar. Antes bien, se trata de creer. Lo que en todo caso se desprende es la historia misma, la que las palabras del barrio y sus habitantes compartirán en el afán de explicar lo que tal vez sucedió. En este sentido, la historia de Faxman ya ocurrió, toda ella es un pasado, un gran flashback, contenido en el relato que de él se hace a partir de un presente más o menos impreciso, repartido entre las varias voces que conjugan, como pueden, el misterio del mago enamorado, víctima como nadie –o como tantos– del hechizo mayor.
La revista que escribe imágenes Nominada a la Palma de Oro en Cannes, la más reciente película del director de El gran hotel Budapest es un fresco amoroso y delirante sobre un periodismo tal vez pretérito. Se lo ha dicho y cómo no reiterarlo: La Crónica Francesa es una nota de cariño a determinado periodismo, al que se hacía en el siglo pasado, en papel y con otros criterios (y tiempos) de redacción (y de lectura). Tal vez todavía más o menos se lo practique. De este modo, su director, Wes Anderson, dice algo más: la nota de cariño no deja de ser hacia cierto cine, el que se hacía en el siglo pasado también. Por eso, y con la consciencia de ser un norteamericano en tierra francesa, Anderson introduce el film desde la cita explícita a Jacques Tati, a través del famoso edificio donde vivía el tío (Mon oncle) interpretado por el actor y director genial: una fachada de ventanas y escaleritas que ofrecían desde el exterior un recorrido de laberinto. La elaboración cerebral de ese gag es insuperable, y Anderson la calca admirado. La Crónica Francesa consiste en el “paginar” de la última edición de la revista “The French Dispatch”, una publicación norteamericana en suelo francés, en una ciudad que la película imagina. Por eso el nexo inmediato con Tati (Anderson debe ser uno de los escasos directores norteamericanos que saben de Tati) y el viaje en bicicleta del cronista que interpreta Owen Wilson, cercano al espíritu del cartero de Jour de fête o del propio Monsieur Hulot. Pero lo que sobre todo importa es cómo Anderson apropia las referencias y logra que habiten en su mundo, construido película a película, entre imágenes de composición precisa y personajes/actores que son parte de un entramado feliz. Es decir, hay un mundo Anderson que existe y se (re)visita, y esto es algo que lo emparenta, de alguna manera, con otros grandes como Federico Fellini, Tim Burton, y desde ya, el mismo Tati. La película consiste en tres crónicas, una guía de viajes y un obituario. Y comienza por el desenlace, anunciando el último número de “The French Dispatch” –es un periodismo que ya no existe, vale recordar–. El obituario es el del propio director de la revista (Bill Murray), quien así lo estipula por testamento. Con él todo termina (la película también). Pero para llegar allí, antes los relatos. Historias de cuño Anderson en donde la imaginación cobra vuelo mientras mira el mundo que ya no está entre las imágenes actuales: tal es el cometido del periodista ciclista de Owen Wilson. Fotografías que entrevén lo que era en lo que es. El antes y el después. El equilibrio delicado entre gatos en los tejados, humanos en la superficie, y ratas en las alcantarillas. Con un índice de cuerpos en el río que se sostiene a pesar del crecimiento demográfico. Y ancianos que temen tropelías de niños educados en la fe religiosa. Hay un hálito de contaminación creciente que forma parte de un paisaje mentirosamente encantador, porque todo está negro. Y esto es algo que el redactor tendrá que discutir con el editor. A las notas se las pelea y es todo un plantel de plumas el que habita entre las páginas de esta revista ¿imposible? A propósito, destaca la manera desde la cual Anderson caracteriza a cada redactor, apenas con un plano, en donde la información está organizada y ensamblada como si de un cuadro humorístico se tratase. Y éste no es un rasgo menor, sino mayor, en virtud de la relación explícita que el film traza con la ilustración gráfica, la de aquellas revistas en donde el lápiz del dibujante decía de maneras filosas y con humoradas tan certeras como el texto más profuso (a no perderse las ilustraciones que acompañan los créditos finales, afines a las portadas del New Yorker). La segunda historia la interpreta un pintor preso (Benicio del Toro) y hundido en la belleza de su guardiacárcel (Léa Seydoux). Entre los dos, una distancia que sólo el lienzo reúne. Las pinceladas guardan un misterio que un ávido merchant (Adrien Brody) sabrá catalogar de “moderno”. A partir de allí, la locura misma de llevar a las galerías y consagrar al artista condenado por homicidios (más de un eco se plantea con El artista, la película de Cohn & Duprat con Sergio Pángaro y Alberto Laiseca). La resolución es genial. Pero no hay que olvidar que se trata de historias narradas por alguien. Aquí es el turno de Tilda Swinton, cuyo acento y composturas dicen a un auditorio que escucha embelesado (por lo menos así lo parece) mientras simula cierta avidez alcohólica y confunde alguna diapositiva con una suya: desnuda. Entre el blanco y negro y el color, el episodio dialogo en tiempos diferentes y detiene a sus intérpretes a la manera de los efectos digitales de clase “Matrix”: pero los detiene de verdad, como estatuas de quietud simulada a las que el movimiento de la cámara da una profundidad 3D que bien haría en aprender tanto cine digital. Frances McDormand, otra de las figuras convocadas al film. La segunda crónica troca todo al blanco y negro, con un mayo francés como escenario. Por allí anda la periodista (Frances McDormand) tras su historia, estableciendo relaciones íntimas con un joven militante (Timothée Chalamet), con quien tal vez no debiera. Universidad, estudiantes, libros apilados, discusiones aceradas, la milicia y los padres. En algún momento, la cámara fija de Anderson se pone al hombro, en plena calle, donde destaca el escaparate de una tienda (“L’Americaine”), para que el brillo estilístico de la Nouvelle Vague asome radiante: Anderson respira cine. Un disfrute absoluto, con mártir incluido. La gran historia final se descubre por capas. Podría ser la historia del periodista entrevistado en televisión (Jeffrey Wright), sobre cómo la literatura, el periodismo y “The French Dispatch”, lo excarcelan y validan su amor homosexual; también es la historia “gastronómica” que pide la publicación, pero que deriva en una trama de espionaje, donde hay pesquisas que seguir para dar con el paradero del niño secuestrado, que no es otro más que el hijo del comisario (Mathieu Amalric). Acá es el vínculo con la historieta y la animación en donde la película vive, con un aire de folletín interminable. Entre medio, la constatación del experto chef Nescaffier (Steve Park) de haber probado un gusto desconocido, en una sustancia prohibida con la que casi pierde la vida. ¿Cómo hace el cine de Anderson para llegar a tales instancias? Allí el encanto perfecto. Todo está organizado, premeditado, con la animación como paso estético sustancial por acorde con la suma de piezas precisa que el director encastra. Todo controlado, con una rítmica preciosa, poderosa, que estalla en tantas esquirlas visuales que vuelven imperioso rever la película. El obituario es el desenlace anunciado, de manera tal que la película se encuentra con su comienzo y se concibe como ciclo. De esta manera, podría volver a iniciar. Adquiere, así, un rasgo mítico, por asociable a esa época de años pasados, ahora contados desde el recuerdo y la fantasía. La plantilla de redactores se reúne y despide a quien los apadrinara, quisiera, discutiera y cuidara. Su cuerpo, como debe ser, reposa sobre el escritorio. En torno suyo, las palabras surgen y se complementan en una misma historia, de pluma y firma plural. La máquina de escribir teclea.
Sobre los orígenes de Tony Soprano Como una variación espejada, que busca la raíz de los pecados del futuro, la precuela de la serie ofrece un relato de cementerio, ahogado y apasionante. De entre los muertos. Como el título de la obra célebre de la dupla Boileau-Narcejac, sobre la cual se basó Vértigo de Hitchcock. O como en el inicio magistral de Sunset Boulevard, de Billy Wilder, con la voz del muerto (William Holden) como guía del relato. Algo similar, de tinte noir y secreto enterrado, aflora durante los minutos iniciales, de cementerio, de Los santos de la mafia, precuela de Los Soprano: serie de David Chase que integra, paradigmática, lo que dio en llamarse y con justicia una época dorada (¿lejana?) de las series. Con Chase como guía, al amparo de la sombra enorme de Tony Soprano/James Gandolfini, este relato de muertos redivivos cruza voces fantasmales que harán foco en Christopher, aquel protegido de Tony que ahora, muerto como el Holden de Sunset Boulevard, ofrece sus palabras a quienes quieran oírlas. Un Virgilio que acompaña a las fauces del infierno. Con un nombre de matiz bíblico capaz de actualizar lo que fue. Al hacerlo, se rubrica de paso la credencial de Los Soprano como mito moderno. Si bien la historia de Christopher apela a la figura de Tony, para llegar a él deberá hacer el correspondiente rodeo. Un origen que la película encuentra en la figura de Dickie Moltisanti (Alessandro Nivola), padre de Christopher, a su vez el tío por el cual Tony se siente atraído. En otras palabras, Los santos de la mafia es un fresco familiar desviado, de relaciones filiales torcidas, en donde la relación padre-hijo refleja en la del tío-sobrino. Un vínculo cuya genealogía (Tony/Christopher; Dickie/Tony) la precuela indaga, profundiza. Un relato especular, dirigido a sustentar un núcleo tan hondo como podrido. “Era el tío que nos llevaba a ver las películas que mamá no nos dejaba ver”, dirán de Dickie. Es decir, Dickie ya está muerto, tanto como lo está a lo largo de toda las temporadas de Los Soprano. Aquí se lo invoca y desde la voz de otro muerto, su hijo. Motivo por el cual, Los santos de la mafia recrudece como relato fantasmal. Acunado en la estela larga que Gandolfini/Soprano extiende y de tantas maneras, tan reales como metafóricas. Metafórica por vincularse con el universo simbólico de la serie, pero de un cariz tan cercano y vibrante como sólo puede ofrecerlo la imagen de un hijo. Cuando el actor adolescente Michael Gandolfini recrea las posturas de su padre, no sólo revive a Tony Soprano. Allí sucede algo que transgrede al relato y toca una metafísica. El cine es eso. Como se decía, un film fantasmal, que logra el retorno de los muertos. Y lo hace sin mediación digital, antes bien desde el hijo que reencuentra al padre por indagar en los orígenes de un mafioso de leyenda. Qué bárbaro. El juego de reflejos acentúa también en la relación de Dickie con su propio padre, que el gran Ray Liotta encarna de manera partida, como padre y como tío mellizo. Si con el padre la relación de Dickie es tortuosa, con el tío –que cumple arresto por asesinato– es otra: “eso no es jazz” le espeta a Dickie ante un disco de Al Hirt, le basta con Miles Davis, ¿para qué más? Entre los dos, el vínculo crece diferente. Por allí busca sus nudos sensibles Los santos de la mafia, en lazos familiares que cimentan un bienestar social que persista y se perpetúe en los que siguen, mientras crecen los barrios de esa ciudad de nombre Newark. Caótica y explotada. El film, de hecho, se sitúa (en parte) durante los disturbios raciales sucedidos allí en 1967, y ofrece un caldo de cultivo complejo en la relación entre italianos y afroamericanos. Aun cuando el lugar social para ambos sea el mismo, se miran con recelo. De lo que se trata, en última instancia, es de quién trabaja para quién. Y quién se acuesta con quién. Allí es donde entra la figura seductora de Giuseppina Moltisanti (Michela De Rossi), madre de Christopher. Ella sola ocupa un lugar de fricción y posesión que disputar. Su cuerpo es asumido como propiedad de los hombres de la familia, a la espera del mejor postor. A la par, la inmensa Vera Farmiga como la mamá de Tony, de gritos intempestivos y sin tiempo para algo así como la “felicidad”. Esa palabra que el hijo nunca asociaría con ella. Estoica, se sustrae al encanto de ciertas píldoras que le harían la vida más apacible, según recomendación médica. “No estoy loca”, repite. Todas y todos, engranajes indisociables de un concepto nuclear y sagrado; a saber, la familia. De manera genérica puede decirse que Los santos de la mafia es el anverso o el reverso, como más se quiera, de Los Soprano. Así como sucede cuando se desdobla, simétrica, una hoja. Si Tony aún no sabe quién será, los espectadores sí. Y lo que él ve a su alrededor es lo mismo que repetirá, como un fatum griego. En este sentido y no casualmente, hay una última directiva, notable y misteriosa, que Dickie recibe de su tío en prisión. Un mandato que implica dolor, porque sin esa orden –sin su obediencia– no habría Tony. Ahora bien, ¿cómo es que este tío de vida ciega, por carcelaria y presumiblemente tranquila, sabe tanto? Es él, justamente, quien dictamina el nacimiento del mesías. Él, entonces, el mentor invisible de este héroe fatal, Tony, quien en el plano último de la película se revela como la víctima consciente de un juramento. Lo que sigue, ya es historia.
Un cowboy fiel a sus principios Clint Eastwood retrata el vínculo entre un jinete añoso y un joven díscolo, con armonía formal y sin sobresaltos, así como las buenas películas. La estampa lo sigue a Clint Eastwood. En cada plano donde interviene lo acompaña una sombra de mito vivo. Camina lento, casi renguea, ¿por la edad o por el accidente del personaje? Mike Milo (Eastwood) fue alguna vez una estrella del rodeo, pero de aquello quedan sólo recortes de prensa, galardones de otra vida. Ahora adiestra caballos. Pero lo cierto es que la herida del jinete esconde todavía otra, más profunda. La historia tiene lugar en los ’70, el ambiente con el cual, se presume, Eastwood está más a gusto. Un aire de western en retirada asola al film, acorde con las vicisitudes de este género en el cine norteamericano de esos años y, por qué no, también de éstos. Cry Macho es un western, crepuscular y viejo. Casi risueño. Su historia es pequeña, ¿para qué más? La vieja estrella del rodeo, a quien ya nadie recuerda, asume el encargo del jefe (Dwight Yoakam): buscar a su hijo, cruzar la frontera y recuperarlo de las manos de la madre mexicana (Fernanda Urréjola). Como el cowboy añoso guarda cierta gratitud hacia su jefe, persona por demás ambivalente –al respecto y de manera suficiente, ya lo señala la primera secuencia de la película–, se predispone al asunto. “Tengo un trabajo que cumplir”, dirá de allí en más. Justamente, el trabajo por cumplir es la meta de los personajes eastwoodianos, todo lo demás estorba o será secundario. A la manera de las sirenas que embriagan con sus cantos, suelen ser varias las tentaciones (junto a otras dificultades) que intentarán apartar al héroe de su cometido. Tal vez pueda volver a alguna de ellas –y esta película lo exhibe de manera elocuente con su desenlace–, pero luego de cumplir aquello con lo cual empeñó su palabra. Así como lo hace el “Sully” de Tom Hanks (en la película de mismo nombre), quien sólo desanudará su corbata una vez el trabajo esté cumplido. O el Richard Jewell de Paul Walter Hauser (en El caso de Richard Jewell), confiado en sus convicciones, en haber hecho lo que debía. Todo lo demás es hojarasca, finalmente desparramada por el viento. Por otro lado y de manera evidente, el “macho” del título articula varias acepciones. Una de ellas por ser el nombre con el cual Rafo (Eduardo Minett), el adolescente díscolo que busca Mike, bautiza a su gallo de riña. A su vez remite a la impresión que el joven tiene sobre la valentía. Más el contrapunto que ofrece el propio Mike, de algún modo también síntesis, labrada en los personajes violentos que tantas veces Eastwood pergeñó. Pero el “macho” esconde una lágrima, la misma que el título asevera y descubrirla vale la pena: acunado en la sombra de una capilla, el ateo Mike apenas llora. Un momento espléndido, que encastra con la obra de un realizador que todavía asombra. Otra vez, Eastwood mira su cine, al que asume y remodela, con la atención puesta en decir siempre más. El gran escenario, más allá de las locaciones repartidas entre uno y otro lado, es la frontera entre México y Estados Unidos, literal y simbólica. A primera vista, se diría que la violencia y el mal vivir estarían sólo de un lado. Hacia allí, presumiblemente, se dirige Mike. No tardará en dar con la madre de Rafo y sus encantos peligrosos. Tampoco tardará en encontrar a Rafo. Y tampoco tardará en descubrir que tanto madre como padre son dos caras de una misma moneda. Entre medio, con la vida en la calle, está el hijo: mitad “gringo”, mitad mexicano, lleno de golpes en el cuerpo. El vínculo entre éste y el viejo cowboy está por comenzar. De esta manera, el trabajo que cumplir podría alterarse, ya que los dilemas morales no tardarán en surgir, ¿cómo resolverlo? Tal vez sea éste el gran momento del film, allí cuando el dinosaurio le enseñe a la cría que tendrá que tomar decisiones mientras él asume las suyas. Pero hay otro –sin olvidar aquella lágrima de noche, destinada a convertirse en uno de los grandes momentos de la filmografía de Eastwood–, es el de la mano de la niña sobre la del viejo Mike. La ternura del acto, tan sencillo, desoculta su verdad. El “macho” en cuestión, sea cual sea, no tiene otro sentido más que el de la estupidez. Y en la película está claro quiénes son los estúpidos: matones, bravucones, y ciertos policías. Además de aludir a la relación dilemática entre México y Estados Unidos –en esta película se atraviesa la frontera de manera tranquila, sin sobresaltos–, la línea fronteriza no deja de ser un trazo que separa, que obliga a pisar de uno u otro lado. Vale tenerlo presente en relación al accionar de Mike, cuyo sesgo “americano” sería indudable: es el cowboy, el héroe, el “macho” de la historia, que sin embargo ya sabe, por viejo y por diablo, que no hay “macho” alguno, sino imbéciles y gente sensata. Sabe también que hay heridas que no cierran, pero está a tiempo de descubrir que el cariño no desaparece. No casualmente, la mano de la niña. Y las de Marta (Natalia Traven), cuando le enseña a realizar las tortillas que vende en el bar, cuando bailan al compás de Eydie Gormé y el trío Los Panchos. El amor está ahí, esperando. Solo basta cumplir con el trabajo. Se dice que éste sería un cine realizado a la vieja usanza. Nada más actual ni mejor hecho.
Cine de terror de factura maltrecha La más reciente película del director de El Conjuro es un absurdo al que disfraza de thriller, donde sobresalen pocos hallazgos formales. De acuerdo con las noticias previas a su estreno, Maligno venía a agregar cierta dosis de “giallo” al cine de terror; es decir, un matiz consecuente con la vena espeluznante del cine italiano de género policial y pesadillesco, cultivado por maestros como Mario Bava y Dario Argento durante las décadas de 1960 y 1970. De manera colindante con el terror, el giallo ofrece un escenario por demás cautivante. Pero tras ver Maligno no es demasiado el aire de aquel cine, más allá de ciertos acentos impostados. Maligno es la nueva producción del malayo/australiano James Wan, cultor del cine de género, famoso por instaurar franquicias como El juego del miedo y El Conjuro, capaz de bodrios como Aquaman y Rápidos y Furiosos 7, y responsable de esa pequeña joya que es La noche del demonio (Insidious) (y de una segunda parte que poco importa, todo hay que decirlo). De alguna manera, Wan integra un escenario pretendidamente confuso, donde el sello autoral de la industria estaría en gente como él, Guy Ritchie o James Gunn. Cosa rara. Igualmente, vale reconocer su a veces gran desempeño y la creación de algunas secuencias estremecedoras, como la del juego de manos en El Conjuro o el despliegue de niebla de estudio por el que se pasean los miedos de La noche del demonio. Con su nueva producción, la pretendida alusión al giallo termina por ser engañosa, porque Maligno está más y mejor orientada a cierto cine de terror barato, tan disfrutable y muchas veces también italiano. De acuerdo con el argumento, Maligno ofrece un juego de cajas chinas, en donde la historia principal –la relación tortuosa de una pareja, donde ella no puede quedar embarazada y él la golpea– esconde otra, profunda. A partir de la muerte de su marido, Madison (Annabelle Wallis) quedará liberada de su carga pero también de su embarazo. Un alivio en cierta medida no carente de castigo. Ahora bien, ¿por qué esto es así? Más vale averiguarlo en la película. Lo que sí puede señalarse es la incógnita que une a esta historia con el prólogo del film, situado 30 años atrás y en un hospital de investigaciones médicas. Allí hay algo o alguien que escapa, capaz de reventar instalaciones eléctricas y de asesinar de modo feroz. La decisión de la doctora es terminante: hay que terminar con este cáncer. De alguna manera, la historia de Madison (cuyo “mad” incluye pretendidamente el desequilibrio) comenzará a confluir con aquella, aparentemente ajena y distante. En este sentido, a partir del desdoblamiento entre pasado y presente, el film propone una puesta en escena que no deja de ser interesante. Así, la ciudad sabrá revelar otra, subterránea y recuperada como atractivo de pocos turistas, mientras la historia personal de Madison recubre inconsciente un pasado almacenado en viejas cintas de vhs. De manera también dual, quien la ayuda en este recorrido de (auto)descubrimiento es su hermana (Maddie Hasson); y como efecto réplica, una pareja policial (George Young y Michole Briana White) lleva adelante la investigación sobre una serie de homicidios macabros que involucra a Madison, debido al asesinato de su marido. Si de guiños giallo se trata, Maligno tiene a su asesino de mano enguantada y cuchillo, cuya voz distorsionada se escucha a través de parlantes o teléfonos, así como en aquellas películas, donde la voz distorsionada expresaba el desquicio o una identidad sexual huidiza. La música se siente cercana a las producciones de aquella época, y presiona una tecla justa en la que tal vez sea la mejor secuencia del film, allí cuando una de las víctimas cae –literalmente– sobre el living de la casa de Madison, a ojos vista de la policía, y el primer plano sobre ella derive en un crescendo musical que vuelve difuso el límite entre verdad y locura. Pero el film de Wan lleva estos ingredientes hacia algo todavía más grotesco y situado mejor en el cine de terror. Puntualmente, en lo que refiere a cierto cine de rasgos bizarros, que por ello mismo puede ser tan disfrutable. En este sentido, existe una relación con títulos de temáticas afines como Braindead de Peter Jackson, el Brian De Palma de Sisters, y fundamentalmente Frank Henenlotter con la trilogía Basket Case, pero sin asumir el grotesco que en estos casos brilla. (Justamente, si de efecto giallo se trata, en De Palma hay maestría. Y autoría). De manera inversa, Maligno se pone seria allí cuando el disparate se revela, y apela a secuencias de acción digital que mezclan lo ridículo del asunto con la gracia incongruente de un film de superhéroes. Esta suerte de solemnidad revela que no se trata de una película de bajo presupuesto, sino de un producto que toma los ingredientes de aquel cine para regurgitarlo como mejor le place; por ejemplo y qué duda, para generar una franquicia. En el camino, algunos hallazgos se sostienen y hacen creer que Wan es un buen director, pero en el conjunto lo que sobresale es otra cosa: una película absurda, algo de por sí nada objetable, lo que sucede es que allí cuando revela su secreto, se toma a sí misma en serio y reproduce todas las consignas del cine de terror mainstream, adocenado y aburrido.
El mar es el primer y último horizonte Basada libremente en la novela de Jack London, la película del italiano Pietro Marcello ofrece un fresco social que funciona como una mirada crítica y poética. Basada libremente en la novela de Jack London, el italiano Pietro Marcello ofrece en Martin Eden una semblanza de aspectos que miran al pasado reciente y proyectan molestias actuales. Martin Eden vaga libre, con las aguas como fronteras por franquear y el mundo como horizonte. De su padre y su madre poco se sabe. Como si hubiese nacido libre de mandatos. Pero no todo es tan así. Ya el inicio presagia algo diferente, en su voz algo caída, con palabras que intentarán decir o explicar lo vivido. Martin Eden inicia así su confesión de vida, en un recorrido que lo llevará, de modo inevitable, a la angustia del presente. Un diario de viaje y amor, entre luchas políticas, libros y periodismo, de un andamiaje que hermana al personaje de London con seres de tinta y narrativas similares, acunados por otros como Conrad o Pratt. Es decir, la angustia de Eden bien podría ser la de Corto Maltés. Éste, aventurero de puertos interminables, guarda siempre una nota íntima que lo detiene mientras lo impulsa, y tal vez lo hiera. En este lugar es donde cae y se abruma el protagonista del film italiano –interpretado espléndidamente por Luca Marinelli–, una vez que se enamore de Elena (Jessica Cressy) y de los libros. De clases sociales diferentes, Eden llega a la morada de su amada como si fuese al castillo de un cuento de hadas. El lujo burgués reverbera en los ojos del pobre marinero, acostumbrado a las fatigas del cuerpo. Pero en verdad todo se cifra en Elena, es en ella en quien él entrevé un mundo diferente, al que desea arribar. Envuelta de libros, Elena seduce en la lectura a su enamorado, y así comienza el raíd de Martin Eden, enfrascado ahora en una hilera literaria que crece desmesurada, de ejemplares obtenidos por poco dinero en un local de saldos, entre muebles viejos y artículos desvencijados. La aventura que emprende lo lleva, inevitable, al destino ansiado: ser escritor. Es tan fuerte su impulso como la manera con la que teclea la máquina de escribir. Cuentos y poemas que esperan ser reconocidos, mientras cartas incontables son enviadas –y rebotadas– para la publicación. En el camino, el amor de Elena relumbra de a poco y las puertas del palacio encantado parecen recibirle. Pero lo que también sucede es el despertar hacia otras cuestiones, en donde la fuerza del socialismo estalla en las calles. Eden, en cambio, prefiere el individualismo del filósofo Herbert Spencer. “Parece que Spencer ejerce un influjo raro en los jóvenes”, exclama la madre de Elena; luego de una virulenta discusión que le hará finalmente comprender a Eden que la diferencia de clases lo sitúa y situará en el mismo lugar de siempre. Visto de soslayo, repelido y celebrado como una rareza salvaje, Martin Eden despreciará por fin a la burguesía que lo había hechizado. Pero también lo hace con el socialismo, mientras se empecina en una trayectoria que lo sitúa de manera cada vez más solitaria, sea en relación a los demás pero también consigo mismo. El film de Pietro Marcello supera los 120 minutos y encuentra su equilibrio simétrico en la precisa mitad de la duración. Un quiebre. Entre un primer y largo episodio que narra las vicisitudes del escritor primerizo, y otro posterior, situado bastante después en el tiempo, cuando el logro está cumplido y el dinero sobra. Entre una y otra instancia, como si se trata de dos vidas en una, Eden bascula, sin poder estar cómodo en ninguna, pero con la atención puesta en agradecer a quienes le ayudaron y en no caer en las redes de quienes lo engañaron. De todas maneras, el desajuste es muy fuerte, y la pasión que movía los dedos sobre el teclado ahora languidece en palabreríos de presentaciones donde, otra vez, lo miran y escuchan como a algo curioso. El horizonte del mar ya está lejano, encerrado como está ahora en una agenda de compromisos, las obligaciones de una pareja formal, y una mansión provista de todo lo necesario. ¿Entonces? Queda la palabra, a ver si allí todavía anida algo. Martin Eden es una película las más de las veces atenta a los planos cerrados, cercanos, en donde su personaje luce magnífico pero también inestable. Sin olvidar que se trata de un relato personal, realizado como testimonio de una vida, la película articula situaciones diferentes, sin aparente ilación argumental, como recuerdos que destellan. En estos momentos, el film adquiere texturas distintas, y al hacerlo habla del mismo cine. Porque Martin Eden está filmada en celuloide, en Super 16 mm, y de este modo apela a un concepto de imagen que inevitablemente choca con el actual, mientras recuerda algo que era conocido y ahora difiere: el cine, o quizás el socialismo. De manera admirable, la película de Marcello plasma un fresco variado, en donde las referencias temporales suelen ser un tanto imprecisas pero sin embargo funcionan. Es decir, se trata del siglo pasado –justamente, el siglo del cine–, y esto está claro, pero sin embargo hay momentos donde, por ejemplo, las décadas aludidas no se condicen con los vehículos que transitan las calles. Como si el ejercicio del recuerdo hiciera simbiosis, síntesis, entre todo lo vivido y ofreciera, así, este resultado. En última instancia, lo que queda es el tesón de alguien que supo vislumbrar aciertos pero también tuvo equívocos. Tal vez el viejo periodista –que interpreta Carlo Cecchi– haya sido su mejor ángel guardián, capaz de enrostrarle a Eden sus verdades sin temor, mientras el siglo termina y las guerras persisten. En tanto, el misterio del paraíso que “eden” significa, sigue lejano.
El chico ventana y la puerta prohibida La ópera prima de Alex Piperno propone un relato de sombras y figuras elusivas, y se estrena ahora en Cine.ar tras su paso por festivales y la Berlinale. En principio, el título de una película siempre invita. Chico ventana también quisiera tener un submarino. ¿Qué es lo que esconde esta suerte de galimatías? ¿Un juego de palabras? Un chico, una ventana, una manera de caracterizar al personaje. También está el submarino, o el deseo de tener uno. Tal vez para mirar el mar por sus ventanillas, a la manera del Capitán Nemo. Entre varias consideraciones, la película de Alex Piperno propone una deriva entre espacios diferentes y encontrados, a través de lugares de tránsito que están apenas escondidos. De esta manera, la ópera prima del realizador uruguayo plantea tres lugares que son tres caras de la misma historia. Uno de ellos en las afueras de un pueblito de Filipinas. Otro, en el departamento montevideano de una mujer. El tercero en un crucero. Y Chico Ventana que va y viene entre éste y la intimidad de la chica. ¿Y en Filipinas?: la aparición de una caseta fantasma, que contrasta con el verde de la vegetación y altera la paciencia de quienes la descubren. ¿Qué misterio guarda dentro? El director Alex Piperno. Algo comunica estas tres instancias, y para llegar al vínculo, habrá que acompañar las peripecias de este chico ventana que es también un chico sombra. Así como el sonámbulo del doctor Caligari, Chico Ventana repta las paredes. No se trata, a diferencia de aquel film emblema, de una amenaza, sino de una mirada sensible (en verdad, el sonámbulo caligariano también estaba hecho de mirada sensible y sufriente). Que teme ser descubierta. Un alma solitaria, a fin de cuentas, que vaga entre el mundo del crucero lujoso –como una sombra- al que limpia diariamente, y la atención que le suscita esta chica que vive sola, en un espacio distante pero a solo un abrir de puertas. ¿Cuándo y de qué manera los dos se encuentran? Cuando finalmente acepten, ambos, el carácter fantástico del mundo que habitan. Cuando ella entienda, puede suponerse, que las sombras tienen vida propia. Porque, ¿qué otra cuestión encierra este ida y vuelta entre el barco y su casa, si no es la de un anverso y reverso? El pasaje entre los dos mundos posee una evidente esencia carrolliana; por esto, habrá que pensar en la figura de la ventana como en la de un espejo, como un umbral que divide a la vez que reúne a las dos partes recíprocas. Las dos se requieren, se constituyen de manera mutua. Ahora bien, ¿qué es lo que conecta a los dos lugares, tan distintos? No hace falta buscar demasiado lejos la explicación, descansa en el descubrimiento mutuo de los amantes. Si la ventana es como un espejo, entonces el chico es –cuando lo cruza– un reflejo. El desdoblamiento opera en él cuando la conoce a ella. Cuando ella haga lo propio con él, podrá entonces darse el camino inverso y el conocimiento del mundo que habita él y ella atisba, silenciosa. Cuando lo hace, camina descalza sobre suelo frío, a veces de alfombra. Nadie le presta atención, a excepción de que se salga de lugar, de que quiera estar con quienes no le corresponde. El crucero, en este sentido, aparece como un micromundo de castas, de manera similar a un barco de cariz felliniano. Toda una coreografía de movimientos traza el comportamiento de quienes viven gustosos el lujo de sus vacaciones. Las ventanas del crucero permiten admirar el paisaje patagónico, deslumbrante, que la voz del altoparlante indica imperiosa. Los turistas, esa clase variopinta y sin embargo tan fácil de distinguir, acá aparecen amasados por una misma ronda de tragos, piscina y bailes. Diligentes en la obediencia. Pero también el crucero opera a la manera de un barco fantasma, varado en un recorrido que bien podría ser el de una espiral. Un barco cercano tanto al de The Ghost Ship de Mark Robson, de 1943 (parte de ese mundo de sombras inigualable que orquestara el productor Val Lewton para la RKO), como al de Pandora y el holandés errante (1951), de Albert Lewin. Un navegar cansino, que entre su esplendor de turistas dolarizados guarda en sus entrañas el malestar de un chico enamorado; vale decir, la sensibilidad de alguien que mira por la ventana porque lo desea, y no porque una voz de mando lo solicita. El ir y venir entre ellos, el descubrimiento mutuo, tiene otra arista, tal vez su vértice, en la caseta quizás embrujada que aparece a los ojos de los lugareños filipinos. Rituales y sacrificios se suceden con la esperanza puesta en que los espíritus se apacigüen y se marchen en paz. Una pequeña ventanita –quien mira por una ventana no es únicamente el chico– parece que deja entrever algo. Pero quien lo hace soñará pesadillas del futuro. La puerta es de madera, no parece difícil de violentar. ¿Pero qué encontrar? No abras nunca esa puerta es el título de una de las mejores películas del cine argentino. Desde luego, aquel título invitaba a lo contrario. De manera tan inevitable como allí, lo mismo sabrá suceder aquí.