Tierra de los padres:
NARRAR LO POLÍTICO
Una idea central atraviesa toda la película: la idea de tensión, de contrapunto, de diálogo feroz, de pura dialéctica. Se contraponen los textos, que se responden unos a otros; se contraponen los lectores, unos más lentos, otros más rápidos, unos seguros y cadenciosos en la lectura, otros rápidos y trastabillantes; se contraponen las imágenes: las solidez y frialdad de las estatuas, con la fragilidad y humanidad de los hombres que cuidan las tumbas; se contraponen los muertos con los vivos; los bárbaros con los civilizados; la clase dominante con el proletariado, la Recoleta con el río: los dos grandes cementerios de la Argentina. Desde el plano inicial hay una contraposición fuerte que marca la clave de lectura de la película: la frase de Marx con la de Borrás.
Prividera interroga. Interroga desde la puesta en escena, desde las lecturas, desde el espacio, desde los textos. Esos cuerpos vivos y esos cuerpos muertos, fantasmáticos, que aparecen y desaparecen –literal y simbólicamente- están atravesados por la Historia y a la vez la interrogan, la cuestionan. La realidad es un tejido complejo de voces, voces que son ideológicas, sociales, políticas, económicas y los ecos de esas voces resuenan en el silencio opacado del cementerio. Prividera interroga, desde la audacia, desde la inteligencia, desde la ambigüedad, desde la sorpresa. Los hombres estamos hechos de relatos, somos políticos, estamos travesados por diferentes voces que se chocan, se complementan, se odian y se aman. Los padres de la patria, con sus discursos fundacionales, son sangrientos, autoritarios, poderosos, violentos, pero también son racionales, contundentes, intrépidos. Con Tierra de los Padres, Prividera tienta una audaz e inteligente respuesta a la vieja pregunta de cómo narrar lo político. Más allá de la eficaz operación teórico-critica-ficcional que realiza la película donde se reconocen las huellas de Adorno y de Benjamín, de Borges y de Bajtín, de Foucault, entre muchos otros, logra reinstalar con contundencia la interrogación acerca de cómo el cine narra lo político. Retomando el eje de la Generación del 37 en la Argentina donde se preguntaban de qué manera puede la literatura acercarse a lo político y la respuesta siempre era la interpelación, la polémica feroz, la ficcionalización de espacios atravesados por la violencia y la barbarie. Las opciones para el 37 frente a la violencia política eran el exilio o la muerte (hablando de oposiciones o de dicotomías) tal cual lo planteara Ricardo Piglia en La argentina en pedazos. El Matadero y el Facundo entre otras tantas obras, rearman el mapa de la Argentina en pedazos a la que Piglia alude. Tierra de los Padres sigue en esa línea, dibuja una trama con el reguero de sangre y violencia de la pluma de los fundadores de la Nación. La mayoría de los lectores que aparecen en la película y el mismo director pertenecen a la generación del 70, que se equipara en cierto modo con la del 37, ambas cruzadas por guerras intestinas, por rencores, por ausencias, por exilios, por desapariciones. Padres sin hijos e hijos sin padres. Rastros de violencia y jirones de poder. Muertos sin enterrar y entierros sin muertos. Poner el cuerpo, dejar la voz, silenciarse, hacerse de mármol, reinventarse. Ser “hijo de los muertos recientes”, “jugando al desencanto o a la profecía social”, “me reconozco en esa fastidiosa historia” dice Prividera como director, como lector, como argentino, que dice el gran poeta olvidado Giannuzzi. De nuevo el exilio o la muerte, simbólica o real. Polifonía discursiva y multiplicidad de cuerpos que vienen a contarnos la historia sin fin. Ésa que escuchamos siempre, desde nuestros años de escolaridad hasta el presente, que escuchamos pero que a veces no sabemos o no podemos oír. Prividera es contundente, arroja un hierro caliente al espectador, el hierro del sentido, de la reflexión, de la fuerte interpelación. La dialéctica es su metodología, contraponer, hacer chocar, confrontar textos, diálogos, lectores, espacios, imágenes, generaciones, cuerpos, voces.
La forma de la película encerrada en el espacio del cementerio (ambos, el oficial de la Recoleta y el otro, el río oscuro) son como el ese matadero de Echeverría, o el desierto de Roca, o las orillas de Borges; abierto pero cerrado, centrípeto y centrífugo, lleno de vivos y de muerte, plagado de historias y de silencios, de violencia, de traiciones. Y Tierra de los Padres se adentra en ese cementerio oficial –en la historia- como se adentra a la imposible verdad de El ciudadano desde afuera, a pesar de las rejas. En Orson Welles nos encontramos con ese “ciudadano Kane” muriendo, desconocido y solitario, misterioso y único y en la Recoleta llegamos al corazón de cada tumba, de cada mármol. Sobre el final de ambas películas la cámara se aleja del secreto, de lo inenarrable, del desastre, de donde están los muertos “oficiales” para trasladarnos, en un epílogo poético y bello, hacia afuera, conectando los dos cementerios a través de esa ciudad, de hombres mudos y pequeños, ciegos o videntes, hacedores de relatos, que luchan por la narración de la Historia, por capturar su sentido, esquivo y peligroso.
Los tres himnos que aparecen en la película -el Nacional, la marcha peronista y el Va pensiero- tal vez ofrezcan cierto lugar de salvación, o tal vez de resistencia a los mandatos de la sangre y de la Historia.
Tierra de los padres es una “ficción teórica”, un mapa de guerras y combates, de silencios y de voces, de presencias y ausencias. Una relectura de esos textos fundacionales, salvajes, extremos que supieron poner en evidencia, a partir de los mecanismos del horror y de la sangre, el verdadero ser nacional. Recorrido que comienza con las guerras civiles del siglo XIX hasta finalizar (o no), en la dictadura del siglo XX, Tierra de los padres es un documento lúcido e inteligente no sólo sobre el pasado y el presente histórico sino sobre la historia del cine en la Argentina.
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