Bennet Miller es un director de películas que retratan más que hechos, personajes; más que relatos concretos, alegorías sobre el estado de una Nación, sobre sus valores, sus preferencias, sus gustos. Ya lo había hecho con Capote y con Moneyball. Sus tramas son sencillas, con lecturas entre líneas convencionales que apuntan a la perversión, al capitalismo salvaje y al peinar a contrapelo el famoso sueño americano. Foxcatcher es una película modesta, que se deja ver con cierto goce, sobre todo por la fluidez del relato, por sus elipsis certeras y por algunas escenas interesantes. Pero carece de sutileza en todos los sentidos: sus simbolismos extremos son demasiado cristalizados como la suelta de caballos a la muerte de la madre, las sesiones de fotografías del rico con el pobre, la marcada diferencia de clases, el servilismo de los dominados frente a los poderosos, el rico aristócrata que corrompe versus el pobre, un poco ignorante y bastante inocente que cree y admira. Todo aquello que es políticamente correcto marcar y denunciar es lo que hace Miller. Quizá, lo único interesante de Foxcatcher sea el secreto que guarda, aquello que no dice, ni muestra, ni expone. Aquello que tiene que ver con esa solapada sexualidad –en todos los sentidos posibles- de los protagonistas. La relación del ricachón con su madre y con sus dominados esconde algo más que la película se empeña en escamotear: la perversión del aristócrata tiene que ver obviamente con la circulación del dinero, con la “compra” de los luchadores, con las “donaciones” a las asociaciones de catch; pero también esta perversión económica es moral y sobre todo sexual. Todo puede adquirirse con dinero, como moneda de cambio, el fetichismo de la plata y su consecuente adoración. John Dupont, ese personaje encarnado por Steve Carrell, con su puntiaguda nariz, oliendo el horizonte y su frente en alto queriendo alcanzar los centímetros que le faltan de estatura (real y moral) está vacío de afectos, de sensaciones, de emociones, de sexualidad y lleno de dinero. Caza hombres así como sus antepasados cazaban zorros, para luego destrozarlos (como con el hermano, el lindo de Mark Ruffalo) bajo la palma de su poderosa mano. Es, indudablemente, una película que habla sobre el dinero y su circulación, sobre sus resortes, sobre su dinámica y sobre el poder. Foxcatcher, Bennett Miller, Estados Unidos, 2014 Foxcatcher de tan prolija resulta forzada a veces, como su protagonista que posa para la cámara, al tiempo que posa para la película sin respirar, manteniendo el aire en el pecho y la frente en alto. Dupont, el “Aguila dorada”, el “entrenador” que tiene varios nombres, es un personaje aparentemente chato y oscuro, como chata es la película también, ya que no apuesta nada en el terreno formal, siendo más bien conservadora en su montaje prolijo y previsible, en su presentación con fotos de archivo que desnudan el linaje de su protagonista y el de la misma película y que cada tanto hace un paneo a algún retrato de alta alcurnia para que el espectador no se olvide de qué estamos hablando. Una película demasiado masculina y no sólo porque el catch sea un deporte de machos, peleas homoeróticas muchas veces ,sino por la manera en que las mujeres aparecen en escena: son malvadas y autoritarias como la madre, o sumisas y medio bobas como la mujer de uno de los hermanos. Tal vez, por este exceso de testosterona (músculos por doquier, fuerza extrema, patologías anabólicas) y la falta de progesterona la película sea tan rígida, tan poco sutil, tan marcadamente dialéctica en su contraposición de clases sociales. Una película que está hecha a espaldas de la contemporaneidad, que se maneja con demasiadas certezas, como la del dinero y su poderío, aquello que en su circulación se lleva todo, hasta la tragedia, hasta la muerte, hasta la sangre; una película sin tensiones, sin riesgos, sin texturas.
“Una novela es un espejo que se pasea por un ancho camino. Tan pronto refleja el azul del cielo ante nuestros ojos, como el barro de los barrizales que hay en el camino” Sthendal, Rojo y negro. Doce años es todo. Es mucho. Un fragmento de vida que nos marca, que nos define, que nos conmueve y que nos alegra. Richard Linklater, uno de los directores más sensibles y lucidos de la actualidad, registró estos doce años en la vida de un chico hasta su adolescencia. Sólo algunos días cada vez. El registro es preciso, melancólico a veces, placentero otras. Gran trabajo con el tiempo que transcurre inquebrantable y que enfrenta a sus protagonistas a la vida misma, a sus avatares, a sus contradicciones, al crecimiento del protagonista, de sus padres y de su hermana. Notables son los tres protagonistas, Ellar Coltrane, el niño- adolescente; la maravillosa Patricia Arquette como la madre y el siempre increíble y buen mozo de Ethan Hawke como el padre. Pareciera que el tiempo y su transcurso es la obsesión de Linklater. Las huellas que deja, las grietas que abre, el crecimiento, las decisiones. En la trilogía de Antes del amanecer, atardecer, anochecer, la preocupación de Linklater es la misma; esa gente, esa pareja, a lo largo del tiempo. Nadie retrata como él, tan amablemente la juventud y el crecimiento en el cine contemporáneo. El cine de Linklater es la contracara de casi todo el cine americano actual, hasta podría decir no sólo estadounidense. Como si fuera un Antoine Doinel contemporáneo, Linklater igual que Francoise Truffaut, sigue a su personaje, lo acompaña en su crecimiento, amorosa y sensiblemente. Es sabido que no es sencillo narrar lo cotidiano. La gran pregunta para el arte (cinematográfico), a lo largo del tiempo, tal vez sea: ¿cómo filmar la vida? Narrar lo cotidiano, contar la vida misma, aquello de tan cercano a veces no podemos ver, aquello que está en los cielos, en un fin de semana en el campo, en la relación con los padres, en la complicidad entre los hermanos, en las mudanzas sucesivas, en las experiencias escolares, es una tarea difícil. Viajes, caminatas, mudanzas, calles y carreteras constituyen los modos de transitar el espacio, por donde se mueve el cine de Linklater. Caminar, como los protagonistas de la trilogía; hablar, conversar, dialogar es la materia discursiva de la película. La forma elegida es el transcurrir; sus personajes raramente se quedan quietos, van y vienen, recorren -aunque suene ridículamente cursi- el camino de la vida; lo más interesante es que la cursilería es el polo opuesto en el cine de Linklater. Ese camino-novela, que como el espejo de Stendhal, refleja la vida, Linklater lo transforma en camino-cine. El cine, es para este director, un espejo que se pasea (como los protagonistas de la trilogía, como los personajes de Boyhood) por un ancho camino, por una carretera, por unos recovecos, por unas calles. Boyhood, Richard Linklater, EE.UU., 2014 La diferencia con el genial escritor francés es que a Boyhood no le hace falta remarcar los hitos históricos, ni sociales; la película compone una melodía armónica, donde la elección de la música es central; son las canciones las que marcan las épocas, las generaciones, la herencia que el padre le deja a su hijo. La poética Linklater es la que mistura música y diálogos con encuadres cálidos, cosidos por una narración amable, sin estridencias. La apertura de la película es la mirada (el azul del cielo en la mirada de Stendhal) en un primerísimo primer plano de su protagonista, acostado sobre el pasto, plano que se abre con amabilidad y sutileza, valores que la película sostiene en toda su extensión. Este plano es la matriz a partir de la cual se genera no solo la película entera sino su clave de lectura. La mirada, la subjetividad y, en relación con eso, la mirada de los otros, de la familia, de los amigos, incluso de quien lo filma. Una película libre, que se echa a andar sin obstáculos, sin especulaciones, ni doble moral, ni vueltas de tuerca, ni superhéroes. Una película que fluye, donde nada detiene al flujo de la vida que transcurre, inevitablemente. Que se puede ser innovador manejando formas tradicionales es lo que dice Linklater con Boyhood; que es necesario restablecer la sensibilidad, la emoción y la cotidianeidad es lo que también propone la película; que la materia prima del cine es la subjetividad, que siempre es uno y la relación de uno con los otros. En definitiva, nada es más espectacular, más cercano, más emotivo que la vida misma. Marcela Gamberini / Copyleft 2014
Her disecciona el amor, su tema central es el amor, inevitable, denso, inasible. El amor y su imposibilidad, su cara y su contracara, su anverso y su reverso. El amor en la profundidad de esos planos geométricos vidriados, refractantes y reflejantes. El amor, esa operación que hace que sea imposible caminar enterrando los pies en la nieve. El amor, esa dinámica que nos hace trepar por el reflejo de un árbol mientras subimos en ascensor. Spike Jonze propone un juego de realidades donde la virtualidad está presente, aunque parezca imposible. Juego de cajas chinas, mamushka sin límites, la realidad, la virtualidad, la ficción y los relatos se encajan uno dentro de otro y a la vez se desbordan mutuamente. En ese simulacro de realidades, de tiempos y de espacios, el amor es el punto de fuga hacia donde vamos, donde todos caemos; el amor es el centro de la imagen, es el objetivo, es el medio y es el fin. Pero ese amor real o virtual – bah, el amor en general- suele ser imposible, de ahí su goce; el placer reside en la imposibilidad. Jonze desde el título alude a tres realidades distintas, tres mujeres posibles y virtuales, las tres que juegan con el tiempo y con el espacio. Ella, la Samantha del Sistema Operativo (en la increíble voz cascada y seductora de Scarlett Johansson ) de tiempos eternos y espacios de burbujas; Ellam, la Catherine que es la mujer del pasado, la esposa amada y demasiado real; y Ella, la Amy (que juega cautelosamente con su nombre “real” Amy Adams) que es la inmediatez, el presente que de tan presente y de tan visible se vuelve invisible, la de la oficina, la de la cocina, la de la casa, la de los espacios cotidianos. Theodore, el protagonista, “necesita” enamorarse de Samantha, la mujer de su sistema operativo para poder liberarse de su mujer real (Catherine) y así poder “ver” a Amy. Her no trata sobre la tecnología, ni sobre el amor en la época de las computadoras, ni sobre lo solos que estamos mientras las ciudades crecen y crecen como imperios de cristal, ni sobre la locura de la gente que habla con sus celulares, ni como la tecnología nos aleja cada vez más de lo real. O sí, pero no son estos los temas medulares. En esencia, Her habla acerca de cómo la tecnología ayuda a entender la realidad contemporánea, como Samantha ayuda a Theodore a olvidar a su antiguo amor y poder ver a Amy de otra manera. Samantha es para Theodore, lo que los oráculos eran para la antigüedad, una revelación, la verdad en sí misma, una respuesta. Deidades modernas a las que alabamos y sostenemos, seguimos y tropezamos. Samantha dentro de su burbuja (como el niño) ayuda a Theodore a “entender” la esencia del amor, su ontología, su centro, su corazón. Ayuda a Theodore a salir de una situación precisa, que lo ha dejado melancólico, triste, cansado. Samantha es la tecnología en sí misma, es una facilitadora, una vía rápida de acceso al conocimiento de lo real. No es un fin en sí mismo, es un medio, a veces endeble como el amor o rígido como un disco duro. A través de ella, por ejemplo, Theodore accede a la publicación de sus cartas; Samantha media entre dos mundos, el del deseo y el de la realización; el del amor y el de su goce; el de las palabras y el de los actos. Her, Spike Jonze, EE.UU., 2013 En Shanghái, en Los Ángeles, en California, en la playa o en la nieve, en el pasado o en el presente (siempre cambiante, siempre inasible), en una ciudad con aires futuristas o retros; el amor es el mismo. En algún momento Amy dice, “todos los que se enamoran son raros”. Somos raros, somos extraños, somos acaparadores, somos desconfiados, somos egoístas. El amor no nos transforma sólo nos hace más “verdaderos”, más densos, más profundos, mas corpóreos. Y ahí en el cuerpo, en la fisicidad es donde la tecnología falla. Ese niño virtual que juega con el protagonista es su deseo proyectado (allí, “proyectado” a sus pies); esa mamá virtual con la que juega Amy es también su deseo proyectado. Pero la pantalla, por más virtual y accesible que sea no es un físico; no es un cuerpo en el que apoyarse, un hombro en el que recostarse. Samantha no es la Amy que está siempre, la que finalmente se recuesta sobre el hombro de Theodore. Samantha carece, entre mucha otras cosas, del cuerpo que a Amy le sobra. her-film-01Spike Jonze logra en Her un melodrama moderno y aséptico, desenfadado y sexual, vidrioso y profundo. Somos los pantalones de tiro altísimo de Joaquin Phoenix (que remedan otras épocas, cruzando los tiempos), somos los hombres y mujeres que hablan solos por la calle, somos las soledades que vivimos en un departamento con los pisos demasiado brillantes y rodeado de vidrios sin cortinas que desmarcan la privacidad y a la vez la envuelven con sus brillos refractarios. Somos Theodore, pero también somos Catherine y Samantha y Amy. Somos muchos y no somos casi nadie. Somos nosotros, así, una mezcla extraña de Mushetta y de Mimí, la soledad compartida, los deseos postergados, la invisibilidad del amor, la dialéctica extrema de las relaciones humanas. Somos esos, los de anteojos y camisas naranjas, los de pantalones a media pierna y los de morrales cruzados. Jonze logra un increíble retrato de época de la mano del no menos increíblemente seductor Joaquín Phoenix, protagonista absoluto en cuerpo y alma de la película. Él siempre está presente, no hay ningún plano en el que él no aparezca, el primer plano de su rostro, su cuerpo ligero andando por las cuidadas calles modernas de esa ciudad que es mezcla de ciudades, mejunje de espacios y de tiempos, que es contemporánea y eterna a la vez. Theodore (o sea Phoenix) es un hombre sensible, es la sensibilidad en estado puro y también es el cuerpo, es el físico que recorre la ciudad, que va de la playa a la nieve, de su departamento al trabajo, que escribe lo que otros sienten o que siente lo que otros deberían sentir. Un hombre sobreexpuesto a las emociones, como muchos de nosotros, un hombre que llora, que se emociona, que ríe, que sufre, al que le duele una mujer en el cuerpo (rastro borgeano que la película deja caer como si nada). Es un hombre que escribe. El valor de la letra es semejante al valor de lo sensible, la letra es lo realmente sensible. Tal vez, el personaje de Phoenix recuerde al maravilloso protagonista de Los amantes (Two lovers) la película entrañable de James Gray. En el 2008 Gray y ahora Jonze logran extraer del personaje un alma sensible, triste y melancólica, al borde de las emociones, siempre al borde de las lágrimas. Dijimos que el pivote de este relato es el personaje de Joaquin Phoenix, espléndido y seductor y también su compañía tecnológica, la voz de Scarlet Johansen, su Sistema Operativo. Cuerpo y voz, dos ejes importantes para la materia cinematográfica, sustentan la película. El cuerpo de él en su omnipresencia, en su materialidad nostalgiosa, melancólica, sufriente, dinámica y la voz de ella en su ausencia corporal, en su fuera de campo eterno, en su burbuja siempre suena acomplejada y divertida. Así, también es una película sobre la ontología cinematográfica; el espacio, el cuerpo, el tiempo y la voz se conjugan de un modo sutil y abrupto a la vez. La lógica retorcida del amor es la lógica narrativa de Her. Flujos rítmicos de melancolía cruzados por al amor y el desamor, el encuentro y el desencuentro, el deseo y el goce. En la época del amor tan evanescente, las imágenes de la película congelan momentos inolvidables solo para darle forma y sostén a un relato que nunca decae, que se mantiene firme, navegando en las aguas tan líquidas que propone Spike Jonze. Her refleja los modos del amor contemporáneo, con una puesta en escena que como un aleph moderno, refleja mil caras. En este presente de amores acuosos, la película no los cuestiona, no los interroga, los vínculos no están en cuestión, son solo las caóticas contradicciones del presente. Siempre fue, es y será imposible saber de qué hablamos cuando hablamos de amor.
Más allá de la anécdota que cuenta la película, el dilatado encuentro durante 20 años entre Walt Disney y PL Travers (la creadora de Mary Poppins) alimentado por las rispideces entre la industria cinematográfica americana de los 60 y la tozudez de la dama inglesa, la confrontación entre el “mundo de fantasía” de Disney y la lúgubre madre de Poppins, el contrapunto entre los personajes reales y los animados, lo más interesante de esta película es la ambigüedad que instala en varios sentidos. En primer lugar la inquietante ambigüedad en relación con la figura paterna: esa tensión amor-odio, endiosamiento-culpa que expresa no sólo Travers sino el mismo Disney cuando relata su infancia, como último bastión para convencer a Travers que firme el contrato para hacer la película. La figura paterna (con su ley a cuestas, inefable, insobornable, inconfesable) presente en todo el relato de la dama inglesa, marca a fuego la infancia y la vida adulta de este tenso personaje. A la vez, en una cadena de padres ausentes y presentes, mitológicos y reales, se puede pensar a Disney como el Gran Padre de la industria cinematográfica animada y además el mismo tuvo un padre castigador o para decirlo en términos de cuentos de hadas “malvado” que lo instaba a trabajar desde niño. También el motor por el que Disney busca a Travers y a Mary Poppins es la promesa que el hombre le hizo a sus hijas de pequeñas. La fuerza de los Padres, que tira para adelante y para atrás, que zigzaguea sin rumbo y aparece en cualquier momento, que se impone incólume al paso de los años, forjó las posiciones que estos dos personajes ocupan de adultos, ninguno ileso, todos marcados por los retazos de la mirada paterna. El sueño de Walt Disney de John Lee Hancock , EEUU, Reino Unido, Australia, 2014 Por otro lado, otra ambigüedad interesante es la del personaje femenino. En una buena actuación de Emma Thompson, con ideas rígidas y tensas que se revelan en su postura corporal, en la comisura de sus labios finitos, en sus brazos doblados simétricamente por el codo, en sus pies perfectamente cuidados, en sus miradas de ojos entornados que destilan disgusto por todo lo que ve. Este personaje parece a veces un hombre por la manera en la que se planta a la dominación masculina imperante en la industria del cine, a la autoridad de estas figuras, que -por qué no pensarlo- fueron los grandes padres de la industria. Este “parecer masculina” de Travers se revela a su vez en su nombre. Durante la película usa tres nombres diferentes, Ginty (como la llamaba su padre), Helen (su nombre verdadero) y PL Travers. Travers era el nombre de pila de su padre y PL remite a Pamela, pero ella usa las iniciales y pide incansablemente que se la llame por su apellido, por el nombre del padre. Estas iniciales denotan una ambigüedad de género, una indefinición. Esta tríada de nombres propios, heredados, puestos, sugeridos, revelan la vaguedad identitaria de la mujer que no puede construirse en su subjetividad, tironeada por el llamado de la herencia (el nombre, el legado y la muerte del padre) y por su presente atormentado y huérfano. Saving Mr Banks (un acertado título original, lamentablemente distorsionado en su traducción) es un relato ligero, ameno, que en su estética se acerca bastante a las películas animadas, en un manejo de cámaras que va desde las abundantes tomas desde arriba, sobre todo en las secuencias donde a través del flasbacks, Travers revive su infancia; hasta los planos de conjunto sobre todo cuando el equipo de personajes acuerdan secuencias de Mary Poppins, recreándolas. Tal vez, le falte un poco de respiración, de aire, el guión está lleno de frases hechas, como si fuera un manual de autoayuda social. No es fácil trabajar con un mito. Disney lo fue y lo seguirá siendo, incluso en su incógnita presencia helada. Un mito tan arraigado, tan insalvable, tan perfecto en su imperfección, como el mito del padre primordial y como Travers una mítica Electra tensa y despiadada, cruel e infalible a la vez.
LOS PERIFÉRICOS A los vacíos que provocan las ausencias de las voces, Perrone los rellena con melodías que desencadenan interrogantes ambiguos y densos. ¿Quiénes son esos adolescentes? ¿Qué quieren? ¿Qué están pensando? ¿Hacia dónde van? ¿De dónde vienen? ¿Qué hacen? La música, que va desde la ópera hasta la cumbia electrónica, subsume al espectador en el quieto pero movedizo mar de los adolescentes; la empatía que se genera con estos chicos es enorme: sentimos, pensamos, vemos como ellos y a través de ellos. Perrone arma una topología de las emociones ancladas en espacios urbanos, resbaladizos y pasajeros: estaciones de trenes, pistas de skate, bares antiguos, plazas, cielos. Estos espacios indefinidos borran las huellas de identidad, las señales de la pertenencia. Los pendejos de Perrone son iconográficos; son pura conciencia de clase desde adentro, desde las entrañas; son ideogramas de una adolescencia abrumada, estallada de música y vaivenes, atravesada por la tragedia, por la soledad, por el amor, por la falta. Seguramente P3ND3JO5 inaugure una tradición, instalándose en el lugar que nunca se ha transitado, una nueva estética que va de la mano de una ética honesta y contundente. Esta inauguración necesariamente crea nuevos espectadores; esos espectadores que no existen todavía, que sean capaces de sentir más que de entender, de dejarse llevar por la cadencia de las imágenes y de la música, por la carencia de palabras habladas, por la ausencia de estructuras conocidas, de personajes definidos. Tal vez, Perrone esté cerca del cine de José Campusano (o viceversa); un cine que pide nuevos espectadores dispuestos a salir de la mediocridad habitual e instalarse en un futuro cercano que tiene su punto de partida en el cine más antiguo. Una nueva manera de mostrar, una realismo estético de los contenidos, de los argumentos, de aquello que se cuenta. La tragedia, el cine mudo con sus intertítulos, las cámaras aquietadas en travellings que acompañan el vagabundeo de los chicos, la granulación de las imágenes, el rabioso blanco y negro, la forma despiadada de encuadrar a los personajes son cuestiones de otra época, del pasado del cine, aquel al que Perrone le rinde homenaje en P3ND3JO5 y en este homenaje hay un gesto de actualización. El presente cinematográfico de Perrone necesita mirar atrás, recuperar todo lo valioso y proyectarlo hacia un futuro inmediato, con los conflictos de hoy, con las urgencias y las necesidades. Iconografía del presente, con retazos del pasado y estallados hacia el futuro. Mezcla de fragmentos de la historia del cine, que es la historia del ser nacional, con imágenes del futuro, cosiendo sutilmente las junturas, yuxtaponiéndolas, fundiéndolas a negro, seleccionando detalles. Cuidadoso trabajo de montaje que elije acallar la palabra y resaltar el rítmico movimiento de los planos da como resultado un registro reflexivo, cercano a veces al buen documental y cercano también a ficciones interesantes. vlcsnap-2013-04-26-12h35m01s17 P3ND3JO5 Pura poesía, sin comienzo, sin final, sin límites; plagada su tensa superficie de agujeros, de miradas, de huecos, de gestos. Sin palabras, mudo de toda mudez. Lo único real en P3ND3JO5 son los cuerpos (siempre lo único real es el cuerpo) y las cadencias rítmicas de esos cuerpos en constante desplazamiento. Vaivenes de un surfeo preciso que necesitan espacio para expandirse. Filmar esos cuerpos en acción, en ese vaivén incesante, es un gesto político. Esos desplazamientos no tienen que ver con el mundo del trabajo –que nos ancla con el mundo real, con la cadena productiva-, que no está en la película, que está ausente; pero justamente esa ausencia es políticamente significativa. El mundo de los jóvenes está alejado del mundo del trabajo. Ver los rostros de los chicos en primer plano, el parpadeo de una mirada, el movimiento sutil de la boca, es prestar atención a aquello que resulta irreductible. Situar los cuerpos en espacios impersonales y en tiempos indefinidos es situarlos políticamente, no es inocente el vaivén que adormece, los encuentros furtivos, las subidas y las bajadas; nada es permanente, todo es móvil, pasajero. En este mismo blog, Roger Koza entrevista a George Sylvain que dice: “Ver y comprender un rostro, por ejemplo, y cómo lo atraviesa las presiones y los sentimientos. Al estar así acompaño a esa persona experimentando un acontecimiento, como si la cámara hablara con ella y trabajara así en su liberación.” Así, filmar los desplazamientos en esas pistas de skate es uno de los modos de filmar la liberación y a la vez la resistencia de esos personajes a un mundo que les es hostil, inmune, inerte. La cámara de Perrone los acompaña, los registra, no los invade, no los penetra. Cuerpos que se deslizan, literalmente, en la periferia: de un territorio, de una clase, de una emoción, de una carencia. Poesía desagarrada e inacabada, mirada que hipnotiza, novela sin principio ni final contada en tres actos, arte puro que inquieta, molesta, carcome los sentidos, roe el alma, hipnotiza. Cine urgente, pasional, erotismo visual y sonoro; un cine fantasmático que hace una relectura del videoclip en el presente, con sus tiempos y sus ritmos particulares. Un cine del reducto, del espacio de Ituzaingó que puede universalmente ser cualquier lugar, cualquier espacio. En P3ND3JO5 Perrone trabaja un cine que se desplaza, como esos chicos con sus skates, de una punta a la otra, fundando una nueva topología, espacial y simbólica. Y a la vez muestra a su manera, personal y única, uno de los modos de estar en el mundo, de habitar el presente.
En Las razones del corazón, Arturo Ripstein, exponente fiel del melodrama latinoamericano, cuenta el descenso a los infiernos privados de una mujer. Hecha a trasluz de Emma Bovary, Emilia Habla con el corazón en la mano, la furia en la boca y la sinrazón en la cabeza. Pero estos personajes relatan con la pasión que caracteriza al dúo Ripstein y su esposa Alicia Garciadiego (guionista y mentora de lo mejor de su obra) no sólo la caída de esta mujer sino la decadencia de su entorno, lo agobiante de su ambiente, la tartamudez de las costumbres adquiridas como normas sociales, los sinsentidos de las instituciones sociales. La película está hecha con retazos de cuerpos, de planos, de contraluces, de espacios. El ruido ensordecedor de la voz de esta mujer es el silencio de otras muchas, su cuerpo replica la angustia cuando se mueve, cuando se contonea, cuando se sienta, cuando camina, cuando se desnuda. Siempre está en movimiento, no puede aquietarse, acallarse, la furia de su interior demoníaco demanda demasiado y ya nada le alcanza, nada la satisface; ni su aplacado marido, ni las demandas de su hija, ni las incomprensiones de su madre, ni la cobardía de su amante. Es mezquina, odiosa e insatisfecha y arrastra consigo las miserias del mundo y de su entorno. Las razones del corazón, Arturo Ripstein, México, 2011 Dice Rancière en Las distancias del cine que el melodrama empieza cuando este se anuda a la ficción real llamada sociedad. Tanto Emilia, como su antecesora Emma Bovary, ambas están sumidas en un universo adulto, en un mundo social “real” en el que no encajan. El melodrama empieza cuando hay padres, esposos, hijos; cuando la institución familiar se pone en juego; lo que hace justamente este género es contrastar ese mundo familiar, social, “real” con los deseos interiores, profundos de las protagonistas. En las películas de Ripstein en muchas de ellas, el afuera no aparece de manera visible, sino que es el gran fuera de campo de la película, es el límite de la puesta en escena, de los personajes y del género. Cruzar este límite es hablar ya de otro género, de otra película, de otros personajes. Por eso, la abundancia de puertas, ventanas y pasillos como elementos de una puesta que no sólo refleja agobio y asfixia en sus interiores densos, sino que además revela cierta circularidad de la que ellos no pueden salir. Los planos secuencia que siguen a los personajes, sobre todo a Emilia que siempre aparece descentrada (en los bordes de cada plano, en los bordes de su propia existencia) los rodean marcando la inefabilidad del destino, la irresoluta angustia, la redondez de los deseos, la manera agónica en que ella rebota obsesivamente en las paredes de su departamento. El debate extremo de la conciencia de Emilia y también el del marido y sobre el final el del amante, son debates que no escuchan al otro, son íntimos privados, asfixiantes, se cierran sobre ellos mismos; son los debates que se reflejan en los espejos del mugroso departamento. Esos espejos, tan caros a los melodramas, son los espacios vidriosos donde la heroína y sus circunstancias intentan reflejarse, donde ella intenta verse, desdoblar su mirada, desprenderse de ella misma y ser otra, ésa la de la imagen en el espejo. Los espejos, los vidrios son reflejos de la vida real, son imitación de la vida y ya lo supieron tanto el maestro Douglas Sirk como Pedro Almodóvar o Luis Buñuel, sólo por citar algunos de los directores que peinan a contrapelo el género y lo arman y lo desarman, transgrediéndolo pero sin olvidar sus raíces. Uno de los argumentos que se esgrimen en contra de Las razones del corazón es que es demasiado teatral pero no siempre es válido este argumento. Hay que tener en cuenta que todo melodrama es teatral desde su origen, sus raíces son teatrales, deviene directamente de la ópera (el reino de la puesta en escena desmesurada) y de la tragedia griega (con su pecado de hybris a cuestas, con su destino inefable de arrancarse los ojos, para no ver, justamente). Otra vez cito a Rancière (sabrán disculpar, cada uno tienen sus obsesiones): “el cine no aparece contra el teatro, sino después de la literatura”. Las razones del corazón no está rivalizando con el teatro, sino que vino después de la gran obra del siglo XIX, Madame Bovary. Arrastra a su heroína egoísta, un poco miserable, ególatra, que no puede nada, sólo reclamar a cada paso y a cada plano que su vida es un infierno. Que es débil, llorosa y es incapaz de resolver su vida, de poner en acción sus deseos, en definitiva, de amar y ser amada. Heroína que detesta haber sido criada en la “escuelita de Libertad Lamarque”, otra heroína detestable. Esta cita de la protagonista es también un guiño del director (o sospecho tal vez que haya sido de Paz Alicia Garciadiego) a toda la tradición de melodramas y sus insufribles y a la vez queribles heroínas pasando por las protagonistas del Indio Fernández hasta las de la etapa mejicana de Buñuel. La razones del corazón es una película rebelde, a contrapelo de modas. Rebelde en un sistema cinematográfico que da pocas chances a propuestas más arriesgadas, rebelde de las modas que adocenan las miradas de los espectadores con estruendo, estallidos y superhéroes agotados. La dupla Ripstein – Garciadiego es coherente, obsesiva y fiel a si misma; pide espectadores activos que respeten una lógica personal de la representación que escapa de cualquier normativa vigente. Un cine perturbador, que cuestiona no sólo a las instituciones sociales sino a las cinematográficas.
Guerras intimas, batallas públicas ¿Cómo contar la guerra interior, la batalla personal, la experiencia extrema? ¿Cómo contar la irrupción, abrupta, injusta, inexplicable de la enfermedad en un bebé? ¿Cómo contar el dolor, la emoción, la fatalidad, la recuperación? ¿Cómo contar el modo en que nos peleamos con la angustia, con la cercanía de la muerte, con la indescriptible sensación de no saber cuánto tiempo tenemos por delante? ¿Cómo contar el futuro, si es incierto, doloroso? ¿Cómo contar el presente, inexplicable, confuso? Resulta interesante como Valerie Donzelli intenta responder estos interrogantes, que son viejos pero se reactualizan constantemente. Existe una voluntad férrea, certera, de contar ese relato abrumador, desdramatizándolo. Y esa voluntad que es estética , y por ende, ética también deviene en un interesante gesto de tranquilidad y protección frente al espectador. Sabemos desde la primera secuencia, que el niño está bien, con cuidados médicos, pero está bien; nos iniciamos en la película más aliviados. Los pies y piernas que aparecen caminando en la apertura de la película funcionan como un indicio de lo que vamos a ver, asistiremos a un recorrido, un itinerario a seguir. La desdramatización no sólo aparece desde la primera secuencia, sino que se nota en las decisiones formales que toma la directora y su equipo a lo largo de la película: la musicalización (cubriendo un abanico que va desde lo tecno hasta lo clásico), las canciones que cantan los protagonistas, el montaje dinámico que alterna, por ejemplo, secuencias de encierro hospitalario con ejercicios de gimnasia y carreras en el parque y también en la elección certera de no mostrar directamente escenas dramáticas. En la película, las puertas se cierran cuando se tienen que cerrar, dejando fuera de campo las intervenciones quirúrgicas, la terapia de rayos, etc. Vemos lo que la madre y el padre ven, nunca más allá de eso, cuando se cierran las puertas, también se cierra para el espectador la posibilidad de mirar. Vemos lo que ven esos padres, escuchamos sus voces, caminamos sus pasos, cantamos sus canciones. Donzelli y su marido son respetuosos con la enfermedad y con la institución médica (a la que además agradecen en los créditos finales de la película por una medicina pública, estatal y eficiente) y este respeto se refracta en el espectador. Declaración de vida, Valérie Donzelli, Francia, 2011 A ese significado sabido, conocido que tiene que ver con la enfermedad, con el dolor, con lo inexplicable, Donzelli le concede otro significante: una forma que prefiere el montaje rítmico, vivaz, colorido, musical. En definitiva ese montaje es la fuerza vital que hace que el relato (y la historia que cuenta, como la vida tal vez) avancen hacia adelante con un vigor arrollador, incansable y es justamente ese “tono” del montaje el que impide la austeridad que en general tienen los relatos de este tipo de sucesos. Tal vez la película tenga algo de exorcismo privado: contar esa historia es sacarla afuera, distanciarse, alejarla, un conjuro íntimo. Sabemos que la historia que cuenta Donzelli es real. La irrupción de la enfermedad, la madre, el padre, todos se anclan en una historicidad verdadera (de hecho los tres son los verdaderos protagonistas de la historia). Lo que Donzelli hace es poner a funcionar la maquinaria de la memoria emocional, cuenta su historia y con ella hace una pintura no sólo de ese momento sino de su generación, de su presente, de su territorio, de su familia. Parte de esa historia tan íntima, tan única y cuenta también el estado de situación de un mundo complejo pero sensible, su propia contemporaneidad. Esa juventud propensa a las fiestas, a las drogas, a cierta liviandad; esa familia que va mutando de sus formas primitivas a otras más abiertas, más heterogéneas (por ejemplo, en un momento se presenta a la novia de su suegra, que a su vez había sido madre soltera) recibe de golpe la irrupción de lo real en la forma incómoda de la enfermedad, de la anomalía. Flota una inteligencia sensible en este relato que de lo íntimo, de lo más personal va hacia el relato de un presente complejo y cambiante, urgente e imprevisible, al que hay que atender y del que hay que ocuparse. La fisicidad de los lugares en los que transcurre la película suman sentido. Esos pasillos de los hospitales, asépticos y fríos, están sólo para ser recorridos, no son lugares de permanencia; ese afuera de las instituciones médicas, las puertas (como conexiones permanentes), los espacios verdes que los rodean, los estacionamientos ofrecen una mirada que no es agobiante, que no se encierra en el adentro, sino que abre y se expande hacia el exterior. La puesta en espacio de la película se genera en el adentro más profundo del relato de lo íntimo pero se proyecta hacia espacios abiertos, vitales, sensoriales, como las plazas, los parques de diversiones, las sillas teleféricas, sin descartar el componente adrenalínico que se genera en esta proyección. Tampoco es inocente mostrar que la casa donde se mudan está en constante reconstrucción; esa familia está en construcción, van a tener que arrancar despiadadamente no sólo el viejo papel que cubre las paredes, sino que van a tener que darle capas y capas de pintura, hasta que el viejo papel no se vea, no se note, no se sienta. Hasta que el hijo se recupere, hasta que la enfermedad desaparezca. Declaración de vida trata de reconstruir la memoria emocional. De dar cuenta de una urgencia, de contar una historia con final feliz, de relatar una batalla privada, de poner de manifiesto una guerra íntima; para que al fin y al cabo el cine vuelva a tener, una vez más, el objetivo más preciado: que nos salve y nos protega.
EL LENGUAJE ROBADO Viola, la película, es la libre puesta en escena de algunos fragmentos de la obra Noche de reyes de Shakespeare. La protagonista de esa obra se llama Viola, y es un personaje extraño que además de ser melliza con su hermano, se pasa la mitad de la representación disfrazada de hombre. Este es uno de los ejes de la obra; el juego de espejos, el ser y el parecer, un personaje que es uno y es otro a la vez, personajes que se transvisten en otros personajes, múltiple juego de representaciones. Allí, obviamente, está en juego la lábil frontera entre la realidad y la ficción y también la complejidad del concepto de representación. Metaimagen desplazada hacia adelante que atraviesa coordenadas espacio temporales y en definitiva las preguntas persisten, insistentes e incisivas: ¿qué se está viendo? ¿Cuál es el presente de la imagen? ¿Cuál es el original? ¿Cuál su figuración, su representación? Como en El hombre robado, del 2007, Matías Piñeiro trabaja con los complejos procedimientos de la copia, el robo, el homenaje, el plagio; todos juntos, todos al unísono. Este conjunto de estrategias parece decir que ya nada es original, todo nos remite a otra cosa, todo nos linkea a textos y discursos anteriores; el aura se derrite en textos que a su vez son citas y capas de otras superficies, sean estas literarias, cinematográficas, teatrales. En El hombre robado conviven Jean Renoir con Sarmiento, Macedonio Fernández con Juan Manuel de Rosas; en Viola conviven Shakespeare con Eric Rohmer y con Gerard de Nerval. Citas de citas que caen en cascadas cristalinas, ligeras. El sentido se escurre siempre, cuando parece que lo aprehendemos, se desvanece y se convierte en otra cosa. Todo se trasviste, como la protagonista de Noche de reyes, como Viola, la coprotagonista de Viola. En Viola, la película, sus magníficas protagonistas, que son cuatro -ya empezamos con los desdoblamientos- podrían haber sido perfectamente una, como los tres mosqueteros, uno para todos y todos para uno. Un detalle ligero y exquisito es que Viola – el personaje- se dedica a vender películas truchas, que su novio baja y copia de la red. Como la punta de un iceberg, este detalle nos deja espiar el conjunto de los sentidos a los que apunta Viola; el original y la copia, los juegos de multiplicidades, la puesta en abismo. A partir de estos temas, las chicas de Piñeiro son actrices, en la película y dentro de la película, trabajan doblemente de actrices, ellas –en este “ellas” colectivo y a la vez singular- reproducen los parlamentos de la obra de Shakespeare una y otra vez. Ellas hacen “hablar” a la obra y a su vez la obra las “habla” a ellas. Hablan las palabras de Shakespeare, actúan sus frases, viven sus discursos, transcurren sus situaciones, respiran su ritmo. Estas cuatro chicas, intercambian (como la Viola del dramaturgo inglés) sus pareceres, sus situaciones, su presente amoroso; una se pone en el lugar de ésta, aquella reemplaza a esa, “hablan” todas de todo, juegan el juego de la silla cambiando alternativamente de lugar y de lengua, como si la lengua fuera un territorio único, vasto, extenso. images-2 Viola Chicas –si, ésta es una película de chicas más que de mujeres- que se ponen en la piel de otra, en el sentimiento, en el discurso. Las palabras de las otras se confunden con las propias, las propias nunca son verdaderamente propias sino que también son de otras, nunca son verdaderamente verdaderas, nunca falsamente falsas. Todos somos dichos por otros, el recorrido del lenguaje es zigzagueante, espiralado, infinito. La película hace “hablar” a las chicas que a su vez “hablan” la obra de teatro. Cinta de Moebius donde el bies es inexacto, amable, liviano. La lengua, las palabras, se prestan, se cambian, se ponen en juego, tal como el añillo rojo que va de dedo en dedo entre las chicas de la película, las palabras van de la boca de Shakespeare a la de las actrices. El modo en que el lenguaje circula define la película. La circulación de la sangre verbal de Viola, es el sistema circulatorio de la película. Las palabras que van de boca en boca, se redefinen en cada una de sus exposiciones, según el contexto en el que son dichas. Las chicas de Viola son parlantes (marcada diferencia con los chicos de P3nd3jo5 –otra gran película exhibida en este último Bafici, que no son usuarios de la lengua) ponen en escena los parlamentos de otros, mezclándolos con los parlamentos propios. La lengua se legaliza, se define, se impone cuando se la usa, cuando se la juega, cuando el cuerpo se hace carne de esa sangre de palabras. Y con las palabras y con el anillo rojo como la sangre, circula la energía lúdica y la potencia poética que transmite la película. Los primeros planos de Piñeiro son límpidos, recrean la intimidad de la vida cotidiana y crean figuras de rostros en convivencia con otros rostros, con otras miradas; esos planos se regodean en el monitoreo de la lengua en acción y dejan entrever el camino lento y a la vez veloz del deseo. Matías Piñeiro dice a través de las chicas, que dicen a través de Shakespeare que el lenguaje tal vez sea uno de los modos –acaso el más sublime, el más honesto- del conocimiento, de la emotividad, de los afectos. Esta es la columna vertebral de Viola, una comedia que parece “ligera”, “liviana”, pero que no lo es, si descamamos las escamas y alcanzamos algo de la amable profundidad que su director nos ofrece.
Publicada en la edición digital #247 de la revista.
Publicada en la edición digital #245 de la revista.