Esos a los que nadie ve Un grupo de marginales busca su lugar en un mundo devastado en el nuevo film de Luis Ortega. Una pareja de hombres, un niño enano, un negro gigante, un sordomudo y una mujer que grita como si fuera un mono y anda a los tumbos en busca de amor. Estos mismos personajes, ubicados en el Parque Japonés de mediados del siglo pasado, podrían haber sido protagonistas de otra película; una muy cercana al universo de Leonardo Favio. Pero no. Porque resulta que los seis son sobrevivientes de una guerra que todo ha devastado. Y nadie se ha tomado el trabajo ni de salvarlos ni de asesinarlos. Y allí andan, por un pueblo en ruinas, agazapados, juntos por momentos, solos en otros, intentando darle sentido a lo que les queda por vivir. En Los santos sucios, su tercera película, Luis Ortega también ha elegido orillar los márgenes. La elección de las características de los personajes es, entonces, para nada casual. Como tampoco es casual que estos seres anden escapándole a soldados que, muchas veces, ni siquiera reparan en ellos. Poco puede saberse del pasado de estos hombres antes de la guerra. Y acaso tampoco importe demasiado. Lo que sí importa es como, a pesar de las condiciones adversas, apuestan a comenzar de nuevo. Para hacerlo, deben llegar hasta el río y cruzarlo pero la tarea no es nada sencilla y, además, nada les garantiza que del otro lado la vida sea mejor. Ortega ya había demostrado en Caja Negra y Monobloc ser un gran creador de climas y universos. En aquellos casos, cuatro paredes servían de marco a la opresión que sentían los personajes mientras que los espacios externos (como la calle, un deteriorado parque de diversiones o la terraza de un edificio deshabitado) simbolizaban todo aquello que los protagonistas podían abarcar. Aquí el desafío fue transpolar el clima de agobio y desolación a todo un pueblo que, sin estar totalmente en ruinas, se revelara tan propio como inhóspito para cada uno de los personajes; algo que logra sin demasiados inconvenientes gracias a la excelente fotografía y a la acertada elección de las locaciones. Pero así como los aciertos son casi calcados de los de sus films anteriores, lo mismo ocurre con los puntos débiles. Algunos diálogos son demasiado grandilocuentes y le quitan fluidez a la historia. Las actuaciones son correctas, pero la diferencia entre el tono discordante elegido por Alejandro Urdapilleta también atenta contra el clima general del relato. Por momentos, Urdapilleta grita, gesticula de más y se mueve frenéticamente aún cuando ni el personaje ni la historia lo ameriten. El mismo Ortega le imprime a Cielo la impronta de un señorito aniñado, celoso y algo posesivo, quizá demasiado urbanizado si se tiene en cuenta que creció en un pueblo devastado. Martina Juncadella, en tanto, logra por momentos ponerle el cuerpo a una chica que se debate entre la agresividad de un animal, la fragilidad de una niña y el poderío que le brinda ser la única mujer sobreviviente. Ya en Caja Negra Ortega había encontrado a dos de los protagonistas recorriendo las calles de Buenos Aires. Con tres de los intérpretes de Los santos sucios el encuentro se dio de la misma manera. Y tal vez por esa extraña paradoja de ser "personajes" además de intérpretes, es que el cantante Emir Seguel, Ruben Albarracin K.J y Brian Buley son los que mejor se mueven en el mundo propuesto por Ortega. Albarracin K.J. (doblado por el actor Oscar Alegre) con su cuerpo larguísimo y delgado, sus movimientos suaves aporta una cuota de misterio y aplomo. Miguel, en tanto, logra con gestos tenues y miradas que se adivine el rico mundo interno del Mudo. Pero el pequeño Buley es, sin dudas, la revelación del film. Su aparición es la más tardía, pero su irrupción en escena vuelve a la película más humana.
Un reclamo vigente Mujeres que luchan en una sociedad que la oprime y las ignora, en Ni dios, ni patrón, ni marido. La historia transcurre a finales del siglo XIX. A simple vista, podríamos decir que desde aquel momento hasta ahora ha pasado mucha agua bajo el puente... Sin embargo, también se hace evidente que todavía hay escollos que resolver (una feroz flexibilización laboral que está lejos de desmembrarse, una iglesia con demasiada injerencia en el Estado) y que sirven como diques para impedir el libre fluido de ideas y hechos que vehiculicen mejoras al común de la sociedad. Es por eso que, más allá de la distancia temporal, los conflictos que viven las protagonistas de la película pueden resultarnos aún bastante cercanos. Ni dios, ni patrón, ni marido comienza cuando la joven anarquista Virginia Bolten (una medida Eugenia Tobal), llega a Buenos Aires. Allí se encuentra Matilde (Laura Novoa, en una de sus mejores interpretaciones cinematográficas), su amiga porteña, obrera en el taller de costura del déspota e inescrupuloso italiano Genaro Volpon (Jorge Marrale). No pasará mucho tiempo para que Virginia concientice a Matilde sobre su situación y la importancia de defender sus derechos. Poco menos costará que sus compañeras abracen, también, esa lucha, empujadas por los vejámenes e injusticias a las que son sometidas. Con la ayuda de las operarias, Virginia comienza a darle forma a un viejo proyecto: editar "La voz de la mujer" un periódico que denuncie el doble atropello al que son sometidas las mujeres trabajadoras, tanto por su condición de clase como de género. Más allá de un pequeño pantallazo de la relación entre una de estas mujeres y su marido, esta parte de la historia se basa, netamente, en la lucha intelectual - que en algún momento se volverá física- por conseguir un atisbo de igualdad. El eje romántico y glamoroso de la historia comienza -y transcurre- lejos del taller. Como si se tratase de otro mundo (y de otra película, por momentos), irrumpe en escena Lucía Boldoni (una genial Esther Goris), Prima Donna de la lírica. Esta mujer festejada debido a sus dotes artísticas por la clase alta se permite vivir una relación informal con un senador de estirpe conservadora y termina enamorándose tórridamente de un hombre mucho más joven que ella (Joaquín Furriel). Su asistente es el hermano de Matilde y, un poco sumida en su propia problemática sentimental y otro poco por su incipiente conciencia social, se ve inmiscuida en la lucha de estas mujeres con las que, a simple vista, podría decirse que no tiene demasiado en común. Si bien Ni dios... recrea una historia real, es por momentos forzada la interacción entre estas mujeres tan distintas. No solo son diferentes Matilde y Lucía. También lo son Virginia y las operarias. Sin embargo, la cuestión de género pareciera funcionar como una ligazón mágica (y algo forzada, claro). Con buenas actuaciones de las tres protagonistas y de Daniel Fanego (como el senador), el recientemente desaparecido Ulises Dumont (como un anarquista que se debate entre ayudarlas o creerlas suicidas en potencia), Alejandra Darín y María Alché (madre e hija, objetos de deseo del dueño del taller), la película cuenta con buenos momentos dramáticos que terminan diluyéndose en medio de situaciones que se adivinan simplificadas. De todos modos, cumple con la premisa de mostrar que muchas de las consignas que esas mujeres defendían aún antes de que el feminismo existiera como tal, cuentan hoy con los mismos obstáculos que impiden su concreción.
De eso sí se habla Humor, música, búsqueda estética y buenas actuaciones en un film arriesgado, bien logrado y con personajes de carne y hueso. Dos lindas chicas protagonizando un film sobre apropiación de bebés, con cuadros musicales incluidos y una pizca de humor negro podría haber sido un coctel fatal. Sin embargo, son justamente esos los condimentos que hacen de Eva y Lola una película inteligente, distinta, única. Basada en la vida de Victoria Grigera (coguionista y con un pequeño papel en la película), Eva y Lola está lejos de correr por los caminos de lo previsible. Y es en el trazado de los personajes donde se nota la intención de Sabrina Farji de construir un universo posible con seres en los que el dolor y el humor conviven, al igual que las esperanzas y la melancolía. Eva (Celeste Cid) es huérfana. Su vida es casi caótica: no trabaja, no está en pareja, extraña muchísimo a su madre que murió hace un tiempo, añora a su padre desaparecido y va por la vida con la emoción a flor de piel y sin freno. Lola (Emme) es su amiga. Juntas realizan shows de cabaret posmoderno con toques circenses. Son muy distintas. O no tanto. Lola es la hija apropiada por un represor –ahora internado y acorralado por la Justicia- y se debate entre enfrentarse a un examen de ADN que le restituya su identidad o preservar de un posible castigo a quienes la criaron. En ese ir y venir de Lola es donde la película gana. Para ella esa pareja son sus padres. Esa es su realidad, ese es su mundo y le da pánico reconocer que toda su vida fue una cruel mentira. Emme supo cómo mostrar, con pequeños gestos, los distintos estados de su personaje. Cid, por su parte, logró imprimir a Lola de la frescura y la sensibilidad necesaria para que no se convierta en el cliché de esas chicas un poquito snob y otro poquito comprometidas. La cámara parece amarla despiadadamente, aunque ella se muestre huidiza, ajena y hasta atemorizada por momentos. Pero si bien las dos protagonistas logran con creces su cometido, Victoria Carreras -en el rol de Alma, la hermana adoptiva de Lola- es quien logra el mayor lucimiento, tocando las cuerdas necesarias para que se entienda el tránsito, la culpa y la soledad de su personaje. El rol de Alma es fundamental (tanto que su nombre podría, de hecho, haber sido incluido en el título). Es ella quien tiene la clave para que la verdad salga a la luz y, además, el coraje necesario para soportar el caos que eso podría significar para su entorno. Todos los personajes de la película son humanos, contradictorios y hasta traidores en mayor o menor medida. Porque Farji no solo elegió no mostrar a ese matrimonio de apropiadores interpretado por Jorge D’Elía y Claudia Lapacó como dos monstruos de manual, sino que tampoco hizo de los demás personajes héroes lineales y sin recovecos. Willy Lemos, en el rol del tío postizo de Eva y Alejandro Awada -Daniel, otro traidor que vive un inesperado y tierno encuentro con Alma- muestran una gran variedad de matices y vuelven a sus personajes seres algo oscuros pero también luminosos a su manera. Los cuadros musicales, finalmente, son dos. A no asustarse. No es que de la nada las chicas comienzan a cantar, en el medio de una escena. No. Están estratégicamente colocados de manera que constituyen un aporte -estético y dramático- a la trama. Podría decirse, en realidad, que hay una especie de bonus track, una escena en la que el personaje de Juan Minujín – Lucas, un chico de barrio avasallado por Lola- dedica a su pretendiente una graciosa coreografía. Eva y Lola no es un musical. Tampoco es una película revisionista ni aleccionadora. Mucho menos un intento de echar mano a un tema candente para asegurarse un éxito cargado de polémica. Es una película sobre seres humanos que transitan, como pueden, la vida que les tocó en suerte. Es ni más ni menos que la confirmación de que asumir riesgos puede ser el camino más honorable para lograr un buen producto artístico.