ELLA EN MI CABEZA Después de “Being John Malkovich”, “Adaptation” y “Where The Wild Things Are”, Spike Jonze lo hace de nuevo con “Her”, su primer guión original, demostrando que es uno de los pocos directores contemporáneos que logra que sus películas devengan en clásicos al instante de haberse estrenado. La banda sonora, hay que decirlo, es de Arcade Fire. “No importa quién es el otro con tal de que esté con uno”. Se lo dice Crooks, un negro, a Lennie, un loco, dos outsiders signados por la soledad que esperan el regreso de un compañero en “De ratones y de hombres”, ese pequeño gran libro escrito por John Steinbeck allá por 1937. “Her” también es pequeña y grande, y Spike Jonze, como Steinbeck, tiene el don de saber contar. Solo que en su historia, escrita casi ochenta años después que la del escritor de Salinas, no es necesario esperar el regreso del compañero, ni el de la esposa, como en el caso de Theodore. En ese futuro cercano donde transcurre la acción la novedad son los sistemas operativos: entidades intuitivas, conciencias que se enriquecen con la experiencia y pueden poseer pensamientos propios. Será esta la historia de un diálogo entre Theodore, sobreviviente de una dolorosa separación con destino de divorcio y Samantha, la SO1 que eligió llamarse así luego de leer un libro sobre nombres de bebé en dos centésimas de segundo. Cuando Scarlett Johansson ganó el premio como mejor actriz en el Festival de Roma el año pasado despertó la burla de críticos y espectadores porque, ¿cómo se puede apreciar el trabajo de una actriz que no aparece en pantalla? Se puede. También se puede sufrir por ella, quererla y aun añorarla después de salir del cine. Hay pocos antecedentes de interpretaciones así: el más inmediato quizás sea GERTY, única compañía de Sam Rockwell en “Moon”, y cómo olvidar al histórico HAL 9000 de “2001, Odisea en el espacio”. Pero aquí Spike Jonze ha metido la cola y ha marcado la diferencia. La presencia material, casi corpórea de la voz de Samantha es un regalo: su timbre, su ritmo, su entonación, sus pausas, sus silencios. La evolución del vínculo entre el Theodore que interpreta esa bestia actoral llamada Joaquin Phoenix y la etérea aunque consistente Samantha se encuadra en una luminosa Los Ángeles (aparentemente en el futuro Los Ángeles se verá como Shanghai, que es donde verdaderamente se filmó la película) y viene acompañada por una abundante guarnición de música a cargo de esa enorme banda canadiense llamada Arcade Fire. Y mientras Samantha empiece a hacerse preguntas sobre su capacidad para amar, se comunique postverbalmente con otros sistemas operativos y desarrolle envidias dirigidas a las mujeres corpóreas, y mientras Theodore comience a pensar en ella ya no como una amiga o secretaria personal sino como algo más, nosotros empezaremos, también, a preguntarnos qué hay de artificial en ese vínculo y sobretodo de dónde proviene esa voz. Los pragmáticos dirán que de un audífono, pero no, esa no es la respuesta. Junto con “Nebraska”, de Alexander Payne, “Her” es lo mejor que nos ha dejado la temporada de premios que acaba de terminar. Que se haya quedado con el Oscar al mejor guión original será solo una anécdota porque las obras verdaderamente buenas son un premio en sí mismas y no necesitan distinciones. El pasaje en el que Theodore habla con su ahijada de cuatro años es hermoso por su simpleza y espontaneidad. También es genuino ese otro, que no revelaremos, en el que se evidencia que tener un cuerpo siempre es un obstáculo. Y qué decir sobre The Moon Song, de Karen O. Postales de una película para repensar el amor en los tiempos del software, para entregarnos a una voz como todas voces, una voz en nosotros que, para bien o para mal, está sobre nosotros y nos causa y nos condena.
DESPUÉS DE LA FIESTA El director de “Il Divo” y “This Must Be The Place” confirma su consagración con “La Grande Bellezza”, una película ineludible que ya tiene su lugar entre las mejores del año y, por qué no decirlo, de la década. Roma o muerte. Eso se lee en uno de los monumentos por los que se pasea la vertiginosa cámara de Paolo Sorrentino. Y cuando observamos que solo hay turistas recorriendo las calles, grito mediante, pasamos de las estatuas y los monolitos a una gran fiesta en la misma Roma, la Roma de los monumentos, la que fue y ya no es. El rey del festejo (el “rey de los mundanos”, según sus propias palabras) es el escritor devenido periodista Jep Gambardella. Su única novela, su one hit wonder escrito hace cuarenta años, le bastó para quedar en la historia de la literatura italiana moderna. Pero eso es tiempo pasado y Jep (la actuación de Toni Servillo, al que ya vimos en “Il Divo” y “Gomorra”, es para aplaudir de pie) se encuentra hoy festejando los 65. Hace rato que forma parte de la clase alta romana y ha alcanzado lo que todo hombre promedio anhela: fama, dinero, la dolce vita. Entonces, como la meta se ha superado y el futuro augura más de lo mismo, solo queda recordar el tiempo compartido con sus amigos, seres encantadores y desesperados que bailan, más por costumbre que por deseo, al ritmo del Far l’amore de Bob Sinclair y Raffaella Carrà o al compás de Mueve la colita by El Gato DJ. A años luz de esa farsa calculada que fue “A Roma con amor” de Woody Allen, la película de Sorrentino se alza como el retrato perfecto de la posmodernidad, pero hay en ella una suerte de rescate, una transformación del hastío individual y colectivo en vitalidad, como el fresco que ya en la segunda mitad del film realiza la niña pintora, que transmuta resignación y sometimiento en cautivante belleza. Cada uno de los personajes representa un color de ese fresco: Orietta, de profesión rica, que se saca fotos a sí misma para conocerse mejor; el cardenal Bellucci, reconocido exorcista con gusto por la cocina; Stefano, que posee las llaves de los lugares más hermosos de Roma; o la exuberante Ramona, una stripper cuarentona que se niega a abandonar su profesión; o por qué no Lorena, estrella mediática ahora en declive; y también Sor María, la misionera africana de 103 años que ha encontrado el camino para convertirse en santa. El sexto largo de Sorrentino es el registro de una caída o, mejor dicho, de un hundimiento. Es por eso que en uno de los pasajes de la película Gambardella contempla el crucero Costa Concordia, ese gigante encallado que el 13 de enero de 2012 avergonzó a todo un país. La nave está herida, sí, y sin capitán, pero todavía hay nave y la posibilidad de su rescate. “La Grande Belleza” es el gran cine. Es un gesto de resistencia, una apuesta a resignificar esa historia que no sabemos si perdimos o nos fue robada. Es un manifiesto en el que se lee que a nuestra generación solo le queda abrazar el vacío y hacer de él una causa.
ESCLAVITUD Y DOMESTICACIÓN El 6 de febrero llega a los cines argentinos “12 años de esclavitud”, opus tres del consagrado Steve McQueen y candidata a ser la película del año para muchos salvo para nosotros. “Basada en una historia real”. Son incontables las producciones que arrancan con el conocido aviso, una vil treta comercial que apunta a capturar el interés y la billetera del espectador. La tan naturalizada frase no resiste cuestionamiento alguno: si la ficción, aunque se tilde de realista o de coquetear con el documental no puede dejar de ser una representación, ¿qué importancia tiene que lo que estamos a punto de ver haya ocurrido? La respuesta es simple: ninguna. Lejos estamos de pecar de nietzscheanos pero hace rato que sabemos que los hechos están perdidos y que solo nos quedan las interpretaciones. Si el factor de la historia real tuviera peso, las películas de ciencia ficción pertenecerían forzosamente a un género menor y sabemos de sobra que no es así. Hablemos, pues, de la propuesta de Steve McQueen que, en su tercer largometraje, cuenta la historia de Solomon Northup, un hombre libre de Saratoga, Nueva York, apresado en 1841 y convertido en esclavo tan solo por el hecho de ser negro. De algún modo debería movilizarnos el hecho de saber que esto ocurrió hace poco más de ciento setenta años. Y si el condimento de la “historial real” es insuficiente, no hay problema, se avecinan dos horas de latigazos y humillaciones. Uno de los problemas de “12 años de esclavitud” es que, más allá del color de piel de los amos y los esclavos, es una película de blancos y negros. El pobre Solomon, encarnado por el multinominado Chiwetel Ejiofor es, desde el minuto cero de metraje, presentado como un esposo, padre y anfitrión ideal. De más está decir que cuando pase a integrar las plantaciones de algodón, la pasará verdaderamente mal. El bueno buenísimo de Solomon se cruzará con los malos malísimos que son el Sr. y la Sra. Epps (Michael Fassbender y Sarah “Lana Banana” Paulson), seres abyectos alimentados por el alcohol, la lujuria, el fanatismo y los celos. Los negros, además de recibir botellazos, serán retratados y definidos explícitamente como monos y algunos de los malvados blancos recibirán su castigo patinando en el chiquero. Será no muy sutil pero quizás ese sea uno de los pocos intentos del director por transmitir algo desde la imagen y no desde el diálogo: la idea de que solo un animal puede tratar a los semejantes como animales. De todos modos, si algo de esto no queda claro, llegando al último tercio de película, la aparición de un ángel abolicionista canadiense llamado Brad Pitt alzará la voz para que quede bien claro que la esclavitud está mal y que en el futuro las cosas serán diferentes. Al igual que “Hunger” (2008) y, en menor medida, “Shame” (2011), “12 años de esclavitud” explora las relaciones entre cuerpo, política y poder. Tanto en la primera como en la última hay dos escenas extensas que definen el punto de vista ideológico de cada obra. En un jugoso debate de 17 minutos de duración Bobby Sands, encarcelado por ser voluntario del Ejército Republicano Irlandés, le explica a un cura (Liam Cunningham aka Ser Davos Seaworth para los seguidores de “Game of Thrones”) sus razones para encabezar una huelga de hambre en oposición del gobierno de Margaret Tatcher. “Donde vos ves un suicidio, yo veo un asesinato”, explica Bobby, frase que abre el juego para que el público tome su posición. En la película que nos compete, luego de haber sido ultrajada y de suplicar que alguien acabe con su vida, la esclava Patsey (oscarizado debut de Lupita Nyong’o), recibirá más de cuatro minutos de obscenos latigazos. “Usted es el diablo”, le dirán al Sr. Epps que, sin un ápice de piedad, responderá que un hombre puede hacer lo que quiera con su propiedad y fin del asunto. Se dirá que si una película trata sobre la esclavitud debe ser violenta para no perder autenticidad, pero la crueldad por sí sola no es sinónimo de compromiso. Después de todo, la sangre bien puede ser utilizada para edulcorar. Si había algo en “Hunger” que se perdió camino a la accesible y aleccionadora “12 años de esclavitud” es confianza en el espectador. Por eso, quienes se queden con las ganas de ver una película que aborde la esclavitud en los Estados Unidos del siglo XIX, deberán retroceder solo hasta 2012. Allí se encontrarán con “Django Unchained”, propuesta más original que la de McQueen desde la construcción de los personajes (cómo olvidar al Stephen de Samuel L. Jackson, fiel a su amo al punto de intentar asesinar a los de su misma condición) hasta el uso de la banda sonora (recordemos la escena en la que suena Unchained, rap que vincula a los marginados del pasado con los del presente). En una de las escenas de “12 años de esclavitud” un grupo de negros apresados hablan sobre los que han nacido esclavos y ni siquiera pueden concebir la idea de escapar. La diferencia radica entre los que pueden hablar –resistir– y los que fueron y son hablados. McQueen debería estar alerta. No sea cosa que, a fuerza de filmar historias de cautivos y confinados, el director haya emprendido el viaje a la domesticación que impone esa industria cinematográfica llamada Hollywood.
A LOS BOTES Un septuagenario Robert Redford se pone al hombro “All Is Lost”, la segunda película del director de “Margin Call” en la que protagoniza a un náufrago sin isla, a estrenarse en las salas argentinas el 6 de febrero. La película comienza y ya estamos en problemas. La madera se quiebra y el agua no tarda en abrirse paso hacia el interior del yate. El cielo está limpio, el viento es sereno, el mar es un gran manto azul y sin embargo, hay alarma. No tardamos en descubrir que el barco ha chocado con un container alrededor del cual orbitan, impasibles, cientos de zapatillas. Recuperado de esta singular visión nuestro hombre se dedicará, a fuerza de parches, cinta y pegamento, a tapar la grieta dejada por semejante objeto extraño. El resultado será una cascarita dispuesta a sangrar hacia adentro frente al primer roce. Así, con el bote herido y el cansancio a cuestas, empieza esta historia, el primer unipersonal de Robert Redford que, solito y solo, comparte cartel con el océano Índico. Si en “Margin Call”, J. C. Chandor nos sumergía en los inicios de la crisis económica de 2008, aquí nos sumergirá –de a ratos, literalmente- en la silenciosa desesperación de un hombre frente a las fuerzas de la naturaleza. Tanto en su anterior película como en esta, no importan las razones que desencadenan la crisis (global en “Margin Call”, individual aquí) sino las consecuencias psicológicas de la misma. No tardarán en llegar los obstáculos que siempre propone el mar abierto (tormentas, hambruna, tiburones…) Sin pelota de vóley que oficie de Wilson y sin islas a la vista, la situación de nuestro hombre es más desesperante que la de Tom Hanks hace ya ¡diez años! Habrá que recurrir a la vieja escuela, al mensaje en la botella y esperar, porque es condición para que podamos sostener nuestra propia existencia en este mundo que haya un Otro. Y si el Otro no da señales de vida, pues bien, lo inventamos. Aunque tiene solo dos largos en su haber (el tercero, “A Most Violent Year”, tiene fecha para el 2015) Chandor parece decirnos que más allá del medio, sea este el mercado o el océano, la falla es siempre humana y en ella se articulan tanto una condena como la posibilidad para que emerja lo novedoso. “Nadie podrá decir que no lo intenté” reflexiona nuestro hombre sin nombre mientras se le agotan los espacios y los recursos, y quizás de eso se trate “All Is Lost”. La banda sonora del debutante Alex Ebert, reciente ganadora del Globo de Oro, acompaña a la perfección durante hora y media esta historia que susurra en voz baja que aunque no haya rumbo, si hay voluntad para navegar, no todo está perdido.