Lo primero que me salió decir cuando terminé de ver Beau tiene miedo fue: raaara (así, alargando el adjetivo). Es el tipo de película que en el videoclub Gatopardo de San Telmo (discúlpenme centennials), te alquilaban a tarifa mínima por cinco días. No diría que es mala ni tampoco que es buenísima… por momentos es graciosa, por momentos muy bella, bizarra y definitivamente patética (en el sentido en que despliega la pena y el ridículo del protagonista). Vamos por partes: un primer acercamiento podríamos hacerlo a través del género. En algunas reseñas se la califica como terror, terror surrealista y hasta comedia con tintes pesadillescos. Para mí la incomodidad que genera tiene que ver en algún punto con esa imposibilidad de clasificarla dentro de un género. Sí podríamos marcar cinco “actos” (como en una obra de teatro) con registros distintos. Arrancamos con un nacimiento desde el punto de vista del recién nacido (miedo y confusión) y hacemos un corte abrupto a una escena de terapia psicoanalítica. Entendemos que nuestro protagonista Beau (Joaquin Phoenix, que cada día actúa mejor) tiene una madre controladora y demandante y que él se deja. A partir de ahí, como en una novela de Aira, la realidad se va enrareciendo y terminamos con una escena —que no spoilearé porque no tiene sentido— completamente fuera de esa realidad o (también vale) completamente adentro de esa psiquis. Digamos que, ante la muerte de la madre, Beau tiene que viajar a su funeral y que tres de estos actos de la peli son las peripecias por las que atraviesa hasta llegar. El primer acto nos sumerge en una realidad postapocalíptica —que un señor butacas atrás mío señaló como “parecida a Constitución”—, hay un segundo acto en los suburbios, y luego una obra teatral en una aldea jipi. Los otros dos actos suceden una vez llegado a la casa materna. Siempre estamos viendo desde distintos ángulos el vínculo de hijos y madres/padres. Dura tres horas que ciertamente no se hacen largas porque hay un estímulo visual e intelectual constante (mucho símbolo, como la foto borrosa del padre ausente) … pero bueno, de ese terror que te produce sensaciones en el cuerpo, no es. Creo que más bien es de esas pelis que se aman o se odian (yo todavía estoy pensando con qué sentimiento me identifico más).
Esta ópera prima del director Francesco Costábile obtuvo el premio del público en el Festival Internacional de Cine de Berlín con una artesanía, si se me permite, heredera del neorrealismo italiano: porque nos cuenta la historia de una mujer común que vive en las afueras de un pueblo de la Calabria, porque desdibuja la causalidad simple y lineal del mundo que muestra, y porque se desenvuelve en un ritmo alejado de la vertiginosidad del mainstream contemporáneo. Rosa (Lina Siciliano) es una mujer joven y huérfana que vive en la granja familiar. Sus tareas, como la de las otras mujeres de la casa (la abuela y la tía), hacen a la reproducción diaria de la vida: la elaboración de quesos y de conservas, la venta en el mercado local y el contacto con la clientela (en su mayoría también otras mujeres). Convive además con el tío —el pater familias (en el sentido rancio y fuera de lugar que toma hoy esa expresión latina)— y el primo (siguiente rancio en la línea sucesoria). Los fuera de foco y las penumbras de los interiores nos meten en el espacio confuso de lo no dicho (el destino de la madre de Rosa, los negocios de los hombres), achatado por la fuerza de la tradición de la familia patriarcal. Hacia el final de la película vemos escenas más luminosas y con realces de color, acompañando la decisión de Rosa de accionar en contra del estado de cosas. En este sentido, del mismo modo en que el neorrealismo italiano denunciaba las condiciones de vida de posguerra, Una femmina intenta mostrar el modo en que la ‘ndrangheta tiñe de violencia la cotidianidad de miles de mujeres en el seno mismo de sus casas y sus familias. Porque si en El Padrino veíamos que los miembros de la mafia se convertían en “familia”; en esta mafia, con un mecanismo inverso, se recluta a los varones de cada familia, por lo que ésta se convierte en la célula mafiosa. Lirio Abbate, autor de un libro de investigación que describe la ‘ndrangheta participa en el equipo de guionistas de esta película que, acostumbrades como estamos a los ritmos vertiginosos y a las narraciones con vueltas de tuercas temporales pero con causalidades definidas, puede ser un puntapié inicial para bajar un cambio e informarnos de esta problemática.
¿Se puede ver la décima entrega de la saga Rápidos y Furiosos sin haber visto las anteriores? ¿Y si no entendés nada de autos y lo único que sabés manejar es la bici? ¿Vale la pena destinar más de dos horas de tu vida para ver esta peli? Vamos por partes. La última pregunta no tiene una única respuesta válida para todo el mundo, campeona. Pero sobre las otras dos se pueden decir algunas cosas. Hay un grupo de personas muy fierreras lideradas por Dominic Toretto (Vin Diesel —apellido sobre el que no voy a hacer ningún chiste porque llegaría nueve películas tarde—) que tienen una “misión” que les fue encargada por la Agencia (algún tipo de organismo para-estatal bastante turbio). La “familia” Toretto (porque sí, tienen esa cosa latina que un poco nos engancha) se mueve en esa línea entre lo legal y lo ilegal. En algún momento nos reponen con nostalgia que arrancaron con el negocio de las picadas clandestinas y los robos. Y aquí están ahora, moviéndose de Los Ángeles a Roma, Portugal, Río de Janeiro y la Antártida, poniendo a prueba habilidades que desafían las leyes de la física (cosa que también se repone como gesto irónico en los parlamentos de los personajes). Entonces, entender, se entiende. Captás los chistes y las ironías porque la trama no tiene en sí mucha complejidad. Tal vez no te emocionás tanto ante la aparición de algún personaje puntual de las entregas anteriores porque no conocés su historia. Tampoco te emocionás con las escenas de padre e hijo, los recuerdos dolorosos o la apertura emocional de algún personaje porque… bueno, tampoco es que esté hecha para eso. Sin embargo, la acción pura y dura es muy disfrutable, incluida esa física R-y-F que no aplica a ningún otro lado; (¿necesitamos que nos digan que son superhéroes para disfrutarla?; yo creo que no). Los colores y los escenarios son súper atractivos —casi tanto como el vestuario de Jason Momoa, quien se suma como el villano estrafalario Dante Reyes—, y por supuesto, el placer de ver destruyéndose coches carísimos (todo un potlatch). Para descansar la cabeza un rato, la recomiendo. Y me anoto para ver alguna más cuando lo necesite, como Rápidos y furiosos: 5in control, donde empieza a germinar la venganza de Dante al morir su padre narcotraficante.
En 2020, esta película quedó seleccionada para el Festival de Cannes. Sin embargo, el festival, como gran parte de nuestra cotidianidad, fue cancelado por la pandemia. Con el telón de fondo de estos tiempos de espera existenciales, El triunfo (Un triomphe) cuenta la historia de Etienne (Kad Merad), un actor de mediana edad que sobrevive con varios trabajos temporales, entre ellos, dar por primera vez un taller de teatro en una prisión. Etienne no sólo está frustrado con su falta de estabilidad y perspectivas laborales sino también, como veremos, mantiene una relación conflictiva con su exesposa y con su hija adulta. Pero en el taller se reencuentra con el teatro desde otro lugar: y es que la espera continua que es la vida de los reclusos para comer, para la visita, para salir finalmente, carga a esos cuerpos y a esas subjetividades de la potencia de lo verdadero en las actuaciones. Etienne entonces deviene director y los cinco reclusos (para quienes la participación en el taller es la excusa para pasar el tiempo y salir de sus celdas), devienen actores. El proyecto pasa de la representación simplona de fábulas a la puesta en escena en un teatro extramuros de Esperando a Godot, de Samuel Beckett, con la consiguiente rutina de ensayos y compromiso. Hay ciertas preguntas que, como en el punto más fuerte de la pandemia, nos zumban en la cabeza y que aquí parecen replantearse: ¿qué lugar ocupa el arte en nuestra vida? ¿es imprescindible? ¿qué sentido tiene la existencia cuando se parece a una espera de algo superior que no llega? (Porque a esta altura no es un spoiler de la obra de Beckett que Godot nunca aparece, ¿no?) Pero las respuestas que propone la película son bien distintas a las que da La sociedad de los poetas muertos, por ejemplo: el arte no es imprescindible; sólo nos ayuda a sobrellevar mejor la vida. Las actuaciones son muy sólidas. Vemos ciertos arcos de actuación muy logrados, especialmente los actores-reclusos (un elenco multicultural que da cuenta de la Francia contemporánea) que superan la incomodidad inicial de quienes no han hecho teatro o el desinterés de los que ven la oportunidad de mejorar su situación penal hasta comprometerse con cada ensayo y conformar un grupo más allá de las individualidades. Asimismo, maneja una tensión que se extrema al final y no deja de convertirla en un producto entretenido. A pesar de estar basada en hechos reales, hace falta, como en el teatro, entrar en código o guardar cierta fé poética que nos permita olvidarnos por un rato de andar buscándole el pelo al huevo o la verosimilitud con los centros penitenciarios de nuestro país. En síntesis, no es ligera pero tampoco es un dramón: es una historia sensible que, sin ser solemne, repone la potencia de las corporalidades que despliega el teatro (ese famoso “poner el cuerpo” aquí y ahora) al lenguaje audiovisual.