Taxi gris 1100 (2019) dirigido por Diego M. Castro, es un drama rosarino que se centra en la construcción de climas alrededor de la vida anodina de un melancólico personaje. Sin embargo evita ser una película convencional y da un giro al alejarse de las historias urbanas que tanto abundan en el cine. Con un estilo propio y más personal, se va ganando una voz propia. Leo (Santiago Ilundain) es un taxista que tiene un infortunio: un pasajero se descompone y debe llevarlo al Hospital. Ahí se da cuenta que el pasajero olvidó un paquete. Entonces regresa a llevárselo. Pero no lo hace bajo ninguna intriga ni suspenso sino acompañado por el desvarío de que le haya tocado esa mala suerte. Mientras tanto Leo pasa su vida silenciosa con su novia Lorena (Cecilia Patalano) con quien atraviesa una crisis y que de a poco se va descubriendo hacia el final. Desde luego hay dos puntos para tener en cuenta en esta película, por un lado, es la vida ordinaria, lenta y aburrida de un personaje que parece consumido por la rutina. Llama la atención que sea joven por ser apagado y gris. Y, sin embargo, tiene una profesión que, previsiblemente, resultaría conversador, más despierto y locuaz. Pero es todo lo contrario. Incluso la curiosidad ni lo corroe, pues cuando tiene el paquete ni lo abre ni le genera nada particular. Quizás su pecado sea ser honesto, pero la película asume ese estilo visual más de testigo donde el montaje no es incisivo sobre cada uno de los elementos que rodean al protagonista. Es una suerte de Taxi Driver (1976) pero sin el alma de alerta psicológica, sin la oscuridad y sin la brillantez de un protagonista que se sosiega sobre sus palabras. Por supuesto que el propósito es otro, que la intención es conseguir un efecto distinto con el relato. Y eso le juega a favor y en contra. Sobre todo, porque conserva un ritmo muy lánguido sobre elementos que no son del todo atrapantes para el género que intenta esbozar, puede caer en la dispersión y desapego del espectador. Cabe señalar que una narración en posición de testigo ya de por sí genera un suspenso que en este caso no siempre se cubre. Nuevamente se observa que se entiende que el propósito es diferente, pero genera sentimientos encontrados. Leo tiene situaciones un tanto aburridas y que no producen ningún giro marcado, quizás hasta el final. Por otro lado, la película tiene la particularidad de no querer volverse un thriller previsible, pero sí concentrarse en construir climas que hablen más de la ciudad y el ambiente urbano, muy distinto a Buenos Aires. Trasmite información al espectador a través de un film contemplativo. El espectador es quién deduce la soledad y el aburrimiento del protagonista con cada pasajero, la turbulencia del hogar con las obras en la casa vecina, el poco diálogo, o la relación con su madre que hace de todo por retenerlo. Todo se resuelve de manera visual y esa es su virtud a pesar de cierta languidez general. Al final genera un efecto que llama mucho la atención en el protagonista: su silencio y sus movimientos robóticos acompañados todo el tiempo por la noticia del asesinato de una mujer, le da un trasfondo interesante al relato. Como si estuviéramos viendo el hundimiento y formación de un personaje oscuro y a punto de hacer algo fuera de sí.
Es la prometedora opera prima de Diego Castro que muestra esas horas en la que su protagonista, un taxista Rosarino vive experiencias limite, pero también toma conciencia de sus intimas vivencias en relación a su vocación de músico, su relación de pareja y los lazos que lo unen a su madre. Un hombre silencioso enfrentado a su destino, que transmite su insatisfacción, su rutina mas una sorda rebeldía que puede llegar al límite de la explosión o el cambio. Bien filmada y con un muy buen ojo para retratar a la par el pulso de una sociedad con sus cambios, peligros y rincones amigables. Se destaca la labor de Santiago Ilundain. Con un guión del propio director que observa con detenimiento los cambios sutiles del hartazgo.
La vida sobre cuatro ruedas El mundo visto por un taxista rosarino es otro ejemplo de ejercicio dramático enraizado en un cine que tiene su origen en la modernidad de los años '50 y '60. La tentación es poco menos que inevitable, pero bautizar a 1100, largometraje debut del realizador Diego M. Castro, como “el Taxi Driver rosarino” es bastante injusto. En principio, porque las diferencias con la célebre película de Scorsese -más allá de sus logros y deméritos- son demasiadas para sostener la equivalencia. El título numérico remite a la cifra de la licencia de taxímetro del automóvil que Leo maneja durante el día y una parte de la noche. Chofer empleado sin auto propio, el comienzo del film lo encuentra al volante, trasladando a un pasajero cuyo arranque de tos deja de ser molesto para transformarse en preocupante. En esos primeros minutos de proyección, durante los cuales Castro alterna planos de los dos hombres, las miradas por el espejo retrovisor y algunas imágenes del ingreso a Rosario, revelan una de las mejores armas de la película: la construcción de una tensión generada por detalles particulares que, a la vez, son el reflejo de nerviosismos y angustias globales, marcadamente urbanas. Un paquete olvidado en el asiento trasero, cuyo contenido es incierto pero definitivamente sospechoso, se transformará en un eje narrativo falso, un típico Macguffin a partir del cual el realizador desarrolla su descripción de personajes, espacios y conflictos, muchos de ellos del orden de lo social: sin caer en lo excesivamente enfático, la historia describe la interacción de clases en el ámbito de la ciudad, sus anhelos de ascenso, los miedos y sospechas ante la presencia de un otro diferente. La relación de Leo con su novia no parece estar atravesando el mejor momento y en esas escenas cotidianas la película refuerza su intencionalidad observacional, en desmedro de una construcción narrativa más clásica. Por ese camino, 1100 se transforma en un ejemplo de ejercicio dramático enraizado en cierta clase de cine que tiene su origen en la modernidad de los años 50 y 60 y que en las últimas dos décadas ha ganado tantos adeptos que sería posible, con algo de esfuerzo e imaginación, pensarlo como género cinematográfico en un sentido estricto. El guion de 1100 -que contó con el asesoramiento del realizador Juan Villegas- se esfuerza por extender una pátina descorazonada a cada una de las escenas, mientras las imágenes y sonidos de los noticieros en los televisores pasan revista a diversas situaciones conflictivas y crímenes. El mundo de la película -cuyo reparto y equipo técnico y artístico es casi por completo santafesino- es triste y roído, marcado por signos de descomposición individual, familiar y social y un malestar generalizado. Diego M. Castro esquiva el sentido del humor como si se tratara de una peste y es esa particular línea de solemnidad -algo impostada, aunque disfrazada de dureza realista- la que evita que la película dé un paso más en sus logros generales.
Un número, una persona, un estado de inquietud. Nueve años atrás, después de haber participado en la producción y realización de una media docena de películas (y de haber encarnado a Pocho Lepratti en un corto de Leonardo Albri), el rosarino Diego M. Castro competía en el BAFICI con su corto 8:05, que meses después lo llevó al Festival de Locarno, antes de fundar junto a Marina Sain la productora Minúscula. En el festival porteño, Castro no sólo estaba atento a su trabajo: también iba y venía aprovechando las otras funciones del festival. Es que Castro es un realizador cinéfilo y cuidadoso con sus proyectos. Su primer largometraje llega tras la experiencia de una serie de clínicas y concursos (Raymundo Gleyzer y Ópera Prima del INCAA, Espacio Santafesino), sumándose subsidios y auspicios varios. De esa manera –repitiendo su interés en titular sus obras con fríos números, como se nos suele identificar muchas veces a las personas– pudo gestar 1100, film de ficción en torno a un taxista con una crisis personal que parece resonar en una crisis mayor, de la sociedad toda. Serio, introvertido, cumpliendo con lo que debe hacer casi por inercia, Leo, el protagonista (Santiago Ilundain), parece haber llegado a un punto en el que (por razones que desconocemos, aunque podemos intuir) no puede depositar su confianza ni su pasión en nada ni nadie. Comienza escuchando música en el taxi, pero luego se desentiende de la misma y no lo entusiasma ni la propuesta que le hace un vecino para sumarse a su banda ni los comentarios de un simpático pasajero músico. Hace arreglos hogareños en su casa y en la de su madre, pero los vínculos tanto con ella (Andrea Fiorino) como con su esposa (Cecilia Patalano) oscilan entre el fastidio y la resignación. Algún tipo de convicción personal lo lleva a no abrir el paquete que alguien dejó olvidado en su taxi o a quitar el rosario que cuelga del espejo retrovisor, pero, al mismo tiempo, no se muestra solidario con quienes se acercan a pedirle limosna y responde con desganados monosílabos a los pasajeros que intentan amistosamente iniciar una conversación con él. 1100 sigue obstinadamente a Leo. Los planos son siempre cercanos: sólo lo que tiene a mano, o lo que ve desde las ventanillas del coche, es expuesto por la cámara, que a veces se desliza con suaves movimientos para recorrer detalles de sus manos o sus acciones. Al comienzo, breves planos fijos de su casa aluden silenciosamente a aspectos de su personalidad (buen recurso ya empleado en 8:05), en tanto otras referencias (el hecho de no tener hijos, el descuido en el que vive su madre) aparecen después distraídamente, como posibles causas del malestar que lo afecta, aunque Castro prefiere que esos elementos queden fluctuando como interrogantes. Al no apelar a un realismo sucio o descarnado, ni a un sacudimiento permanente procurando un efecto de desesperación, se diría que el trabajo de Castro tiene menos de los Dardenne que de algunas películas más enigmáticas, como El empleo del tiempo (2001, Laurent Cantet). Para lograr que, como espectadores, acompañemos las sensaciones de Leo, el guionista y director se apoya en el fondo sonoro de la ciudad latiendo alrededor y en la excelente actuación de Ilundain. Despeinado, transpirado, fumando permanentemente, el actor transmite ensimismamiento y cansancio sin recurrir a nota falsa alguna, desdeñando todo tipo de pose, siempre con el tono justo de voz. La pasividad de su personaje puede irritar, de la misma manera que fastidia a su pareja: cabe preguntarse si no habrá sido él mismo el que condujo su vida hacia esa suerte de camino sin salida. A la vez que bucea en el estado de ánimo de su personaje principal, 1100 sugiere una visión de Rosario, o de la sociedad argentina en general, igualmente marcada por la crisis. Desde los ruidos de una construcción vecina y las noticias sobre un caso de violencia de género hasta el temor a ser asaltado o los pensamientos que le sugiere un pibe trasladado a un barrio elegante, todo habla de un contexto cruzado por desequilibrios. Aunque no lo diga en voz alta, o no sepa qué hacer, Leo encuentra en torno suyo motivos de desmoralización que se suman a los de su situación personal. Un hecho policial, o más de uno, lo inquietan (como lo sugieren la intriga que le provoca el paquete o su visita a las cascadas del Saladillo, donde se produjo el acto de violencia en el que insiste la televisión), tal vez porque le traen un mal recuerdo o porque empieza a sentirse seducido por el mundo del delito, como posible medio para zafar de su vida gris. Película deliberadamente abierta, 1100 deja pensando en el futuro inmediato del protagonista, cuya impaciencia aumenta después de una discusión con un pasajero. De los cabos que habrá atado el espectador, o incluso de sus deseos, dependerá que lo que sigue en la vida de Leo pueda ser una manifestación de rebeldía, un replanteo de su trabajo y sus relaciones, o la necesidad de sacar a la luz algo turbio hasta entonces oculto. Por Fernando G. Varea
Este film de Diego M. Castro es un retrato realista de la vida de un chofer de taxi de Rosario, con apenas algunas situaciones extraordinarias que hacen de los días que se cuentan en el film distintos del resto: un pasajero que se descompone en pleno viaje, un paquete olvidado y la distancia creciente con su pareja, que crean una disrupción en la rutina de Leo (Santiago Ilundain). El afán por mostrar la monotonía de los días resulta efectivo, pero en la acumulación es algo excesivo. Lo mejor del film es la mirada durante los viejaes desde el interior del auto (y de la mente de Leo) hacia Rosario, un centro urbano que no es Buenos Aires, lo cual sucede lamentablemente poco en el cine argentino.
El día termina y vuelve la noche Un estado de ánimo cada vez más alterado durante la jornada de trabajo de un taxista, en quien se cifra una lectura social. La relación con la película Taxi Driver es oportuna, no hay por qué eludirla. Si en aquel film el mundo se extrañaba, a partir de la mirada de un psicópata nada ajeno a la psicopatía de su sociedad, habrá que pensar en tales términos al momento de abordar 1100. Ópera prima de su director, Diego M. Castro (con cortometrajes previos y tarea documental en Señal Santa Fe), 1100 es el número de placa del taxi que conduce otro alienado. Más circunspecto, introvertido y recargado de emociones, el taxista que compone Santiago Ilundain parece contener una serie de descontentos que sólo esperan el momento indicado donde explotar. Si esa liberación sucediera -algo que probablemente ocurra, y que el film de Castro hace bien en sugerir-, las consecuencias no serían nada agradables. Además, si tal extroversión adquiriera forma en la pantalla, las imágenes habrían de golpear de una manera inmisericorde. Porque, ¿qué es lo que haría? Tal vez nada. Quizás prosiga en esa misma faena y rutina que lo cansa y hunde. Pero si no explota él, seguramente lo haga otro. Todo esto conjugado en un día en la vida de Leo (Ilundain), quien parte hacia otra jornada de tarea provista de pasajeros eventuales y diálogos que él comparte en silencio. Como una tapia. Con él, las voces de quienes viajan suenan variadas y exhiben rencores, amores, secretos. Pero antes de entrar en este día-vorágine, el relato de 1100 comienza la noche anterior. El calvario inicia con el pasajero que tose de manera reiterada y se descompone. Esta secuencia involucra, al menos, dos referencias más. Una de ellas es Vidas al límite (otra vez la dupla Martin Scorsese y Paul Schrader, director y guionista de Taxi Driver), en donde Nicolas Cage atraviesa el infierno en ambulancia durante una noche (el calvario de Leo será a lo largo de un día, con la digitación inevitable del paso del tiempo, algo que la noche sabe transgredir). La otra se relaciona con Los nuevos monstruos, el film coral de Monicelli/Risi/Scola, concretamente con el episodio donde Alberto Sordi encuentra a un accidentado al que sube a su coche, para convertir ese viaje nocturno en algo grotesco. En sentido análogo, la secuencia inicial desencadena en 1100 una inestabilidad mayor, distinta al ajetreo de rutina. En este sentido, una yuxtaposición de situaciones habrá de repercutir entre sí. A propósito, ¿el taxista asiste al moribundo? ¿O se lo saca de encima? Como huella del episodio, habrá elementos que lo recuerden: gotas de sangre que más vale limpiar (tal el consejo "amable" del dueño del coche, que interpreta Tito Gómez), y un paquete envuelto en papel de diario que quedó olvidado en el asiento trasero. Todo parece confabular. Por eso, mientras resuelve su jornada, procurará devolver este paquete. ¿No te fijaste qué tiene?, le dicen. Un "McGuffin" con el cual Diego Castro acciona los hilos de la trama de manera profunda, porque involucra al espectador y su curiosidad. No es el único recurso, el otro, fundamental, tiene que ver con obligarlo al viaje perpetuo, a permanecer dentro del auto cuantas veces y por el tiempo que sean necesarios. De este modo, la sensación de letargo se pronuncia y condice con la actuación notable de Santiago Ilundain, cuyos primeros planos lo llevan a ser el sostén icónico. Su mirada ladeada, cabizbaja, de cigarrillos constantes, en escorzo, con la nuca y sienes siempre transpiradas, hace que su tarea sea el eje de lo demás. Casi no habla, se mueve de manera ausente, mira cómo todo se resquebraja -su misma casa, aquejada por los golpes de una construcción cercana- y no reacciona. Tal vez espere que todo se desmorone. Alrededor suyo tampoco hay miramientos de un comportamiento muy distinto. En ese sentido, y teniendo en cuenta los otros dos personajes principales, hay un sonambulismo compartido. Así lo señalan las costumbres de su pareja (Cecilia Patalano) y su madre (Andrea Fiorino). En el primer caso, una mujer que todavía trabaja en la barra de un bar nocturno y que cuida de su silueta preciada. Tal vez, según deja entrever el propio Leo en un diálogo con su madre, ella se decida por intentar algo diferente, una tienda de antigüedades. "¡Qué boludez!", dice la madre sin disimulo (la admirable Fiorino), mientras recurre al hijo para el arreglo de enchufes o cañerías. Así como la casa de Leo, el departamento de su madre decae, tanto como ella, cuyos movimientos delatan un nerviosismo que apela a cigarrillos escondidos en la ropa. Estos detalles escriben relaciones entre los personajes y dan cuenta de un guión sólido: sea en relación a las semejanzas y urticarias entre madre e hijo, como las que existen entre las dos mujeres. Mientras, el contorno general que perfila 1100 es el de una ciudad (Rosario) que se extraña, que muta, que no está del todo en foco (virtud del trabajo del DF, Lucas Pérez), en donde los sonidos también se alteran (otro punto técnico a favor para Santiago Zecca). Rosario aparece como una morada algo agrietada, todavía vivible, con diferencias sociales y abulia ciudadana. Es notable cómo el film construye, en este sentido, un círculo entre el pasajero del inicio con el del final, sea por la extracción social diferente de cada uno, pero también por la tos constante de los dos. Ambos, partes de un mismo entramado social. Por donde circula, además, un hecho cruento, un femicidio que ocupa la tarea periodística. De manera acorde con la ironía que prevalece en el relato, no está claro si esta prédica mediática -con la televisión como ojo eléctrico omnipresente- está preocupada por lo que registra o atenta con el morbo. En otras palabras, es esta línea delgada por donde transita el taxi de 1100. Lo hace desde una preocupación estética que enrarece lo que toca mientras lo vuelve pantanoso. La película se hunde cada vez más. Al término del día, otra vez la noche. En esta secuencia final -en donde lo figurativo comienza a descomponerse junto a un sonido que aturde- aparecerán los puntos suspensivos. Nada casual, dentro de otro espacio encerrado, entre luces estroboscópicas y tragos alcohólicos.
Leo es un tachero de 39 años, que recorre las calles de Rosario con el mismo sinsabor con el que recorre su vida. Su mujer lo destrata, su jefe lo ningunea, los pasajeros le dicen banalidades o le reclaman objetos perdidos. El realizador local Diego M. Castro, en su ópera prima, apostó a un filme paisajista, que por momentos evoca al “Taxi Driver” de Scorsese pero después muta hacia una mirada introspectiva del personaje que transita sin brújula en toda la trama, como el chofer que busca un pasajero que nunca subirá al taxi. La ciudad es una protagonista más, desde La Florida hasta las cascadas del Saladillo. Lo mejor de la película es el ruido que sufre el personaje, desde el que viene de afuera en la obra en construcción cercana a su casa hasta el que siente en su interior. Lo peor de la película es que el espectador se queda esperando que suceda algo, que puede o no ocurrir, eso se revelará sobre el final. Hay una falsa trama con respecto a un paquete extraño que se olvida un pasajero y hay un número del título, que es el de la licencia del taxi, que no queda demasiado claro. Lo que sí no hay dudas es que Leo es un número más en medio de una Rosario plagada de viajes sin retorno.