Horacio Bernades (Página 12):
La palabra en boca de los alumnos
El documental rescata un modelo escolar poco conocido, a la vez que observa a los sectores más desprotegidos de la sociedad.
Una de las funciones más nobles del documental es la de permitir asomarse a esos otros mundos que están en éste, y con los que el espectador –que en por lo menos siete de cada diez casos es de clase media– normalmente no se cruza. Es el caso de 16 a 18, ópera prima de Daniel Samyn, que como otros exponentes más o menos recientes de este campo (Después de Sarmiento, Escuela normal, Cuando los santos vienen marchando) se acerca al mundo de la educación argentina desde un ángulo particular. Si en Cuando los santos… (2005), Andrés Habbeger se centraba en dos orquestas integradas por alumnos de barrios carenciados, si en Escuela normal (2012) Celina Murga enfocaba prioritariamente sobre la política estudiantil en un colegio secundario, si en Después de Sarmiento (2015) su realizador Francisco Márquez elegía confrontar el derruido presente de un colegio de pleno centro con su esperanzado pasado, en 16 a 18 Daniel Samyn rescata un modelo escolar poco conocido, a la vez que observa, por la mirilla de un colegio secundario, una porción de la realidad de los sectores más desprotegidos de la sociedad.
Recurriendo básicamente a la técnica conocida como “cabezas parlantes”, 16 a 18 cede la palabra a chicos de esa edad, alumnos de una clase muy particular de escuela (ignoramos cuántas hay por el estilo), que recibe el nombre de “escuela de reingreso”, en tanto permite a escolares que quedaron fuera del sistema educativo reincorporarse a él. Se trata de la escuela de Barracas llamada “Trabajadores Gráficos” (sólo el nombre habla de la peculiaridad de su perfil), en homenaje a que en el terreno, cedido en 2004 para su funcionamiento, se asentaba antes una imprenta. La población de la escuela proviene tanto de inquilinatos de la zona como de monoblocks de las orillas, villas de emergencia o zonas tan modestas como la cercana Isla Maciel. Salvo alguna mínima acotación o repregunta, Samyn –que además de documentalista es docente– no interviene. Lógicamente que lo hace en su selección de testimoniantes, en el encuadre elegido o en la inevitable selección posterior en la edición. Pero no verbalmente. La palabra está aquí en boca de los propios chicos, eventualmente de algunxs de sus docentes o autoridades, que cuando lo hacen lo hacen en off. No en imagen: en 16 a 18, ésta pertenece exclusivamente a los alumnos.
Aunque no se explicite, los testimoniantes parecen responder a un temario orgánico que va de su propia historia personal, familiar y escolar a su experiencia o visión sobre los temas más acuciantes para su franja etaria y entorno social en la Argentina siglo XXI: la violencia (la juvenil y la familiar) y el consumo. Algunos de los chicos son particularmente reflexivos y articulados, otros están algo más confundidos en relación con su presente y un futuro que a esa edad deberían estar definiendo, otros saben lo que quieren pero no si su condición se los permitirá (una profesión liberal), están los que logaron zafar de los peligros de la calle y algunos que padecieron o padecen distintas formas de “bulleo” en la escuela. Por el lado de los docentes es posible enterarse de que en “Trabajadores Gráficos” no existen los castigos, aunque curiosamente en circunstancias extremas parecería caber la expulsión, algo que la escuela pública “oficial” no contempla. Conviene señalar que en el caso que se narra aquí ese último recurso no fue resuelto sólo por las autoridades sino por un consejo integrado también por la presidenta del centro de estudiantes.
Aunque no hubiera estado mal que Samyn echara mano de técnicas de cine directo más de lo que lo hace, filmando no sólo la palabra sino los hechos de la escuela, está claro que 16 a 18 funciona como una clase para instruir al espectador de clase media de realidades con las que no suele tener mucho roce, aunque sean quemantes.
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