Tras el éxito de taquilla conseguido en España por su antecesora "Ocho apellidos vascos" llega esta secuela que comparte los personajes, con algunos nuevos, y repitiendo la estructura de la anterior en cuanto a burla de costumbres y rasgos propios de una región.
Si en la primera veíamos a un sevillano que para conquistar a la única chica que resistió sus encantos la sigue hasta su lugar de origen y se hace pasar por un vasco, ahora el chico andaluz -Dani Rovira- y la chica vasca -Clara Lago- no están mas juntos y ella está a punto de casarse con Pau -Berto Romero-, un artista catalán snob quien trama una boda para cumplirle el sueño a su abuela Roser -Rosa María Sardá-, que vive recluida en una masía convencida de que Cataluña ya es independiente -Anécdota que ya se vio mucho mas locuaz, mejor contextualizada y tan bien elaborada en la película Good Bye, Lenin!, de Wolfgang Becker -2003-, donde Daniel Brühl aislaba a su madre haciéndole creer que el muro de Berlín no había caído-.
Así es como vascos y andaluces tratan de boicotear la boda con el catalán, en un relato que repite la formula de la primera pero sin la frescura y el ingenio de aquella para burlarse de los clichés y el regionalismo -tal vez porque los tópicos, lugares comunes y arquetipos sobre los vascos son más graciosos que el de los catalanes-, y por otro lado, toda la transgresión política, la parodia y la desmitificación nacionalista plasmada en la primera pierde aquí ante la historia de amor.
En Ocho apellidos catalanes solo resaltan unos pocos gags estimables y algunos chistes demasiado simples alrededor del snobismo y la violencia policial de los Mozos de la Esquadra -"Venga, sea bueno, déjeme libre. Le dejó que me de con la porra en la espalda y que luego se haga un selfi con los moretones. Sé que eso le gusta"-, corriendo la mayor parte de las gracias por cuenta de la fingida independencia de Cataluña.
Incluso la química entre los protagonistas Dani Rovira y Clara Lago, que tan bien funcionó en su momento, se diluye conforme avanza la trama. Es Karra Elejalde y Carmen Machi, quienes mantienen erguidos sus carismas y defienden los fragmentos más cómicos del relato, aunque por momentos parecen desaprovechados con giros dramáticos insulsos.