Decepcionante secuela
Segunda parte del mayor éxito comercial del cine español de todos los tiempos: "Ocho apellidos vascos", un auténtico boom de público que ha pasado a ser uno de los misterios más inexplicables de la reciente historia de la cinematografía hispana. El boca a boca y una campaña mediática inusual dieron como resultado que una comedia aparentemente menor arrasara en taquilla, aunque los críticos ya hicieran constar su desagrado ante una propuesta de pretensiones cómicas que se dejaba ver y poco más. El éxito de la película también se tradujo en la consecuente fama para su protagonista, Dani Rovira, un monologuista televisivo que de la noche a la mañana se vio encumbrado a un altar que no hubiera imaginado ni en sus mejores sueños…o pesadillas, porque desde entonces se ha dedicado a proclamar al mundo que está harto de su reconocimiento y que le gustaría volver al anterior anonimato sobre todas las cosas.
Pero vayamos a esta secuela, que es lo que nos interesa. En España no estamos muy acostumbrados a que ninguna producción patria alcance las cifras que Ocho apellidos vascos aglutinó. Esta locura colectiva de espectadores que acudieron en masa a los cines a ver el producto de moda pilló por sorpresa a todos los que habían participado en el proyecto, quienes habían cobrado unos sueldos muy inferiores a los beneficios finales obtenidos. Así que todos se pusieron manos a la obra y decidieron aprovechar la corriente favorable y de prisa y corriendo preparar la segunda parte. En esta ocasión, se trataba de repetir la fórmula con la independencia de Cataluña como tema central. Hasta ahí todo puede parecer más o menos lógico. Pero nadie podía llegar a imaginarse que la continuación iba a resultar tan bochornosa, y que se iba a notar tanto el descuido y la poca gracia de una comedia que produce sonrojo ajeno y que no hace reír en ningún momento.
La historia resulta ya un tanto forzada desde el principio llevando el extremo desde Andalucía a Cataluña con una novia que se ha separado de Rafa y que está a punto de casarse con un catalán (Berto Romero) que quiere dar a su madre (Rosa María Sardá) una boda en una presunta República catalana independiente. Pero a esta secuela le falta todo: le falta la música (me enganchó la banda sonora de la primera); le falta el ritmo; le falta guión... es más, parece un batiburrillo de cosas mal pegadas.
Lo que antes pretendía ser ingenioso, ahora es totalmente desastroso. No funciona nada. Ni una pizca, ni un atisbo de la frescura y simpatía de la aceptable película original, que conocía bien sus modestas ambiciones y sus limitaciones y resultaba un agradable entretenimiento para el gran público teniendo más calidad que otras películas de su género. En la secuela todo es infinitamente inferior. No hay ni un solo momento que arranque no ya una risa, sino una simple sonrisa. Todo suena forzado, falso y carente de buenas ideas. El pretendido choque cultural entre las distintas autonomías tan solo funciona como simple excusa para proponer una peripecia de enredo sentimental vista una y mil veces. El chico se entera que la chica se va a casar con otro y corre raudo al rescate de la amada. Cuatro tópicos, una colección importante de chistes malos y situaciones improvisadas y muy atropelladas componen el esqueleto de una pseudopelícula que debería avergonzar a todos los que han tenido que ver en su ejecución.
Hace pocas semanas llegó a los cines argentinos Los exiliados románticos, la maravillosa película dirigida por Jonás Trueba que en los cines españoles duró nada y menos en cartel. Si quieren ver algo de cine español, y tienen que elegir entre ésta u Ocho Apellidos Catalanes, no se lo piensen dos veces y vayan a ver la primera. En España todo el mundo fue a ver la segunda, así nos va…