BASTA DE APELLIDOS SIN CONTENIDOS
¿Qué misterio inenarrable provocará que un mismo equipo de creativos al poco tiempo de ser partícipes de un éxito memorable en su propio país y de destacado suceso en el resto del mundo, produzca algo tan inferior y diferente a la obra original? Porque Ocho apellidos vascos -primera parte de esta historia- tampoco es una comedia que derrocha virtuosismo pero logra destacar. De hecho es de las que podemos asociar a muchas otras por su exacta parodia a la situación típica de Montescos y Capuletos. De esas historias de amor que envuelven a una pareja de tórtolos que buscan vencer diferencias y rivalidades irreconciliables en su entorno y en el camino provocan tanta risa y empatía en el espectador que lo dejan satisfecho y con la mandíbula floja. Algo que no pasa, ni con la mayor predisposición, al ver Ocho apellidos catalanes, que retoma el hilo argumental, agrega personajes, nos lleva a otros escenarios más pintorescos pero sin embargo, no logra conectar. Al momento de verla decidí hacerlo con mínima información y sin acudir antes a la original -que sería lo recomendable desde el sentido común-. Cuando iba el cuarto de hora y no lograba arrancarme una sonrisa me reproché el no haber hecho al revés, porque quizás el secreto de la secuela fuese el juego cómplice y los guiños a quienes ya hubieran adoptado a los personajes por la primera parte. Pero no tardé mucho en darme cuenta de que ese no era el problema, la realidad es que Ocho apellidos catalanes no conmueve, no divierte ni genera otro sentimiento que no sea el aburrimiento y la decepción. Y lo logra por sí misma.
Todo comienza cuando Rafa (Dani Rovira), separado de Amaia (Clara Lago) y gozando de una soltería descontrolada, es visitado por su ex-suegro Koldo (Karra Elejalde) quien le pide que lo acompañe a evitar la boda de su hija con un artista a quien obviamente no quiere de yerno. Rafa accede y viaja a Cataluña sólo para enredarse en la trampa del nuevo novio (Berto Romero), que ha creado toda una fantasía en torno a su boda a la cual pretende convertir en la primera celebrada en una Cataluña presuntamente independizada -al menos para su abuela Rosé (Rosa Maria Sardà), depositaria de la farsa-. A partir de allí los enredos se suscitan -de manera bastante forzada- mientras el desconsolado pero no resignado andaluz intenta recuperar el amor de la vasca Amaia en tierra cataluña.
El problema no pasa sólo por el inverosímil del planteo -algo que fluye como cascada en la versión anterior- sino en parte en la deformación del perfil de cada personaje y los desaciertos en los gags que antes funcionaban con la exactitud de un reloj y ahora no le pegan al ritmo del segundero. El punto de vista elegido para la narración otra vez es el de Rafa a quien se ha exacerbado tanto en sus gesticulaciones que parece estar todo el tiempo bajo la influencia de alguna sustancia. Algo similar pasa con Koldo, que si bien mantiene el perfil, de su boca no sale nada que cause gracia y se convierte en un gruñón pasteurizado y poco útil. Curiosamente las nuevas incorporaciones -el novio Pau y la abuela Rose-, son los que tienen las líneas y gags más efectivos aunque terminan repitiéndose hasta el hartazgo y es finalmente Amaia quien pone el ancla a los desbordes y por esa misma razón termina aburriendo. Desaprovechado en su totalidad queda, por último, el personaje de Merche (Carmen Machi), cuya presencia apenas se justifica en ese contexto bizarro.
Los enfrentamientos entre colectividades que serían el real motor de la historia, caen en el ridículo y se limitan a una rivalidad pseudo-futbolística. Probablemente se les escapen detalles a quienes no sean de las regiones citadas o no conozcan sus costumbres, pero teniendo de referencia lo bien que funciona, una vez más, Ocho apellidos vascos, se puede deducir que no es más que una gran falla en la construcción del esquema humorístico y una percepción muy errada por parte de los autores de lo que dio resultado también antes y no pudieron recrear ahora.
La semana pasada me tocó hablar de Mi gran boda griega 2, otro fiasco salvado apenas por la magia de la recreación nostálgica de un producto concebido quince años atrás y el morbo de querer saber en qué condiciones han llegado sus protagonistas a la actualidad. Hoy es otra boda la que marca un nuevo descenso a los infiernos de las comedias románticas costumbristas que insisten en perpetuarse. Mi deseo es que tanto griegos como españoles -de la provincia que sean-, no sigan destruyendo sus propios logros cuando aggiornan comedias norteamericanas a su idiosincrasia, creyendo que tienen mucha más tela para cortar en secuelas infumables cuando sólo les queda una pelusa.