Más allá del principio de espiar
Al final del túnel es un thriller argentino que difícilmente pueda dejar de relacionarse con un clásico del género: La ventana indiscreta de Alfred Hitchcock. Empezando por el hecho de que ambos protagonistas andan en silla de ruedas. Y ambos se dedican a espiar lo que ocurre en los espacios linderos a su casa, movidos en parte por el hastío que genera vivir encerrados en el reducido espacio que habitan, en parte por el instinto voyeurista de todo ser humano al que se supo referir el maestro inglés.
Se trata de una obra de suspenso con los condimentos del género bastante equilibrados: una trama sólida que va construyendo gradualmente el suspenso, buen ritmo narrativo que atrapa desde que empieza hasta que termina la película y un actor que no falla en el papel protagónico (Sbaraglia haciendo de paralítico gruñón y neurótico).
Me quedé sin embargo disconforme con Echarri en el papel de “malo” de esta historia. Creo que con Sbaraglia alcanzaba para nutrir de “estrellas” nacionales la propuesta. Es muy importante que el villano de una película de estas características sea totalmente despreciable. Sobre todo porque ya desde el guión la película se presenta con esas intenciones. Hay una escena en que Echarri se muestra como una especie de torturador sin escrúpulos, con lo que se pretende que luego, cuando sean ciertos personajes con los que empatizamos los que estén en sus manos, experimentemos esa necesaria tensión dramática del género. Cumplo en comunicar que me parecieron levemente impostadas esas escenas de crueldad.
Hay momentos del relato que parecen no estar del todo resueltos, como por ejemplo las razones por las que la novia del jefe de la banda criminal, encarnado por el mencionado Echarri, se muda con su hija muda a la pieza que alquila Sbaraglia. No se entiende bien si la mandó Echarri, para que vigilara al dueño de la casa bajo la cual tiene que cavar para llegar a la bóveda de una sucursal bancaria, o si fue un hecho fortuito.
Cierta acentuada conciencia moral convierte en exabruptos algunas decisiones de guión, como por ejemplo que Sbaraglia le vaya mostrando a la inquilina videos o audios que él mismo registra, con las aberraciones cometidas por Echarri, para que ella tome conciencia de que sale con un tipo malísimo, y lo deje para quedarse con él, que sí va a cuidar honestamente de ella y de su hija.
Es ingeniosa la escena en que Sbaraglia ve a la niña muda mover los labios contra la oreja de su perro, y decide poner un micrófono en el cuello del animal, para determinar que efectivamente habla pero no quiere hacerlo frente a ellos. Varios de estos detalles son ingeniosos y también el ritmo del relato que, como ya señalé, logra mantener la atención del espectador sin darle respiro.
Pero volviendo a la película que se homenajea, en La ventana indiscreta no hay un discurso moral tan remarcado, lo que enriquece la frescura del clima mórbido que se recrea. El móvil de Grace Kelly es dominar al hombre que quiere para su vida, y por ello se involucra en el caso hasta poner en riesgo su propia vida. No hay grandes objetivos de justicia en los personajes de Hitchcock, como interrumpir los planes de inescrupulosos ladrones de bancos o castigar otro tipo de aberraciones morales, como las que se incluyen en el relato de la película argentina.
El móvil de James Stewart es, en primera instancia, una simple curiosidad morbosa, y más tarde, al advertir que se pudo haber producido un asesinato, la culpa que le genera que se esté cometiendo un crimen y no hacer nada al respecto siendo el único que lo sabe. Su amor por Grace Kelly también nace de un sentimiento culposo. Ver que ella pone en peligro su vida para develar el misterio que él mismo sacó a la luz, y no poder hacer mucho desde su silla de ruedas, lo hace tomar conciencia de lo mucho que la quiere, pero también experimentar una atormentadora culpa por haber llevado hasta ese punto las circunstancias. Es un amor que nace de una culpa extrema.
Uno podría lanzar hipótesis respecto de los móviles en Al final del túnel: Sbaraglia no quería quedarse sólo y por eso intenta convencer a la bella inquilina para que deje al criminal sin escrúpulos y se quede con él. Por su parte, la inquilina busca alguien que quiera de verdad a su hija. Pero el halo de inhumanidad que rodea al personaje de Echarri hace que la competencia entre los dos pretendientes de la misma dama, se convierta en una cruzada moral, que termina resolviéndose de un modo simplista con la pareja de los “aceptables moralmente”, junto a la hija de ella, en un abrazo final al mejor estilo Party of five.
Lo que llamo exabruptos de esta obra (que sin embargo me tuvo atornillado a la butaca y por ese simple hecho la recomiendo a pesar de todo) son raros en quien también fue guionista y director de otra obra, tal vez menos obsesiva en la construcción de una trama de suspenso, pero terriblemente compleja y meticulosa en su propuesta estética. Me refiero a la película Rosarigasinos, de 2001, también del director Rodrigo Grande. Genial poema costumbrista, auténtico policial negro criollo, con excepcionales pinceladas de tango y compadritos en el rol de desusados gangsters autóctonos. Diálogos excelsos, humor sutil, y fotografía sublime de un Rosario profundo y antiguo como metáfora urbana y natural de nuestras grandes capitales.