Al final de "Al final del túnel"
Al final del túnel (2016) pertenece al género del crimen ferpecto, en el que todo lo que puede salir mal va a salir peor. Consiste de dos crímenes: una pandilla de ladrones liderada por Galereto (Pablo Echarri) cava un túnel para robar un banco, y el ermitaño Joaquín (Leonardo Sbaraglia) – al tanto del robo por accidente – planea robar una parte del botín a pesar de estar confinado a una silla de ruedas.
La historia transcurre casi exclusivamente en la demacrada mansión de Joaquín, su sótano y el sótano aledaño donde los ladrones están cavando el túnel. Joaquín puede verlos y oírlos (tiene todo tipo de chiches electrónicos a su disposición), pero ellos no a él. Se arma un perfecto equilibrio de suspenso, el cual peligra cada vez que Joaquín está a punto de ser descubierto.
Complicando las cosas, a la casa de Joaquín llegan dos inquilinas: la stripper Berta (Clara Lago) y su introvertida hija. Berta es un personaje sacado de un manual y puesto en la vida del protagonista para darla vuelta patas para arriba de la forma más obvia e irritante posible. Es la famosa “prostituta con el corazón de oro”, a quien Joaquín debe reformar a cambio de aprender a amar de nuevo. Lago es española poniendo acento argentino, el cual se le patina a veces – al pronunciar “dale” con la inflexión del “vale”, por ejemplo.
La ficha técnica de la película es la parte más impresionante. La mansión, el sótano y el túnel han sido diseñados y conjurados con lujo de detalle por la producción. Es también una de las raras instancias en que la fotografía se separa y supera la cinematografía. Mientras que la película – que transcurre mayormente de noche – ha sido iluminada con claroscuros preciosos que complementan la atmósfera, la cámara hace piruetas de elevación y ángulos extraños en nombre de la ostentación.
En otro frívolo despliegue de técnica e insensibilidad, está la escena en que Berta ejecuta ante Joaquín lo que supuestamente es una danza seductora. La música que acompaña la escena es lo menos sexy del mundo – una mezcla agresiva de jazz y estridencias tribales – y está montada en paralelo con otras dos escenas que en vez de aportar o comentar sobre lo que estamos viendo le quitan poder. Es un momento bastante barroco y forzado y habla por el resto de la película.
El director y guionista es Rodrigo Grande, quien antes adaptó a Roberto Fontanarrosa en la muy linda Cuestión de principios (2009). Las comparaciones con Alfred Hitchcock son inevitables ni bien se pone al protagonista en una silla de ruedas y éste se obsesiona con espiar un crimen vecino. Los procedimientos del suspenso están bien construidos (toda la secuencia del robo está excelentemente hecha, incluyendo un momento poético en el que un floreciente charco de agua sustituye la presencia de sangre), pero el guión es defectuoso por donde se lo mira. Joaquín nunca tiene una motivación fuerte para meterse en el robo (probablemente ganaría más vendiendo la enorme casa, como le sugieren en un momento, a lo cual no tiene una buena respuesta) y toma más de una decisión importante fuera de cámara, de manera que el espectador se entera tarde y por accidente. La resolución final es especialmente ingenua: “cierra” técnicamente con una idea que se plantea muy, muy al principio, pero cierra de la forma más tonta posible.